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En busca de la voz perdida: la fascinante historia de Sixto Rodríguez

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En busca de la voz perdida: la fascinante historia de Sixto Rodríguez

El principio del final (1971)

Está lloviendo en Detroit. Las calles están vacías. Los truenos consumen la noche como víboras de luz devorando la oscuridad. Las luces de neón de un viejo bar rechinan entre la bruma fantasmagórica como una señal de que no todo está perdido. Dos docenas de almas buscan cobija entre las sábanas del alcohol, ahogándose en los acordes de una vieja guitarra. El humo de los cigarrillos se levanta de entre las ánimas, invadiendo la estrechez con su dulce olor a muerte. Y manoseando aquella efímera guitarra, una voz desprende su agonía, deslizándose por los huesos de aquellos que se han dignado a escuchar su melodía. Su nombre es Rodríguez, y la tristeza brota de su música como si su guitarra fuera un volcán y sus líricas la lava chorreando de sus cuerdas. De sus canciones surgen historias de amores perdidos, de hombres abatidos por la pobreza y la opresión, y una peligrosa sensación subversiva que jamás encontrará tierra fértil en la tierra que lo vio nacer. Aunque ya ha lanzado dos álbumes, su música morirá con él, o al menos eso creerá durante el próximo cuarto de siglo.

El final (1972)

Rodríguez está sobre la tarima en uno de los bares que acostumbra a tocar. Trata de recrear su magia musical, pero el sonido sufre problemas técnicos, y su voz sale rechinando por un abatido micrófono que ya no puede más. El público, imperdonable, lo abuchea. Rodríguez se levanta de su silla, sale del bar con guitarra en mano, y jura no tocar jamás. Aunque sigue deambulando por la ciudad de Detroit, pronto abandonará por completo la escena musical para dedicarse al único trabajo que encontrará: el de obrero en una construcción. El exilio musical ya lo esperaba, allí donde trabajaría como una bestia para mantener a sus dos hijas, llegando a su humilde posada todos los días embadurnado de yeso y cubierto de polvo.

La persona (1972-1997)

Aunque había abandonado la música, Rodríguez nunca había dejado su aura de artista. Era conocido por llegar a las construcciones vestido como se vestía en tarima, ataviado de unos lentes de sol, un pantalón negro de piel, y una camisa oscura. Sus colegas lo consideraban un trabajador incansable, porque como él les decía, podía entrar en contacto con aquella sensación etérea que lo mantenía atado al presente, viviendo la sencilla vida que siempre había aspirado a vivir. Y así fueron pasando sus años, doblegando la materia como una invisible masa musical, y sumergido en el más lóbrego de los olvidos.

Sudáfrica (1972)

Del otro lado del atlántico, el pueblo sudafricano vivía una profunda crisis a raíz del apartheid que había dividido a la nación desde el 1948. Los ciudadanos negros eran considerados inferiores a los blancos, y el país convulsionaba en las garras de la segregación racial. Durante aquellos años, las historias urbanas cuentan que un álbum de Rodríguez llegó a Sudáfrica y que pronto comenzó a difundirse de mano en mano. Las líricas de sus canciones comenzaron a influir en toda una generación de artistas que estaba hastiada de vivir bajo un régimen totalitario, y pronto sus canciones comenzaron a reverberarse en el espíritu de una generación que estaba lista para rebelarse. Mediante el poder de su música, miles de hombres y mujeres comenzaron a lanzarse a las calles a luchar por aquello en que creían, y poco a poco, Rodríguez se fue convirtiendo en una leyenda igual de grande que Jimi Hendrix, Bob Dylan, y Janis Joplin. El único problema es que Rodríguez no lo sabía. Y para colmo, en Sudáfrica se rumoraba que Rodríguez se había suicidado.

El reencuentro (1997)

Veinticinco años después, mientras Rodríguez seguía viviendo su vida ajeno al barullo que había creado su música en aquel rincón del continente africano, un periodista radicado en Johannesburgo decidió escribir un artículo sobre su artista favorito. Cuando comenzó a investigar la vida de Rodríguez, llegó a la conclusión de que su vida y su muerte estaban colmadas de misterio. Llamó a las disqueras sudafricanas, llamó a las disqueras americanas, pero nadie sabía nada del enigmático artista. El periodista, cansado de indagar, decidió crear una página web para tratar de contactar a cualquier persona que tuviera información sobre Rodríguez. Pasaron los meses sin nadie ser capaz de darle siquiera una pista, hasta que un día, un correo electrónico lo asaltó diciendo así: “Hola, mi nombre es Eva Rodríguez y soy la hija de Sixto, el hombre que ustedes buscan. Mi padre está vivo y vive en Detroit”.

El periodista no podía creer que Rodríguez estaba vivo. Decidió comprar un pasaje aéreo lo más pronto posible y llegó a Detroit con el corazón en la boca. ¿Cómo era posible que Rodríguez estuviera vivo y nadie en Sudáfrica lo supiera? Al llegar a Detroit, el periodista se encontró con Eva, la hija de Rodríguez, que lo llevó a conocer a su padre. Cuando llegaron al humilde apartamento donde vivía Rodríguez, un hombre con lentes oscuros salió como una silueta de otros tiempos por una de las ventanas y saludó al periodista. Y allí estaba Rodríguez paralizado en el tiempo, surgiendo de un vacío de donde pensó que no regresaría. Y el periodista no podía creerlo.

El camino del éxito conduce a Sudáfrica (1997)

Rodríguez no podía creer que era un ícono musical del otro lado del atlántico. Mientras el periodista le contaba, Rodríguez lo miraba incrédulo, como si le estuviera gastando una broma demasiado cruel para ser verdad. Mientras conversaban, el periodista le rogó que tenía que ir a su país, allí donde era objeto de veneración, y que él se encargaría de organizarle un concierto. Rodríguez, todavía incrédulo, aceptó. No tenía nada que perder. Tres semanas después Rodríguez aterrizaba en Johannesburgo. Al salir del avión se encontró con una lujosa limosina esperándolo y más de mil fanáticos voceando a todo pulmón “¡Rodríguez, Rodríguez, Rodríguez!”. Cuando la limosina lo paseaba por las calles de Johannesburgo, Rodríguez se encontró con decenas de pancartas desplegando su rostro de hacía veinticinco años anunciando el concierto. “Pero es que no lo puedo creer”, fue lo único que suspiró Rodríguez mientras lo llevaban hacia el hotel.

El concierto (1997)

Miles de fanáticos esperaban impacientes en el estadio. Personas de todas las edades se habían congregado para escucharlo a él, dándole vida a aquellas canciones que había escrito hacía casi tres décadas. Cuando salió al podio, el público enloqueció. La gente aplaudía, gritaba, se desmayaba. “Gracias por levantarme de entre los muertos” dijo Rodríguez entre lágrimas cuando se aproximó al micrófono, antes de proceder a fusionarse con su público en una sola voz y en una sola música, estremeciendo para siempre el olvido que por tanto tiempo los había separado. Y como todo increíble acontecer, el resto es historia.

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