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De la interpretación: confesiones de un crítico insipiente (2 de 5)

Comencé siendo -a fuer de bien criado debo admitirlo- un crítico cáustico, mordaz. A ese período caracterizado por el desfogue apasionado, por irreprimible crudeza verbal en lo atinente a poner de resalto lo que estimaba -tal vez con desatino- penurias, taras y descarríos en las obras que tenían la desdicha de caer bajo mi poco indulgente mirada, no me luce inapropiado llamarlo la etapa de la mandarria. En esa fase, que se prolongó bastantes años, para el que estas líneas borrajea fungir de crítico consistía en empuñar una mandarria argumental y caer a mandarriazos a aquellas desventuradas criaturas que cometían el imperdonable delito de publicar libros -poemas, cuentos, novelas, etc.- horros por completo de aliento o de pintar cuadros y tallar imágenes en los que imaginación, sentimiento y gracia brillaban por su ausencia o de perpetrar sobre el escenario bodrios incalificables, cuya única virtud estribaba en poner de manifiesto la incompetencia y falta de profesionalismo de quienes en ellos participaban.

Fui -admitámoslo- híspido, cortante, inflexible. El tenor de la crítica que entonces desplegaba lo menos que podía calificarse era de corrosivo... Y yo me divertía, porque en verdad era muy entretenido fustigar las patentes infracciones al sentido común, a la moderación y al decoro, para no hablar de la espiritualidad y la belleza, en que los sedicentes creadores de nuestro corral isleño incurrían con desesperante prodigalidad. Mi garrote crítico nunca estuvo, por lo demás, falto de víctimas a las que asestar golpes contundentes, pues si algo podemos tener por cosa averiguada es que en materia de arte y literatura (me temo que en los demás renglones también) las realizaciones desvaídas, torpes, cuando no gravosas de puro insubstanciales superan con mucho en número a las contadas cuyas fascinadoras prendas constituyen motivo de legítimo y permanente regocijo.

Una puntualización viene sin embargo al caso en este recodo de la senda de biográfica rememoración por la que nos estamos enrumbando: lo que hoy me contraría e indispone cuando hago un retrospectivo repaso de aquellos lejanos días de exegeta desafiante y pugnaz no son las ideas o los principios en los que se cimentaba mi crítica -que todavía sigo teniendo por plausibles-, ni da pábulo tampoco a mi retractación el supuesto de que haya errado el blanco o me haya excedido al condenar a determinados autores y obras, pues con toda honestidad opino que en lo esencial las reprobaciones que en aquel período acudieron a los puntos de mi pluma estaban perfectamente justificadas. No. Lo que no condice con mi actual concepción del ejercicio crítico es el estilo de aquellas evaluaciones, que hallo innecesariamente agresivo y brusco. A la impetuosidad propia de la juventud o quizá al vanidoso deseo de mostrarme intelectualmente superior deben ser abonados esos pésimos modales literarios. Empero, no considero ocioso hacer énfasis en el hecho de que la beligerancia y encarnizamiento de la crítica a que me entregaba en la etapa aludida en ningún momento me hicieron resbalar por la delictuosa pendiente de la detracción o del "argumentum ad hominem". Mis reconvenciones -llamémoslas así- se dirigieron siempre al quehacer artístico y al resultado de parejo quehacer. Lo que de continuo puse en tela de juicio cuando un producto pretendidamente estético no cumplía con mis expectativas en el orden de la expresividad fue la ineptitud de su fabricador y la desmedrada calidad del objeto creado. Y de ordinario (salvo que se tratase de una simple reseña informativa hecha a humo de pajas) me empeñaba en establecer y aclarar las causas de que la obra examinada quedase muy por debajo de los estándares de la excelencia.

Como era lógico esperar -otra reacción hubiera sido inusitada- los cachiporrazos que en mis análisis repartía a diestra y siniestra tuvieron por secuela que la cantidad de quienes me adversaban con ardorosa y asidua antipatía se incrementara considerablemente, pues ni el autor criticado ni sus amigos podían perdonarme el atrevimiento de exponer en letra de imprenta indiscreta e inoportuna la ínfima estimación que confería a los frutos de su labor. Porque -esa fue la lección que rápidamente hube de asimilar- no hay predio con más propicias condiciones para que florezca la arrogancia que el del arte y la literatura; y también aprendí que el engreimiento de la gente de pluma (y en general de la clase artística) era tanto más hinchado y pomposo cuanto menos originalidad y destreza demostraba poseer el dómine que presumía de poeta, comediante, bailarín, músico o pintor... En la esfera de los emprendimientos culturales vanagloria y mediocridad suelen ir de la mano. Por lo que juzgo no es menester buscar en ninguna otra parte la razón del enojo -¡qué digo enojo!-, de la furiosa indignación, de la cólera desbordada que mis ácidos y punzantes comentarios desataban. Comprobé así por modo reiterado que el escritor desasistido de otro atributo que no sea el de la presunción, con más facilidad acepta que sin misericordia saquemos a orear sus acciones vitandas que se le rebaje a guisa de creador declarando que es un lírico deleznable o un insignificante novelista.

Ahora bien, para poner las cosas en punto de verdad procede traer al palenque de esta cuartilla que el que estas rememoraciones estampa -en ello va nuestro crédito- no dejó de encarecer en el período de la mandarria de que nos estamos ocupando, los trabajos de ciertos creadores de nuestra casta y solar, y cuando lo hice no escatimé el encomio ni soslayé ninguno de los señalados primores que en dichos trabajos advertía, pues no fue costumbre mía pesar las loas en balanza de farmacéutico.

Mas los días, los meses y los años con su habitual contumacia transcurrieron. Y no embargante mi corto vuelo intelectual, terminé percatándome de dos cosas: primero, que exceptuada la satisfacción harto infantil de expresarme como reza la fórmula coloquial "sin pelos en la lengua", el ademán espinudo, hirsuto de la crítica que hasta ese momento desarrollaba, por superfluo y contraproducente no tenía razón de ser; y segundo, que no valía la pena continuar empeñándome en asestar azotainas verbales a los autores de poca monta y a sus deleznables producciones porque sobre que eran legión y no había nada más tediosamente parecido a una obra insípida que otra obra sosa y deslucida, pareja ocupación me hurtaba el tiempo y la energía que hubiera podido emplear en proyectos intelectuales de mayor calado, pertinencia y alcance.

Maduré. Dejé atrás la etapa del garrote. Ahora, salvo circunstancias muy excepcionales, me inclino a colocar bajo mi lente crítica solo aquello que me atrae; y cuando acude a mi péndola la condena, la recriminación o el reparo, es para fustigar en términos generales, sin hacer mención de nadie en particular, conductas literarias y artísticas que juzgo desacertadas, infaustas, ominosas.

Prosigamos, que del tema en que nos hemos aventurado queda bastante más que el rabo por desollar...

dmaybar@yahoo.com

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