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Y tú, ¿ya compartiste con tus hijos?

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Y tú, ¿ya compartiste con tus hijos?

Domingo, cuatro pe eme. Me embarco junto a mi familia (esposa y dos hijos) a la primera tanda del cine. Al llegar, decidimos ver “Los pingüinos de Madagascar”, los únicos dibujos animados en cartelera. Pagamos las boletas y entramos a la sala; ya los avances han comenzado. La luz que irradia de la pantalla ilumina a todos los presentes, dejando entrever una sala abarrotada de niños. Niños que ríen, que comen, que hablan con otros niños, que se burlan del anuncio que acaba de salir en pantalla, que están atentos, a la expectativa de que comience la película. Junto a ellos, no veo padres. Busco entre la sala tenuemente iluminada, pero no; no los veo.

Al mirar con más atención, noto que los niños andan con sus nanas. Nanas que tratan en vano de que los niños hagan silencio, de que se beban sus refrescos sin volcárselos arriba, de que no se ensucien la ropa con la mostaza y la mayonesa de los hot-dogs. Nanas, que uniformadas con blusas tapizadas con las figuras de Mickey Mouse y el Pato Donald, han sido pagadas para que sustituyan la presencia de docenas de padres que no están aquí. Miro el reloj y confirmo la fecha. Si; hoy es domingo, cinco pe eme. Miro a mi esposa, que al igual que yo se ha dado cuenta de la situación, y le pregunto “¿amor, por qué somos los únicos padres en la sala?”. Ella busca mis ojos entre la penumbra, y al encontrarlos, dice “no entiendo”.

Al terminarse la película, cruzamos a “Funny Factory”, un parque infantil diseñado para niños entre 6 meses y cinco años, apto para la edad en que se encuentran mis hijos. Al entrar (aunque no para mi sorpresa), me encuentro con la misma escena del cine: muchos niños, muchas nanas y pocos padres. Me arrincono en una de las esquinas junto a uno de mis hijos, y mientras mi esposa juega con el mayor, doy una vuelta para medir la magnitud de lo ya percibido. Después de un par de minutos, termino la cuenta: diecisiete nanas, cuatro madres, dos padres y treinta y cuatro niños.

Vuelvo a sentarme en mi rincón consternado. Si fuera la primera vez que viera esta dinámica, la situación no me preocupara. Si lograra convencerme de que he venido al cine en un día especial, y que esto no fuera la norma, quizás no tuviera la motivación para escribir este artículo. Pero como no es así, y como he visto lo mismo en las clínicas pediátricas, en los parques, en las iglesias, en los restaurantes, en la salida de los colegios, en los cumpleaños, en los centros comerciales, en casa de los vecinos, en las calles, durante las mañanas, las tardes, las noches, los días de semana y los días de fiesta, hoy puedo decir con toda seguridad que miles de padres en nuestro país están contratando nanas para que críen a sus hijos.

Y cuando digo esto, no me refiero a esos padres que contratan ayuda para que los asistan de lunes a viernes mientras trabajan. Me refiero a esos padres que aún teniendo tiempo libre, prefieren realizar otro tipo de actividades en vez de estar con sus hijos. Me refiero a esos padres que un domingo en la tarde, en vez de estar ansiosos por compartir tiempo de calidad con su descendencia, prefieren entregárselos a madres sustitutas para ellos realizar otras actividades que quizás consideran más placenteras. Me refiero a esos padres que cuando salen del trabajo, buscan mil razones para no llegar a sus hogares (happy hours, gimnasios, clases, etc), y cuando finalmente llegan con la noche en sus espaldas, ya sus hijos duermen; ya han sido bañados, cenados, entregados ciegamente a una legión de mujeres que se encargan de todas sus necesidades vitales. Y los padres se van a la cama cuestionándose (o por lo menos, eso espero), sintiendo la culpa encresparse por sus venas, tratando de justificar su desapego sin encontrar una razón válida que amerite su comportamiento.

Desde mi esquinita, observo los rostros de las nanas. La mayoría están cansadas, apesadumbradas, como si se encontraran en cuerpo pero no en alma, corriendo detrás de niños inquietos, y que en algunos casos, parecen no poder dominar. En qué pensarán estas mujeres, me pregunto, que en vez de estar con sus hijos, hoy tienen que cuidar los hijos de otros. Que pensarán los hijos de estas mujeres, que en vez de estar con sus madres un domingo en la tarde, hoy se la pasarán con el vacío de su ausencia, quizás con una tía, con una abuela, o rondando por las calles de sus barrios tratando de no pensar en ellas, que raras veces ven.

Y mientras veo a los niños correr desde mi esquinita, gritando como solo se hace a los cinco años, puedo ver esa infancia tan pura que va corriendo hacia una adultez a toda velocidad, y me pregunto que pensarán de sus padres de aquí a veinte años, cuando se vuelvan hombres y mujeres encargados de sus propias familias. Me pregunto si en sus memorias de infancia estarán allí los rostros de sus padres, o por ellos, habrá una docena de rostros de las nanas que pasaron por sus vidas. Me pregunto si ellos acompañarán a sus hijos al cine los domingos en la tarde, o si al igual que sus padres, les pagarán a otras para que lo hagan. Pero las respuestas, por más que trato de imaginarlas, me eluden. Solo el tiempo lo dirá, y le pondrá un precio a las ausencias de los que crían a control remoto. Hoy, solo me queda preguntar: y tú, ¿ya compartiste con tus hijos?