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La telaraña urbana

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La telaraña urbana

Antes en las urbes el ser humano se movía en el espacio abierto; veía árboles, pasto lozano y encendido según el tono de las nubes, sentía el fluir del viento, o percibía las llamaradas del sol. Y en la noche se desplegaba el escenario inmenso de miríadas de estrellas que le hacían guiños insinuantes, convidaban a soñar, a mirar con añoranza la lejana luna, los diminutos astros celestes que brillaban, y a reposar el cuerpo cansado y adolorido por el trajinar rutinario, reclinado en la contemplación al desnudo del maravilloso espectáculo del universo.

Y todo aquello era gratificante a los sentidos y reparador de la psiquis individual y colectiva.

Ahora, eso ha cambiado. El panorama se ha tornado oscuro y asfixiante.

En la gran ciudad una pared choca con la otra en medio del asfalto oscuro y degradado. Y la mirada se agota entre lo gris del cemento, lo poluto del humo cargado de tóxicos emitidos por industrias y vehículos, y acorta su recorrido profundizando la angustia creciente del ser que se afana en querer ver hacia un horizonte que se esconde, escapa, huye.

Y lo peor es que por el aire, encima de las calles sucias, monótonas y estridentes, cargadas de ruidos infernales, se ensancha la madeja que agobia, elaborada poco a poco, palmo a palmo, adosada a las viviendas, montada en postes secos, grises, plomo. Y lo enreda todo, formando conglomerados espectrales.

Ya aterran los hilos sombríos por los que se desplazan con sigilo las arañas gigantescas. Conmueve verlas enarbolar sus ponzoñas fulminantes y moverse a lo largo de tantos alambres, cables gruesos, medianos, finos, eléctricos, de fibra óptica, de acero, cobre, y aleaciones múltiples, en desplazamiento dantesco y alucinante.

Con el paso del tiempo se han convertido en monstruos venenosos. Y cada año es más febril su actividad de tejer hilos, conectar alambres, ensartar cables, monótonos, repetidos, redundantes, a la velocidad en que crece la ciudad, que es la misma con que se multiplican las arañas asesinas.

Estremece contemplarlas meciéndose en sus propias telarañas, reforzadas con las cenizas humedecidas del extracto de los mortales que sucumbieron a su influjo desquiciante, exprimidos en sus esencias, y convertidos en bagazos humanos desechables.

Cada alambre que se conecta al lado y encima de los que ya existen, aglomerado, agranda el peligro, afea la ciudad, deteriora el medio ambiente, degrada el espíritu, erosiona la ilusión de vivir de los simples, y ya tristes, acongojados, e impotentes ciudadanos.

Está anunciado que, así como algún día terminará el mundo por la fuerza del desbalance y reajuste sideral, antes de eso, mucho antes, morirán asfixiadas, sincopadas, las ciudades basureros, estercoleros, plagadas de ruidos, pobladas de sordos, condenadas por su incapacidad para auto gestionarse, ahogadas por el desorden que todo lo llena, gangrenadas por la gula que termina en diabetes colectiva; mutiladas.

Y ya puede verse a las arañas gigantescas recorriendo las amplias y entrelazadas autopistas de alambres de la ciudad. Asidos a los cables se observan robots humanos descafeinados, descremados, desnatados, provistos de escaleras y cascos protectores, que las ayudan en la labor de seguir poniendo un cable aquí, otro más allá, transfiriendo imágenes, sonidos, conexiones de internet que comunican con el mundo al tiempo que incomunican con los vecinos, y atrapan al humano en la cárcel de varias paredes que forman su hogar.

Astutas, se resguardan, se conservan al acecho.

Lo que amenaza a las urbes ya no es solo el espectáculo grotesco de la telaraña de alambres que ronda los rascacielos millonarios, rebajados de valor por la incesante arrabalización tecnológica. No. No es eso.

Nadie quiere darse cuenta. Es que las arañas están cercando la ciudad como a un rebaño de ovejas, no con púas ni con verjas laterales. Lo hacen desde arriba, a partir de la maraña de alambres colgados de los postes.

Esos alambres están formando un techo entretejido sobre la ciudad. Y, cuando esa obra concluya, no se verá la luz del sol, ni tampoco los candiles.

Entonces comenzará a operar la gran prensa mecánica confeccionada por las arañas gigantescas. Y empezarán a apretar, a oprimir hacia abajo. A bajar el techo de alambres entrelazados de la misma manera como se hace caer el telón en un teatro. Y la poderosa maquinaria no parará hasta que la ciudad y sus habitantes queden comprimidos, aplastados por los potentes cables, y convertidos en alimentos suculentos, en líquidos purulentos.

Salvo que alguna autoridad, descontaminada de populismo y complacencias interesadas, pueda defender a los ciudadanos que habitan en la urbe y preservarla de tan fatal agresión. Pero, para entonces, quizás resulte demasiado tarde.

edogarmi.fullblog.com.ar