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La asombrosa Lucilita Licairac

Gracias a la gentileza y contribución de las distinguidas damas Carmen y Nelly Licairac, finalmente podemos relatar esta fascinante historia, previniendo que no sea olvidada por las venideras generaciones.

El siglo empezaba a despedirse tras acompañar por todo lo largo a un Santo Domingo plagado de invasiones, ocupaciones, revueltas, dictaduras y luchas intestinas, llegando en su final a una especie de interregno o tregua de los ya iniciados tiempos de “concho primo” establecidos con la naciente proliferación del revólver, arma temida con la que cualquier mortal ordinario podía dar cuenta de cinco “hombres probaos” en un santiamén y hasta escapársele, por accidente o aposta” un sexto y último tiro a un curioso o entrometido, con la consabida excusa –Concho primo, no fue la intención- pronunciada ante el cadáver aún tibio o a los deudos.

En este intermezzo de paz social, pudieron al fin los esposos Licairac, Francisco Alejo y Doña Eduviges Celina Abreu, aquel 21 de febrero de 1895, recibir al tan esperado tercer hijo, una niña que Don Francisco deseaba con ilusión y bautizaron Lucila, -Lucilita.

Fue con tal jubilosa ocasión visitada por docenas de parientes y amistades distinguidas de la época la casa de la calle Isabel La Católica, a esquina El Conde, desde algún tiempo ya convertida en centro hogareño de encuentros y festejos bajo su auspicio, pues aunque los esposos Licairac no eran de gran fortuna, sí poseían medios, sobre todo por la importante posición de Don Alejo en una próspera casa comercial.

Los fines de semana celebraban pues agradables veladas sabatinas o pasadías domingueros, con los familiares, en los que en ocasiones Doña Celina ejecutaba en el Playel su limitado repertorio adquirido menos por su vocación de artista que por la denodada insistencia y deseo de su padre de que estudiara piano desde su infancia. No obstante su excelente educación y dominio culto de la lengua francesa los años de dura y obligada práctica no pudieron convertirla más que en una pianista de obras sencillas y acordes de cámara, y finalmente su verdadera vocación, la de esposa y madre se revelaron con las pretensiones de Francisco Alejo, formando un feliz y respetable hogar en el que también encontró lugar el piano del hogar paterno. Julieta María, la hermana mayor de Lucilita, nacida en 1890, mostrando precoz talento, ya había iniciado desde los seis años estudios de piano con su tía, la profesora Altagracia Licairac de Pérez Román.

Rodeada del afecto de sus padres, tíos y amigos, y especialmente de sus hermanitos, Conrado y Julieta, crecía graciosamente la princesa del hogar Licairac. Pelo muy negro con gajos algo cortos, blanca tez a la que el azar añadió una pizca moruna. Aunque tardó un poco más en caminar y era algo taciturna, sus ojos vivos, muy negros, demostraban gran curiosidad y desde el primer año ya hablaba con fluidez.

Se encontraba Doña Celina disponiendo de los preparativos del almuerzo en la gran cocina, al fondo de la amplia casa, enseñando a Chabela, su joven crianza a cocinar tres carnes a cacerola, cuando sintió que alguien había entrado a la distante sala. Apenas pudo distinguir aguzando el oído y casi en seguida empezó a escuchar las notas de “La Traviata” de Verdi en su piano.

–Algún amigo de Alejo habrá llegado, Chabela. Por un instante siguió la melodía.

–¡Pero qué bien toca! Al punto ordenó –Chabela, ve y mira quién es; dile que voy en seguida y regresa a avisarme.

No bien calculó Doña Celina haber llegado Chabela a la sala escuchó que el visitante ahora iniciaba un fragmento de Chopin. Apresuró los aderezos para el guisado.

–¡Caramba, pero quién es! Y Chabela no regresaba. Una voz echada con moderación para llamarla y no hubo respuesta. Sacó las carnes de los fogones y presurosa se dirigió desde el corredor del patio hacia la sala todavía escuchando a Chopin, encontrando a la criada inmóvil, reclinada su espalda en la columna del pescante que divide sala de comedor, mirando fijamente hacia el piano, que quedaba aún oculto a Doña María. Aviva pues el paso la jefa de la casa, pasando el dintel que conduce al frente desde la terraza, entrando casi bruscamente.

Se detuvo, como si hubiera tropezado con una tapia; levantó los brazos para proseguir; volvió a bajarlos y permaneció inmóvil al contemplar, con el corazón saliendo de su pecho y escalofríos, a su pequeña hija, justo dos años cumplidos, a quien creía dormida. La pequeña había logrado subirse a la banqueta y con sus manitas, que apenas alcanzaba tres teclas, estaba ejecutando las preciosas y difíciles obras que su madre atribuyó a un desconocido virtuoso. No sabiendo qué hacer, entre miradas de asombro a su niña y a Chabela, que parecía estar en trance, esperó a que bajara los bracitos, cuando al parecer se cansó de sostenerlos altos, mientras tocaba.

La muy simpática niña crianza pudo llegar entre permisos y preguntas a su escritorio. Al verla se inquietó. –Don Alejo, manda a decir Doña Celina que no pasa nada malo, que no se asuste, pero que por favor vaya a la casa ahora. Transmitido el mensaje a pie juntillas Chabela se retiró rápidamente siendo seguida de cerca por “el señor de la casa”, que a pesar del mensaje no disipó su aprehensión.

Efectivamente, al llegar a la casa encontró un nutrido grupo de parientes y vecinos que lucían agitados, dentro y fuera de su hogar.

–Qué pasa Celina, pregunta asustado –qué ha sucedido.

Con los ojos y boca bien abiertos responde la jubilosa consorte

–¡Pues que hemos descubierto algo increíble, un milagro! ¡Tienes una hija prodigio! ¡Una pianista que toca como los ángeles!

Incrédulo, Don Alejo, extiende los brazos a Lucilita, y la levanta. ¿Es verdad, hija, sabes tocar el piano?

–Sí, papi, fue su tierna respuesta.

–Pues toca algo para mí, le dijo, mientras suavemente la acomodaba en otro banco, uno giratorio, que había subido para que estuviera más alta.

Extendiendo sus cortos dedos, abriéndolos tanto como podía los hundió en las teclas produciendo varios tiempos de obras de Mozart, ejecutó un fragmento de Liszt y algo de Chopin, ante el silencio reverente de docenas de vecinos, algunos tíos y parientes, el asombro de sus hermanitos Conrado y Julieta, que habían regresado de la casa de la tía Altagracia y los humedecidos ojos de Don Alejo y del padre de Doña Celina, que vio doblemente cumplido su largamente anhelado sueño de tener ya no una, sino dos, virtuosas del piano en su familia, Julieta, con ocho años y ahora, Lucila, con sólo dos..

La noticia se difundió con la velocidad del rayo: músicos y maestros, entre ellos conocidos ejecutantes del país desfilaron ante la casa colonial para cerciorarse del increíble portento de la niña prodigio. Más aún, desde Puerto Rico, Nueva York, Cuba, Venezuela y España, en los meses siguientes visitaron al país distinguidas autoridades y artistas, incluidos reconocidos pianistas, para escuchar y conversar con la niña maravilla. Tras verla en el piano unos entraban en la negación, otros se iban sin pronunciar palabra. Los más, quedaban perplejos, admirados y emocionados Pero ninguno parecía encontrar explicación al fenómeno Lucilita Licairac. Preguntada por los maestros y periodistas sobre cómo tocaba el piano sin siquiera saber leer, Lucilita respondía que sólo escuchaba la música, a veces en su cabeza, y podía repetirla en el piano. Su hermanita Julieta recordaba que desde bebecita Lucila la observaba como en trance, mientras practicaba sus lecciones.

Varios profesores de prestigio se ofrecieron para enseñar a Lucilita, pero en poco tiempo desistían de enseñarla, por no encontrar, al decir de algunos “ni lógica ni límite” a su aprendizaje. No había pieza musical por compleja o de difícil ejecución que la asombrosa niña no ejecutara con relativa facilidad tras escucharla tan sólo una vez.

Diarios de Europa, Estados Unidos y Venezuela reseñaron ampliamente a la ‘Licairac Prodigio’. Autoridades del gobierno dominicano y directivos de las más prestigiosas sociedades culturales del país le rindieron reconocimientos y homenajes a la singular Lucilita, quien contrastando con su figurilla casi de bebé en grandes pianos de cola, ya a los cinco años, con las manos un poco más grandes asombraba con gran deleite al público en los juegos ?orales y eventos culturales de la época.

Lucilita llevaba una infancia normal. Fuera de sus presentaciones y demostraciones jugaba animadamente con sus hermanitos, aunque en ocasiones permanecía pensativa, sin moverse por un largo rato. Su madre, sus abuelos, tíos y primos la colmaban de afectos y regalos, pero su preferido lo era Alejo, su adorado papá, a quien, desde que pudo caminar, todos los días recibía corriendo a sus brazos y junto a sus hermanos buscaba ávidamente en los bolsillos de su gabán las sorpresas en forma de caramelos o pequeños juguetes que les traía de regreso a casa.

Poco después de su cuarto cumpleaños Lucilita empezó a componer hermosas piezas al piano, conservándose los nombres de algunas de ellas como el vals “Altagracia”, dedicado a su tía; “No me mires Así”; la mazurka “A mi mamá”; la mazurca “A mi papá”; la polka “Mario” y la Polka “Licón”, pero su mente inexplicablemente rica e inagotable componía docenas y docenas de piezas al piano que lamentablemente no se conservaron, por la falta de tecnología que permitiera en esa época conservarlas, salvo las que su hermana Julieta, convertía en partituras, pasándolas al papel de música. El intelectual de la época Antonio Alfau y Baralt escribió de ella “sentábase al piano e improvisaba con inspiración torrencial en ráfagas fugaces... que no podían reproducirse, pero no obstante pudo su memoria retener y fijar.”

La dicha y el asombro no parecían tener final con Lucilita. Un día empezó a sentirse cansada, con más debilidad de lo acostumbrado en sus piernas y tuvo que reposar por unos días. Siguió componiendo y ejecutando bellas piezas, pero la debilidad fue tomando cuerpo y se fueron espaciando sus ejecuciones. Prominentes médicos dominicanos y galenos venidos de Venezuela y Puerto Rico, intentaron mejorarla, sin poder diagnosticar qué mal le aquejaba. Apenas con seis años, en su lecho de infanta, rodeada de su madre, sus tíos y en brazos de su amado padre, el 21 de noviembre de 1901, falleció de una enfermedad cerebral desconocida Lucila Licairac Abreu, misterio y asombro del mundo fundidos en una fugaz vida. La mejor descripción de la asombrosa Lucilita Licairac acaso fuera la que se comentara en las esquelas a su memoria: “Dios la prestó de entre sus ángeles para darnos muestra de las riquezas y dones infinitos que nos aguardan en el Cielo y la llamó de regreso aún tierna, para que siguiera conservando su inocencia de querubín”.

Diarios de Europa, Estados Unidos y Venezuela reseñaron ampliamente a la ‘Licairac Prodigio’.
Autoridades del gobierno dominicano y directivos de las más prestigiosas sociedades culturales del país le rindieron reconocimientos y homenajes a la singular Lucilita, quien contrastando con su figurilla casi de bebé en grandes pianos de cola, ya a los cinco años, con las manos un poco más grandes asombraba con gran deleite al público en los juegos ?orales y eventos culturales de la época.