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Un país que espera

Somos un país que espera. Literalmente. No en el sentido de tener expectativas o albergar esperanza. Esperar del verbo "¿a qué hora viene?"

Había una vez un presidente que llegaba siempre con dos horas de retraso. Nada de qué alarmarse, si piensa que normalmente usted espera dos días con el agua por el tobillo a un plomero que "ya salió para allá". ¿Dos días? Eso no es nada, comparado con las dos semanas que pasa esperando su carro que "ya casi está". ¿Dos semanas? No si se trata de un banco. Puede esperar hasta dos meses para recuperar el dinero que usted ya pagó, aunque el cargo en la tarjeta era injustificado. ¿Dos meses? Eso sería un récord de entrega para un ebanista: puede esperarle cuatro oyendo "ya estamos en eso". ¿Cuatro meses? Casi seis le tocará esperar a que la CAASD arregle una fuga en la esquina de su calle.

Y seis meses más o menos es lo que esperará usted para cobrar un trabajo que ya entregó. Si el deudor es el Gobierno, la espera puede fácilmente llegar a los diez.

Esperando al camión del gas, al técnico de la lavadora ("espere la llamada de uno a cuatro días laborables"), al doctor que le dio una cita a la que él llega tarde siempre.

Realmente esperar exige una inteligencia emocional específica. Es un reto que templa el carácter, porque doma la impaciencia. (Eso suena bien... pero no. En realidad es una pérdida de tiempo, horas y horas pensando en qué hemos hecho para merecer tan mal trato por algo que, además, ¡tenemos que pagar!)

IAizpun@diariolibre.com