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Aventuras de un Marine

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Aventuras de un Marine
Marines en accion en Hispaniola
`Arthur J. Burks, autor de El país de las familias multicolores, era un segundo teniente del Cuerpo de Infantería de la Marina de los Estados Unidos cuando llegó a Santo Domingo en 1922 en busca de acción, tras permanecer durante la primera guerra mundial como oficial de entrenamiento en una base de la armada en California y laborar en la Oficina del Censo en Washington. Cansado de permanecer alejado del escenario de guerra, arribó al país acompañado de esposa e hijo, con el objetivo de acumular experiencias que le sirvieran para alimentar su vocación de escritor de literatura de ficción. Unos treinticinco libros y más de mil doscientos cuentos serían el balance de una vida llena de emociones, que le llevaría a China en 1927 como asistente del legendario comandante de los marines Smedley D. Butler. Que lo situaría en la selva amazónica conviviendo con los indios mundurucus -colectando plantas medicinales que servirían a las investigaciones oncológicas- y le involucraría en la industria cinematográfica durante los años dorados del cine de estudio, escribiendo libretos y auxiliando en la producción de algunos films.

Burks alternó la vida militar con la de escritor. Mientras entre 1917 y 1928 estuvo con las botas puestas, entre este último año y 1941 se radicó en New York en traje de civil, escribiendo para diferentes revistas y periódicos, así como para la radio y el cine. Reingresó a las filas de la Marina con rango de capitán, cuando EEUU se proponía participar en la segunda guerra mundial. Fue supervisor de la formación de más de 17 mil soldados en Parris Island, Carolina del Sur y entrenador en guerra anfibia y ataque personal en Cuba, con miras al desembarco norteamericano en Japón. Al término de la guerra alcanzaría el rango de teniente coronel. Falleció a los 76 años en 1974. En su edad provecta -como sucede con muchos hombres de acción- derivó hacia preocupaciones metafísicas, recorriendo su país como conferencista y ministro de la Christian Spiritual Alliance y la Church of Ageless Wisdom. Políticamente -si de algo sirve el dato- fue demócrata.

El país de las familias multicolores posee un doble valor, testimonial y literario. En él relata su autor -entonces un oficial del U.S. Marine Corps ávido de aventuras- sus vivencias al frente de diferentes funciones ejercidas en dos años y medio de estancia en Santo Domingo. La lectura de sus páginas apasiona desde el primer momento, al atrapar el interés del lector, manteniéndolo a lo largo de una sucesión de relatos dominados por la acción. No resulta fortuito que éstos inicien con la historia del asesinato a quema ropa del presidente Cáceres, una forma muy directa de situar al público norteamericano en el centro del drama dominicano y de avanzar uno de los motivos argumentados para justificar la intervención de los marines. "Difícilmente puede negarse -dice Burks- que el caos que siguió tras la muerte de Mon Cáceres... condujo a la necesidad de la intervención americana."

En veinte capítulos cargados de emoción -cual si fuera una serie de Indiana Jones-, nos refiere sus experiencias más sobresalientes como comandante del regimiento destacado en Barahona, donde combinó esas funciones con las de juez prebostal y alcaide de la cárcel local. Jefe de un grupo de topógrafos improvisados que realizó levantamiento cartográfico en varias provincias. Como cabeza de la Brigade Intelligence Office radicada en Santo Domingo con jurisdicción nacional, que le llevó a moverse por toda la geografía dominicana, tras la huella de contrabandistas de armas y "bandidos", y a parar las orejas en los mentideros de la política criolla, codeándose con las figuras de la élite.

Burks narra las peripecias sufridas por el equipo de topógrafos que laboró en las provincias de Barahona (que incluía Pedernales, Independencia y Bahoruco), Azua (comprendía San Juan, Ocoa y Elías Piña) y Santo Domingo (Distrito Nacional, San Cristóbal, Monte Plata y Baní). Durante seis meses anduvo los caminos rurales, conociendo "cada charco y vereda desde Jimaní y La Lajas en la frontera haitiana hasta Sabana de los Muertos (hoy Villa Altagracia) en el corazón de la provincia de Santo Domingo", pasando por La Descubierta y Duvergé, Angostura y Cabral, los bateyes de los ingenios, y codeándose con "la gente casi blanca de Baní, con los nativos ampollados de pián de Las Carreras y Los Ranchitos", poniendo "el pie en cada pulgada de terreno en tres provincias."

En estas faenas sus hombres visitaron "zonas en que los nativos nunca habían visto a gente blanca, ni oído jamás acerca de los marines -quienes habían ocupado durante casi siete años ininterrumpidos la República". Para rematar que "todos terminaron enfermos de todo tipo de enfermedades -menos lepra". El propio autor no escapó a la impronta de los trópicos: padeció hasta enloquecer de paludismo -combatido con quinina, inyecciones de Salvarsán y con brebajes-, dengue y disentería. Fue comido por las niguas hasta la desesperación, narrándonos con crudeza los estados delirantes de que fue víctima tanto él como sus compañeros. La obra ofrece un descarnado cuadro de las condiciones sanitarias imperantes en las zonas rurales, preñadas de paludismo, dengue, disentería, pián, lepra, lupus, buba y sífilis. Las escenas más sobrecogedoras las habría encontrado Burks en este terreno. Para muestra, un botón.

En la ruta hacia El Tablazo, en San Cristóbal, en el firme de la cordillera Central, al solicitar agua en un bohío en medio de la noche, vio de repente el rostro de la mujer que le servía amablemente. "Su cara era una horrible parodia de cara. La nariz había desaparecido y sólo quedaba un hoyo para indicar dónde había estado. La mano que mantenía elevada la lámpara era una mano horrorosa. ¡No tenía más que un dedo completo, y los otros se habían desgastado para convertirse en repugnantes mochos o aún peor!" La lepra le mostró al marine escritor su desmembrada anatomía en los más humildes parajes de San Cristóbal y Ocoa.

Otro tópico interesante tocado por las observaciones del autor se refiere a la composición étnica de la sociedad dominicana y al papel central de la mujer en la familia, en cuya fecunda matriz se ha ido cuajando el incesante cruce de colores. Al definirnos como una república de cuarterones, Burks se adelantó a la tesis que planteara posteriormente Corpito Pérez Cabral en La comunidad mulata y que previamente esbozara con franqueza Moscoso Puello en Cartas a Evelina. Su permanente percepción del detalle racial hace que la obra sea rica tanto en la definición de los rasgos morfológicos, como en notorios prejuicios hacia el negro y particularmente hacia el haitiano. Pero donde resulta sumamente insinuante es en el papel que juega la matrifocalidad poligámica en este proceso de mestizaje. Un ejemplo lo ofrece el caso de Marina.

"Marina era una gruesa cuarterona de quizá veinte años, con una sonrisa llena de sol que salía de una boca llena de dientes, un amplio busto, grandes manos hábiles y fuertes pies. Una verdadera amazona. Su esposo era un hombrecito insignificante, moreno, que como se podía apreciar a primera vista, literalmente veneraba a su esposa. Eché una mirada a los cuatro hijos y abrí la boca de asombro. Uno era negro. Otro era blanco. Otro era jabado. Otro era mulato. Ninguno se parecía al padre." La explicación la dio la propia mujer, llena de orgullo -al parecer compartido por el marido, un esmerado cabrón a la luz de los valores convencionales de la monogámica sociedad urbana. El mulato era hijo de un raso dominicano, el blanco de un teniente español de la guardia, el jabado del jefe de la policía de Baní y el negro de un haitiano que había pernoctado en el bohío una noche de lluvia.

Burks indica que en el país "pueden encontrarse negros, morenos, amarillos, blancos y mulatos." Puertorriqueños, "haitianos en abundancia", "negros de habla inglesa de St. Croix y St. Kitts" y los descendientes de negros americanos de Samaná. Sobre los haitianos el autor tiene la peor opinión. En Barahona tuvo la oportunidad de bregar directamente con ellos, tanto en la cárcel repleta de violadores de la ley de inmigración a los que se les imponían penas de trabajo forzado de obras públicas entre 90 y 120 días, como en el central Barahona. Algunas perlas de este collar de prejuicios. "Los cubanos llaman al haitiano 'el animal más parecido al hombre', y mi opinión personal es que los cubanos rinden a los haitianos un gran cumplido", nos dice el marine escritor.

Este enfoque extiende su radio -en una situación de tensión, en la cual su vida corría peligro- al referirse a un negro dominicano. Silva "era un negro típico, orgulloso del hecho de que tenía en su poder a un blanco". "¡Quite la mano de mí, mono negro!", exclama el oficial americano, para reflexionar más adelante: "Estos monos ciertamente nos acabarían, pero habrían de pagar por eso".

La obra contiene numerosas referencias a la belleza de la mujer dominicana. Sobre la de clase media nos presenta esta estampa, llena de sabor bucólico. "El Malecón, el parque Colón y el parque Independencia eran las mecas de la élite dominicana cada tarde durante el 'paseo', cuando las señoritas con sus chaperonas iban a mirar amorosamente a sus apuestos galanes. Se formaban dos círculos, uno de hombres, otro de mujeres, contramarchando y encontrándose todo el tiempo para coquetearse mutuamente, alrededor de las tres plazas. Allí estaban algunas de las más hermosas mujeres del mundo, y las vi cuando eran jóvenes y estaban en su mayor esplendor. A los treinta años serían viejas y poco atractivas. Las flores de América se marchitan rápidamente."

Las mulatas dominicanas ejercieron especial atracción sobre Burks. En un pasaje describe a una parturienta de Las Charcas, en Azua, como una "mulata de deslumbrante belleza", mientras se admira en Los Patos, Barahona, de hembras de "piel morena" bañándose desnudas. Para darnos esta concluyente opinión: "las mujeres dominicanas pueden ser peligrosamente hermosas".