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En recordación de Aleyda Fernández

Un nutrido grupo de periodistas de San Francisco de Macorís recién elevó al Ayuntamiento de esa localidad una petición solicitando la designación de una calle de esa población con el nombre de Aleyda Fernández Pantaleón. La noticia me llenó de alegría. El reconocimiento es más que meritorio. Sin embargo, la mayor parte de los dominicanos ignora quién fue Aleyda Fernández.

En la década de los años setenta un joven francomacorisano me la presentó señalando que se encontraba a punto de finalizar su carrera de licenciatura en comunicación social (periodismo) en la UASD. Confieso que ese último detalle me causó extrañeza y al mismo tiempo pena. Aleyda era una jovencita preciosa y pequeña como un ángel; de voz tan delicada que obligaba al esfuerzo para poder escucharla; de mirada dormitada y tímida como de una novicia y de ingenua sonrisa.

Por todos esos detalles que reflejaban indefensión me causó pena que aquella joven tan tenue eligiera la carrera de periodista y aunque naturalmente no podía expresarlo, le auguré en silencio su tremendo fracaso. Aquellos eran días muy difíciles en la vida de nuestro país; de inseguridad extrema, de represión continua y de movilización obrera y estudiantil permanente contra la política represiva y de brutal violencia gubernamental. Estoy hablando de los momentos más tenebrosos del régimen de los doce años del Dr. Balaguer, de los días inaugurales de la terrible "banda colorá".

Poco antes de culminar su carrera Aleyda consiguió empleo en el Listín Diario y su primer trabajo publicado fue el fruto de una investigación sobre el tema de la salud en nuestro país. Aquel era un estudio de prosa acuciosa y al mismo tiempo dolorosa. Esa crónica me sacó de cuajo de mi errática opinión original sobre el destino de esta muchacha como periodista.

Luego continúe prestando atención a sus crónicas y reportajes y comprendí entonces que aquella niña tierna, frágil y sutil, era en verdad toda una extraordinaria mujer, inteligente, capaz, responsable y de una sensibilidad poco común. Por tales cualidades su paso por el periodismo fue ejemplar. Su labor, recogiendo no pocas veces vibrantes denuncias contra los abusos de los jefes policiales y militares del balaguerato, le granjearon una acentuada admiración dentro de los sectores democráticos que luchaban contra aquel régimen de opresión.

Esa vertical conducta de Aleyda la situaron en la mirilla de los intolerantes cuerpos represivos del gobierno y de los políticos de la extrema derecha nacional que tenían su asiento en el Palacio Nacional.

Una mañana de febrero de 1971 en una acción que lucía más bien una misión guerrera en Vietnam, un comando mixto de la policía y del ejército irrumpió violenta y sorpresivamente en el pequeño apartamento donde residía Aleyda junto a su hermana Evita, estudiante de economía y luego de echar por el suelo el contenido de armarios, baúles y maletas, cajas y cajones, tras la búsqueda infructuosa de armas y de literatura "comunista", lectura prohibida por el gobierno, la dos hermanas Fernández Pantaleón, y también la trabajadora domestica, Carmen Santos Peña, fueron apresadas y de inmediato aparatosamente conducidas al Palacio de la Policía. Allí permanecieron varias semanas en prisión e incomunicadas hasta de sus padres y familiares.

La respuesta en protesta de la prensa nacional e internacional contra la prisión de Aleyda y su hermana fue unánime y el diario donde laboraba en aquel momento, el desaparecido vespertino "Última Hora" y también sus compañeros de labores del noticiero de Radio Cristal, no descansaron un solo día en el reclamo de su libertad, destacándose en esa labor el brillante articulista Gregorio García Castro, salvajemente asesinado poco después por un esbirro de la policía.

Las acusaciones contra Aleyda y su hermana Evita, movieron risas a todo el mundo: "Asociación de malhechores, colaboradora del MPD con el propósito de secuestrar diplomáticos y posesión ilegal de armas de guerra", detalle este último que se redujo a la mención en el expediente policial de un revolver que no encontraron en el allanamiento a su hogar, arma que portaba en vida con permiso legal su padre, recién fallecido, y que celosamente guardaba su viuda como recuerdo, a ciento sesenta kilómetros de distancia, es decir, en su residencia de San Francisco de Macorís.

Pero lo que estoy narrando y que parece más bien un cuento no terminó como era de esperarse con un descargo de la justicia y la puesta en libertad de las muchachas apresadas. El régimen balaguerista, sin posibilidad alguna de justificar el mantenimiento en prisión de Aleyda, al sentirse acorralado por el crecimiento de las protestas decidió entonces su deportación a España.

Aleyda permaneció en la patria de Cervantes hasta mayo de 1973, cuando le fue permitido retornar a su país.

Justo es reconocer que Aleyda formó para de un conjunto inolvidable de intrépidas jóvenes periodistas que principiaron sus labores en nuestros medios informativos como simples reporteras y que arriesgaron no pocas veces sus vidas y permanentemente la tranquilidad de sus familiares, y que cruzaron por nuestras calles y por los peligrosos callejones barriales en aquellos días de barbarie balaguerista, erguidas y solo armadas de sus cámaras fotográficas, de sus plumas y su amor a la libertad, luchando con firmeza ejemplar para informar por la radio y la prensa escrita sobre los horrores del "régimen de los doce años", contribuyendo así a forjar el ambiente democrático que hoy disfrutamos.

En estos momentos en que escribo estas cuartillas para felicitar a los periodistas de San Francisco de Macorís por el justo reconocimiento que solicitan para Aleyda Fernández Pantaleón, es oportuno recordar que brillaron como ella con igual talento, arrojo y decoro: Elsita Expósito, Pía Rodríguez, Clara Leyla Alfonso, Minerva Isa, Dania y Virginia Goris, Eunice Lluberes, Ángela Peña, Elsa Peña Nadal, quienes también merecen reconocimiento. Pero esta vez en vida, no como ocurrió con Aleyda, quien falleció penosamente olvidada el 23 de febrero del año 2005 en Cenoví, un campito de San Francisco de Macorís, la tierra que la acogió al nacer y donde aprendió a soñar cuando niña mientras jugaba con las mariposas, con un mundo diferente.