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Julia de Burgos: diez acotaciones apologéticas en torno a su poesía (7 de 10)

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Julia de Burgos: diez acotaciones apologéticas en torno a su poesía (7 de 10)

En el prólogo (todos los que escribiera son memorables) que sirve de suculenta entrada a su poemario “El otro, el mismo”, el nunca suficientemente ponderado Jorge Luis Borges confesaba: “al rever estas páginas, me he sentido más cerca del modernismo que de las sectas ulteriores que su corrupción engendró y que ahora lo niegan.” Y en el mismo escrito, en párrafo algo anterior al que acabo de citar, asienta un nada velado reproche a los autores cuya fundamental preocupación estriba en alumbrar obras que pasen por inusitadas cuando de esta guisa reflexiona: “Los idiomas del hombre son tradiciones que entrañan algo de fatal. Los experimentos individuales son, de hecho, mínimos, salvo cuando el innovador se resigna a labrar un espécimen de museo, un juego destinado a la discusión de los historiadores de la literatura o el mero escándalo, como el Finnengans Wake o Las Soledades.”

Aprovecho lo afirmado por el perspicuo escritor bonaerense para, antes de proceder a una postrera referencia distraída de otro de sus afortunados poemarios, hacer constar que la poesía de Julia de Burgos se sitúa en las antípodas del quehacer literario de cuantos se afanan en distinguirse a todo trance, aun cuando para ello deban pagar el precio exorbitante de la extravagancia; y esto porque sabe Julia muy bien que para sobresalir no es preciso acudir a lo estrambótico sino sentirse a gusto con una forma de decir –en lo que a ella concierne el Modernismo- que le proporcione idóneo cauce a la plena y profunda expresión de su alma exquisita de mujer y de artista. Lejos de su ánimo está el infantil propósito de escandalizar, y lo que escribió, como lo hizo no con tinta de pomo sino con la sangre y fibra de su ser, no fue dado a la luz para entretención del cenáculo de eruditos historiadores al que hace Borges irónica mención, sino para regocijo de cualquier individuo cuya sensibilidad no se muestre refractaria a los siempre bienvenidos favores de las musas… Si páginas de poesía hay que nada se asemejan a especímenes de museo, las de Julia de Burgos ameritan ser en ese número incluidas.

La cita del ineludible literato porteño con la que algo más arriba amenacé al lector es esta: “… si me obligaran a declarar de dónde proceden mis versos, diría que del modernismo, esa gran libertad, que renovó las muchas literaturas cuyo instrumento común es el castellano y que llegó, por cierto, hasta España.”

Más claro no canta el gallo ni entre las piedras murmura el agua de manantial. Las palabras de Borges que vengo de reproducir, extraídas del prólogo a los versos de su libro “El oro de los tigres”, no tienen desperdicio por lo que hace a la vindicación del movimiento modernista, al que los adictos a ultranza de la novedad tildan despreciativamente de vetusto, trasnochado y obsoleto. Empero, es esa supuestamente anacrónica corriente literaria la que el genial fabulador de historias de espejos y laberintos asume de manera para nada ambigua a título de ascendiente autorizada; y, por un parejo, es a la tradición modernista a la que a no dudarlo se vincula la trayectoria lírica de Julia de Burgos.

Si damos por cierto, como propala la impertinencia crítica de los rezagados epígonos del vanguardismo, que el Modernismo nada tiene en su haber que consiga espolear la imaginación de los escritores de hoy día, entonces para desmentirlos me basta remitir a quienes así piensen a la espléndida creación poética de Borges o de Julia de Burgos. Y de nuestra antillana cantora pondré punto final a esta nuestra quinta acotación apologética, trayendo a las hojas del cuaderno que con mortificante obstinación garabateo (cosa de seguir subrayando su modernista filiación) unas pocas estrofas hermosísimas de su poema AMANECIDA: “Soy una amanecida del amor…//Raro que no me sigan centenares de pájaros/picoteando canciones sobre mi sombra blanca./(Será que van cercando en vigilia de nubes la claridad inmensa donde avanza mi alma)//Raro que no me carguen pálidas margaritas/por la ruta amorosa que han tomado mis alas./Será que están llorando a su hermana más triste,/que en silencio se ha ido a la hora del alba.)//Raro que no me vista de novia la más leve/de aquellas brisas suaves que durmieron mi infancia./(Será que entre los árboles va enseñando a mi amado/los surcos inocentes por donde anduve, casta…)//Raro que no me tire su emoción el rocío,/en gotas donde asome risueña la mañana./(Será que por el surco de angustia del pasado,/con agua generosa mis decepciones baña.”

No advierto nada de estridente o extraño en las cuatro estrofas que, puesto a ejemplificar la índole del estilo poético de Julia, distraje de una de las composiciones recogidas en la antología a la que párrafos atrás aludiera… Ni en el léxico, exento por completo de expresiones sorprendentes o de palabras rebuscadas, ni en el dulce y despacioso fluir del verso alejandrino del que se enseñorea la aeda puertorriqueña con natural destreza, ni en el temperado gorjear de la rima asonante que esperan golosos los oídos y que llega puntual a nuestro encuentro, ni en la nostálgica visión de idílicos perfiles que su decir esboza hallaremos nada que por su exotismo o anomalía incite a la perplejidad.

Y sin embargo, cuánto lirismo de irresistible pujanza, cuánto refinamiento y transparencia, cuánta nobleza elocutiva que dan testimonio fehaciente de un plectro de tan portentosa personalidad que sin proponerse ni por un instante exhibir sus virtudes ubérrimas ocurriendo a espurias estrategias retóricas, se muestra capaz de hacer que los comunes “vocablos de la tribu”, expuestos siempre al desgaste del uso y de los años, adquieran en su voz timbre de eternidad.

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