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Vientos de guerra

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Vientos de guerra
Detención del asesino del Archiduque Francisco Fernando.

En un pequeño rincón de uno de los más importantes diarios nacionales, apareció la semana pasada la noticia de que el convoy de un príncipe saudita, Al Walid Ben Talal para más señas, había sido atacado la noche de un domingo reciente por un grupo de asaltantes, armados con fusiles Kalashnikov, que hurtó 250 mil euros y documentos diplomáticos que el magnate llevaba en sus alforjas. El hecho no sucedió en Siria ni Afganistán, sino en pleno París, justo cuando el príncipe salía del hotel Georges V de los Campos Elíseos, uno de los más lujosos del mundo, y propiedad suya.

El hecho me hizo rememorar de inmediato el caso que provocó la primera guerra mundial, hace cien años, cuando el archiduque Francisco Fernando, heredero del trono del imperio austrohúngaro, y su esposa, la duquesa Sofía Chotek, son recibidos jubilosamente en la ciudad de Sarajevo, capital de Bosnia-Herzegovina, entonces con apenas setenta mil habitantes, y en medio de los festejos que aquel acontecimiento produce, una banda terrorista, la Mano Negra, atenta contra la vida del representante del poco admirado emperador.

Los integrantes de La Mano Negra son fanáticos nacionalistas que, como los fundamentalistas islámicos de nuestros tiempos, les importa un bledo perder la vida con el fin de conseguir sus objetivos, en el caso que citamos: el de regresar a Bosnia a los dominios del Estado serbio y sustraerla del enclave austrohúngaro. Son apenas seis jóvenes, menores de veinte años, provistos de ampollas de cianuro para acogerse al suicidio si el plan fracasa. Varios de los terroristas fallan en sus responsabilidades, pero el último de ellos, Gavrilo Princip, armado de una pistola semiautomática Browning, ingiere un bocadillo que acaba de adquirir en una cafetería cercana al lugar que le asignaron en el proyecto, cuando observa que el auto que conduce al heredero imperial y su esposa se desvía de su curso, huyendo de sus atacantes, y asombrado porque las piezas de su objeto están ahora cruzando frente a él, aprovecha el momento y hace dos disparos a boca’e jarro: uno que le destroza la yugular al archiduque y otro que desprende la aorta de la princesa.

El teléfono acaba de inventarse por esos tiempos, de modo que en horas la noticia llega a las redacciones de todos los periódicos de la época. No pasará mucho antes de que el hombre que comanda la cancillería imperial manejando con habilidad los hilos del poder y venciendo el desinterés del emperador en ir a la guerra, logra que Alemania le ofrezca a Austria-Hungría un cheque en blanco para atacar a Serbia, y al mes justo del atentado contra el archiduque en las calles de Bosnia, Austria declara la guerra, mientras el populacho celebra en las calles de Viena la decisión (el populismo no es materia de nuestros tiempos), y en pocos meses toda Europa toma las armas y se desvanece la paz que por muchos años habían hecho olvidar a los ciudadanos la posibilidad de una conflagración mundial como la que se desata a causa del acto criminal de los adolescentes terroristas de La Mano Negra.

La cronología de la primera guerra mundial provoca hoy asombro y, aunque cueste creerlo, hilaridad. Sobre el tablero, las fichas van cayendo vertiginosamente. La declaración de guerra se multiplica entre unos y otros. Austria inicia con Serbia, pero casi de inmediato Alemania le entra a Rusia, a Francia y a Bélgica, Gran Bretaña y Bélgica a Alemania, Austria a Rusia, Francia y Gran Bretaña a Austria, Japón a Alemania, Bulgaria a los aliados, Rumanía a los imperios centrales, Liberia y China a Alemania, Estados Unidos hace frente con los aliados. Y como si nadie quisiera dejar de estar en la fiesta, algunos países centroamericanos y caribeños -¡vaya usted a ver semejante desatino!- entran en la breña sin estar invitados y entonces Cuba y Panamá declaran la guerra a Alemania, Brasil ingresa al rollo sin declarar enemigos, Guatemala, Costa Rica, Nicaragua, Honduras ¡y hasta Haití! informan estar dispuestas a combatir a la Alemania a quienes todos parecen odiar. En total, cincuenta países tocan tambores en la Gran Guerra, como se le denomina, porque “va a ser una guerra desmesurada, a una escala hasta entonces desconocida, con ejércitos de millones de hombres procedentes de los cinco continentes que caerán a millares por día”.

Y, en medio de la guerra, casi como siempre, los intelectuales. ¿Cuándo se ha visto una guerra sin ellos? Anotemos que nunca antes el mundo –Europa era el mundo- había vivido una época de paz, prosperidad y boato en las clases pudientes como las décadas previas a la guerra. Era la belle époque. Stefan Zweig patentiza ese tiempo de este modo: “El siglo XIX, con su idealismo liberal, estaba convencido de ir por el camino recto e infalible hacia el mejor de los mundos. Se miraba con desprecio a las épocas anteriores, con sus guerras, hambrunas y revueltas, como a un tiempo en que la humanidad aún era menor de edad y no lo bastante ilustrada…Esa fe en el progreso ininterrumpido e imparable tenía, para aquel siglo, la fuerza de una verdadera religión…Se creía tan poco en recaídas en la barbarie, por ejemplo, guerras entre los pueblos de Europa, como en brujas y fantasmas; nuestros padres estaban plenamente imbuidos de la confianza en la fuerza infaliblemente aglutinadora de la tolerancia y la conciliación….Hoy, cuando ya hace tiempo que la gran tempestad lo aniquiló, sabemos a ciencia cierta que aquel mundo de seguridad era un castillo de naipes”. Un intelectual de la época, Norman Angell, publica un libro, La gran ilusión, donde descarta completamente la posibilidad de la guerra en una Europa tan próspera y avanzada. Pero, otro intelectual, el alemán Von Bernhardi, publica su libro, Alemania y la próxima guerra , refutando a Angell, indicando que la guerra “es la necesidad biológica de poner en práctica la ley natural sobre la que se basan todas las restantes leyes de la Naturaleza, la ley de la lucha por la existencia”, y sentenciando que “Alemania ha de elegir entre ser una potencia mundial o hundirse para siempre”.

Cuando comienza la guerra, escribe hoy Eslava Galán, “el pueblo, el que va a pagar los platos rotos, celebra ruidosamente con música, cerveza y vino el comienzo de la aventura”. Y en esa aventura, se enlistan los intelectuales, “de los que cabría esperar cierta cordura”. Thomas Mann declara públicamente que la guerra “hará más libre y mejor a la cultura alemana”. Lo dice porque entiende que Francia es una nación “pervertida y decadente”. Alemania se acoge al pensamiento de sus prohombres de pensamiento: Hegel, que había preconizado que esa nación estaba destinada a dirigir al mundo “a un glorioso destino de apasionante Kultur”.

Nietzsche que afirmaba que el superhombre estaba por encima del ámbito vulgar y corriente. Treitschke, que consideraba el incremento de poder como la obligación moral más elevada del Estado. Catedráticos alemanes escriben largos tratados para convencer al mundo de la inferioridad de la raza eslava. El Tercer Reich del futuro, el imperio de los mil años de Hitler, estaría bien fundamentado a causa de estos razonamientos.

De su lado, los franceses divulgan viejos textos antigermánicos. Se recordará a Voltaire burlándose de las deyecciones alemanas: “El Señor marcó a la raza alemana con el sello de la predestinación. Tiene un metro de intestinos más que la nuestra”. Se desata la histeria del odio. Y la cultura cobra los réditos. Shakespeare es eliminado en los escenarios alemanes. Mozart y Wagner no se interpretan en las salas de conciertos de Inglaterra y Francia. Los profesores universitarios declaran orgullosos que Dante es germánico. Y sus similares franceses ripostan que Beethoven es belga.

Más allá. En una España que se mantuvo al margen, porque no podía hacer otra cosa, las filias y las fobias se acrecientan. Unamuno “concibe la guerra como una reacción de la vieja cultura europea y cristiana contra el bárbaro materialismo alemán”. Antonio Machado, Pérez Galdós, Azorín y Pérez de Ayala se declaran en las tertulias madrileñas como aliadófilos, mientras Baroja y Benavente son germanófilos, y Ortega y Gasset se declara neutral, aunque su formación filosófica es alemana. Se toma partido hasta desde la neutralidad. Unamuno, Menéndez Pidal, Marañón y Azorín publican un manifiesto a favor de los aliados. Eugenio d’Ors clama por la unidad moral de Europa. Entre los diarios, afirma Eslava Galán que según de donde provinieran los sobres mensuales, se toman posiciones.

ABC

apuesta a Alemania.

El País, por los aliados. Desde el otro lado, los poetas teutónicos afirman en sus poemas sus delirios patrióticos.

La guerra, que comenzó en agosto con el atentado de nacionalistas contra el archiduque en Bosnia, y que todos esperaban concluyese para Navidad, duró cuatro años y cuatro meses. He pensado en sus pormenores a propósito del asalto reciente en París a una caravana de vehículos que encabezaba un príncipe saudita. Justo cuando hay vientos de guerra sobre el horizonte de nuestro mundo. Mientras la tecnología, las riquezas, el buen vivir de las grandes personalidades de la farándula y el business internacional, el culto al progreso, la fuerza de las redes sociales y el internet, y la onda intelectual abigarrada se expande desde todos los confines, uno mira hacia Israel y Palestina, hacia Irak, Siria, las Coreas, los yihadistas islámicos, el regreso de las protestas raciales en Estados Unidos, y piensa. Solamente eso: piensa. ¿Podría nuestro mundo de seguridad caer como un castillo de naipes?

(Recomendamos la lectura de: “1914-1918. Historia de la Primera Guerra Mundial”. David Stevenson. Círculo de Lectores, 2013: 895 pp. / “La Primera Guerra Mundial contada para escépticos”. Juan Eslava Galán. Círculo de Lectores, 2014: 348 pp.)

www. jrlantigua.com