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Día de Duarte
Día de Duarte

El beso de la gloria

... La ciudad de Santo Domingo esperaba ansiosamente desde hacía varios días la llegada del iniciador del movimiento separatista. Varios miembros de la Junta Central Gubernativa habían ofrecido un valioso obsequio al primero que avistara en el horizonte el navío. Algunas personas entre ellas un lobo de mar a quien se daba popularmente el nombre de “Pedro el Vigía”, velaba a toda hora desde las atalayas del puerto del Ozama. La circunstancia de haber entrado el buque en la ría después de la medianoche, dio lugar a que el arribo se efectuara en silencio. Los tres proscritos quisieron saltar en seguida al muelle para dirigirse a sus hogares. Pero el capitán de la “Leonera”, el ilustre marino Juan Alejandro Acosta, pidió a los viajeros que permanecieran a bordo hasta el siguiente día porque su deber era dar parte primero de la llegada a la Junta Central Gubernativa. El capitán de la nave bajó luego al muelle y se internó embozado en la ciudad silenciosa. Sólo Pedro el Vigía se dio cuenta a última hora del arribo de aquel buque que llegaba rodeado del mayor misterio, y siguió discretamente los pasos a Juan Alejandro Acosta. El gran marino atravesó la Puerta de San Diego y subió hacia la calle “Isabel la Católica” para dirigirse a la morada de doña Manuela Diez viuda de Duarte. Su seguidor le vio golpear en una de las ventanas de la casa número 96 de la calle de “El Comercio”, y pocos minutos después tropezó con Vicente Celestino Duarte, que corría en dirección al muelle. Estos indicios bastaron a Pedro el Vigía para adivinar el sentido de tales actitudes, y sin perder tiempo empezó a golpear con sus anteojos las puertas del vecindario y a gritar a voz en cuello: ¡Albricias, albricias, el general Duarte ha llegado!”. Sorprendida en su lecho por los gritos de Pedro el Vigía, la ciudad entera despertó alborozada. Las luces se fueron encendiendo como por encanto, y en muchos hogares, a pesar de lo avanzada de la hora, se adornaron las ventanas con banderas. La casa de doña Manuela Diez fue invadida por una multitud fervorosa. La gente acudía en espera de que el apóstol llegara de un momento a otro. Tomás de la Concha, prometido de Rosa Duarte, puso término a la expedición general anunciando que el desembarco no se efectuaría, según orden de la Junta Central Gubernativa, que deseaba recibir dignamente a los recién llegados, hasta el siguiente día de la mañana.

El 15 de marzo amaneció agolpada una inmensa multitud en los alrededores de la Puerta de San Diego. Una comisión de la Junta Central bajó al muelle a las siete de la mañana con el objeto de ofrecer al libertador los saludos oficiales. Cuando Duarte puso el pie en tierra, las tropas, alineadas frente al puerto, le rindieron honores, y las baterías del Homenaje lo saludaron con los disparos de ordenanza. El Arzobispo don Tomás de Portes e Infante fue el primero en estrechar entre sus brazos al apóstol y en darle la bienvenida, en nombre del pueblo y de la iglesia, con las siguientes palabras: “Salve Padre de la Patria”. El desfile desde el muelle hasta el Palacio de Gobierno se inició en medio de aclamaciones incesantes. Al pasar la comitiva por la Plaza de Armas, se levantó de improviso un clamor unánime para pedir a la Junta Central Gubernativa que confiriera al prócer el título de General en Jefe de los Ejércitos de la República.

Desde el Palacio de Gobierno, en donde la Junta Central le entregó las insignias de General de Brigada, el Padre de la Patria se encaminó, seguido por una muchedumbre frenética, hacia la casa que ocupaba su familia en la calle de “Isabel la Católica”. El nuevo desfile, revestido de proporciones apoteóticas, fue un acontecimiento nunca visto hasta entonces en la Ciudad Primada. Banderas flameantes, bordadas en aquellos mismos días de embriaguez patrióticas, lucían en las puertas de todos los hogares. Los vítores al caudillo de la separación atronaban el espacio, y de todas las bocas salían bendiciones para el patriota sin mácula que rescató el territorio nacional del dominio extranjero.

En el hogar esperan al Libertador su madre, doña Manuela Diez, y sus hermanas, convertidas desde el amanecer del 27 de febrero en centro de la devoción del pueblo, que veía reflejada en aquellas mujeres la gloria del recién llegado. El traje negro que vestía la anciana avivó de golpe en la memoria del apóstol el recuerdo del desaparecido. En medio del júbilo general, del entusiasmo de los viejos discípulos de “La Trinitaria” y de los vivas de las multitudes aglomeradas ante la casa del Padre de la Patria, aquel recuerdo dominaba el ambiente y se sentía flotar en todas partes como un huésped incómodo. Doña Manuela y sus hijas compartían, con más título que nadie, la alegría de la ciudad embanderada. Pero el dolor aún reciente, no les permitía gozar en toda su plenitud del entusiasmo y el fervor generales. Fue preciso que José Diez y Ramón Mella hicieran a la viuda y a las huérfanas reconvenciones cariñosas para que abrieran al pueblo las puertas de su hogar en duelo y participaran también de las satisfacciones de aquel día de júbilo…

Aunque el recuerdo de su padre, a quien una muerte prematura no permitió gozar del triunfo de su hijo ni de la independencia de la patria, ennegrecía el pensamiento de Duarte, fue aquél sin duda el único día feliz para este hombre limpio y virtuoso. Fue el único de toda su vida en que se sintió unánimemente querido, y en que fue festejado. El 15 de marzo de 1844 fue también el único día en que tuvo la sensación de haber recibido sobre la frente el de la popularidad, y el beso menos cálido pero más duradero de la gloria.

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