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La vida en el fin del mundo: una familia en el faro de cabo de Hornos

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 La vida en el fin del mundo: una familia en el faro de cabo de Hornos
En el horizonte se levanta la isla de Hornos y a sus lomos se divisa una casita color coral. En ella, ajena a tanta hostilidad, transcurre la apacible vida de una familia que no extraña la civilización. (EFE)

CABO DE HORNOS, CHILE. La brújula indica que se han superado los 55 grados latitud sur. El frío entumece. En el horizonte se levanta la isla de Hornos y a sus lomos se divisa una casita color coral. En ella, ajena a tanta hostilidad, transcurre la apacible vida de una familia que no extraña la civilización.

Esta remota porción de tierra, que domina el embate de los dos océanos más extensos del planeta, es actualmente una de las islas habitadas más apartadas de la sociedad, situada a cinco horas de navegación de la localidad chilena más cercana.

El marino José Aguayo, su esposa y sus dos hijos pequeños se instalaron en el Faro Monumental Cabo de Hornos el pasado 27 de noviembre para pasar juntos un año de aislamiento, que dedicarán a operar esta instalación que guía a los miles de intrépidos navegantes que sueñan con cruzar el cabo más austral del planeta.

Además de mantener el faro en condiciones, el rol del marino es “prestar ayuda a los navegantes” que se atrevan a surcar las aguas tormentosas que rodean el promontorio, testigo, a lo largo de su historia de 900 naufragios y más de 10.000 muertes.

Aguayo, quien actualmente ostenta el título de alcalde de mar de cabo de Hornos, asegura que fueron sus hijos quienes lo empujaron a postular para este puesto de trabajo, pues era la única manera de pasar un año entero a su lado, algo que, por su profesión, “es muy complicado”.

La isla, de 30 kilómetros cuadrados de superficie, está solo habitada por albatros, caranchos y lobos marinos que encuentran refugio en este brazo de naturaleza agreste fuera del mundo.

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El frío entumece. En el horizonte se levanta la isla de Hornos y a sus lomos se divisa una casita color coral. En ella, ajena a tanta hostilidad, transcurre la apacible vida de una familia que no extraña la civilización. (EFE)

El paisaje es yermo, solo la turba y algunos arbustos se atreven a colonizar estas laderas de los confines del planeta, que hace solo cuatro siglos eran tierra de nadie y carecían de puntos cardinales.

“Nunca me pasó por la cabeza que algún día viviría en un lugar así, siempre me imaginé cerca de mis papás y de mi familia”, dijo a Efe Natalia Rodríguez, la esposa del sargento Aguayo, quien confesa que, a pesar de la soledad, su familia vive “feliz en el fin del mundo”.

La casa en la que habitan, levantada en 1991 alrededor del faro, posee tres habitaciones, una sala de radio y equipos para medir y transmitir los datos meteorológicos. Un refugio confortable y con calefacción donde el olor a torta casera se entremezcla con la música de los dibujos animados que dan en la televisión por satélite.

“En realidad no estamos tan aislados; tenemos internet, televisión y teléfono y hablamos a menudo con nuestros familiares”, manifiesta el sargento, quien además explica que actualmente tienen que dar la bienvenida a un goteo constante de turistas que viajan en los cruceros australes.

“Desde el pasado diciembre han llegado alrededor de 4.000. Ha sido como una fiebre, todo el mundo quería pisar el cabo de Hornos en el 400 aniversario de su descubrimiento”, agrega Aguayo, quien asegura que en estos dos meses ha practicado más inglés que nunca.

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Algunos de los cruceros también les traen frutas y verduras frescas pero las provisiones fundamentales les llegan cada dos meses a bordo de una embarcación de la Armada de Chile.

En el verano austral Natalia ejerce de guardaparque y guía a los turistas a través de esta superficie vacía atravesada por dos kilómetros de pasarelas de madera. Los lleva hasta el monumento al albatros en vuelo, levantado en 1992 en honor “al alma olvidada de los marinos muertos”.

Durante el resto del año se encarga de hacer de profesora de Montserrat y Vicente, quienes cursan último año de parvulario y segundo de básico, respectivamente. “Los niños son felices aquí”, dice Natalia, quien explica que los días en los que hace buen tiempo salen fuera a jugar por los cerros bajos poblados de arbustos.

Cuando el viento ruge a 200 kilómetros por hora y graniza con fuerza se quedan en casa. Desde la seguridad del hogar, Natalia y José observan por la ventana del comedor el espectáculo que ofrece el desbordante mar embravecido.

Vicente y Montserrat, en cambio, prefieren inventar juegos y mundos imaginarios con los que llenan los noventa metros cuadrados de la más pura cotidianeidad, indiferentes a su posición en los mapas. EFE

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