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¿Serán cargos de conciencia?

Ella se confesaba todos los domingos antes de la misa y luego comulgaba. Ayunaba los miércoles y los viernes de Cuaresma, hacía penitencia por los pobres, los leprosos, las mujeres descarriadas, niños abandonados e hijos de adulterio. Tenía cincuenta años y había tenido un novio desde los dieciséis. Con la higiene a toda prueba, vivía sola, solterona, vestida como una vieja desquiciada, regaba a la misma hora de siempre los tarros de begonias, rosas, trinitarias, jazmines, azucenas y orquídeas que tenía en el balcón. Dejó de ir al cine los jueves por la noche desde que aquel novio, desdibujado en un retrato que tenía en su aposento, salió de la casa en una noche de lluvia intensa y fría, le dijo que iba a comprar cigarrillos, y jamás volvió. No había motivos para aquel infiel abandono que la dejó tan triste. Ella continuó con su rutina: la misa los domingos, el despertar a las cinco de la mañana, porque creyó que él volvería. "El novio que se va sin despedirse, regresa para siempre..." decía a todo el mundo.

La tibieza de las sábanas igual que los abrazos de aquel hombre la hacían sentir en éxtasis y se le alborotaban los sentidos. Aun así, continuaba con la rigidez de un horario que a otros le dejaban la piel reseca, el cansancio y la mirada dispersa, pero ella después de ir a misa regresaba a la casa y cocinaba, regaba las flores y se sentaba en el balcón a ver quién cruzaba por su calle. Con el tiempo le cambió la conciencia como una mata de amapola que cambian a vainas. Vivió a otro ritmo. Le dolía el esternón a fuerza de darse golpes en el pecho por arrepentimiento. ¿Tenía cargos de conciencia? Sé que la conciencia la emburuja con las mujeres que los novios que abandonan. Ya el piso no está reluciente, ni los tarros florecidos, ni el dulce recién hecho. Lo peor es que su conciencia va por otros caminos y de pronto la hacen devolver, pero en un par de días vuelve a la misa, comulga y anda como una anciana refugiada. Aunque ha ido cambiando su corazón con cosas nuevas, nunca permitió a otro hombre cruzar por su camino.

Ha continuado mirando aquel retrato, pero ya no lo hace con la mirada tierna, ahora sale el odio que no sintió nunca, la inquina de gritarle en voz tan alta que ensordecía a los vecinos. Pasaron casi treinta largos años y él volvió. Viudo, con tres hijos y doce nietos y la encontró sin cargos de conciencia. Vestida con una blusa con un escote tan amplio que se le salían los senos, una falda tan corta que dejaba ver la "cuca" por delante y las nalgas por detrás, el pelo teñido de amarillo y rojo, un rostro maquillado con diferentes colores y un olor a ciruelas de esas que crecían en el campo de su abuelo. Los tacones que le hacían caminar como borracha. Él abrió los ojos como dos mamparas turbulentas, le dio un fuerte abrazo y un beso con la lengua afuera, y ella lo empujó. Cayó al suelo y se dio en la cabeza. Ella se sentó y comenzó a cantar. Luego se levantó y rezó el rosario porque eran las seis de la tarde y esa, para ella, era la hora adecuada para no tener cargos de conciencia.

Denver, Colorado.