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Judicialización de la política

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Judicialización de la política

Al adoptar su Constitución, los padres fundadores de los Estados Unidos comprendieron algo que a los europeos les tomó casi ciento treinta años comprender, es decir, que la Constitución es una ley fundamental y, en consecuencia, al decir de Alexander Hamilton, “todo acto de una autoridad delegada contrario a los términos del mandato con arreglo al cual se ejerce, es nulo. Por lo tanto, ningún acto legislativo contrario a la Constitución puede ser válido”. Pero una vez se establecía el carácter supremo de la Constitución, la lógica llevaba necesariamente a determinar a cuál o cuáles órganos les correspondía hacer valer la Constitución frente al resto del ordenamiento jurídico y demás actuaciones de los poderes públicos. Es decir, ellos entendieron que no habría supremacía de la Constitución, si no se creaban los mecanismos para hacerla valer.

Esta cuestión recibió una atención especial por parte de los redactores de esa Constitución, pues no había experiencia alguna en otros países sobre la noción de una Constitución escrita, suprema y aplicable de manera directa e inmediata. Thomas Jefferson, por ejemplo, ese genio extraordinario, pensó que cada departamento del gobierno –legislativo, ejecutivo y judicial- debía ser intérprete de las normas constitucionales que le concernían directamente. Esta posición no prevaleció, y ni siquiera fue ponderada propiamente en el debate constitucional, pues él, estando en Francia representando a la nueva nación al momento de adoptarse la Constitución, no participó directamente en el diseño y la defensa del nuevo orden constitucional. La posición que prevaleció fue la de Hamilton, quien entendió que la función de garantizar la supremacía de la Constitución debía corresponder a los tribunales de justicia, pues quienes tenían la función de aplicar la ley le debían también interpretarla, por lo que si una norma inferior era contraria a una superior (la ley a la Constitución) tenían que hacer valer la última para que la Constitución tuviera efectivamente un carácter supremo en el ordenamiento jurídico de la nación.

La razón que Hamilton dio para atribuirle esta función a los tribunales fue la siguiente: “El Ejecutivo no solo dispensa los honores, sino que posee la fuerza militar de la comunidad. El legislativo no solo dispone de la bolsa, sino que dicta las reglas que han de regular los derechos y los deberes de todos los ciudadanos. El judicial, en cambio, no influye ni sobre las armas, ni sobre el tesoro; no dirige la riqueza ni la fuerza de la sociedad, y no puede tomar ninguna resolución activa. Puede decirse con verdad que no posee FUERZA ni VOLUNTAD, sino únicamente discernimiento, y que ha de apoyarse en definitiva en la ayuda del brazo ejecutivo hasta para que tengan eficacia sus fallos”.

Con el tiempo, sin embargo, y ante el activismo judicial creciente no solo en Estados Unidos sino en muchas partes del mundo, el debate se movió en la dirección de re-balancear el excesivo poder que los tribunales de justicia, especialmente la Suprema Corte, en el caso de Estados Unidos, y los Tribunales Constitucionales, en otros países, estaban teniendo en la vida institucional de los países. Cuestiones que debían ser deliberadas y decididas por los representantes democráticos del pueblo eran decididas por nueve o doce personas encumbradas en un tribunal y sin una legitimación democrática propia. La cuestión vital que se planteó, y es uno de los temas centrales en el debate contemporáneo sobre el control constitucional, es cómo lograr que los tribunales de justicia o los tribunales constitucionales ejerzan su labor de garantizar la supremacía de la Constitución, pero sin exceder ciertos límites para evitar que este ejercicio de control termine socavando el funcionamiento de las instituciones democráticas.

Este debate está llegando a la República Dominicana. El activismo creciente de ciertos sectores de llevar a los tribunales cuestiones de naturaleza política, con el fin de evitar un debate propio en los órganos de representación democrática o en los propios partidos políticos, es una manifestación de lo que en otros países se ha denominado la judicialización de la política. El control constitucional en sí mismo tiene un carácter sanamente anti-democrático, como han reconocido muchos autores, pues el mismo significa que un órgano no electo por el pueblo le dice a los representantes del pueblo que sus decisiones son contrarias a la Constitución. El problema se presenta cuando este ejercicio de control por parte de los tribunales se hace cada vez más invasivo y socava los espacios de deliberación política democrática, como ha ocurrido en muchos países. ¿Qué hubiera ocurrido, por ejemplo, si el Tribunal Superior Administrativo hubiera dictado una sentencia prohibiéndole a las cámaras legislativas debatir un proyecto de ley tendente a la reforma de la Constitución? ¿Esta decisión hubiera sido recibida pacíficamente por los representantes del pueblo y por la sociedad en general?

El intento de judicializar la política tiene un doble riesgo: uno es que se estrechen los espacios democráticos, y otro es que los propios tribunales terminen perdiendo legitimidad, lo que en nada beneficia al sistema institucional. Por supuesto, hay momentos en que los tribunales tienen que tomar decisiones que irritan a los poderes públicos, como la más famosa de todas, Brown vs Board of Education en 1954 en los Estados Unidos, por medio de la cual la Suprema Corte de ese país ordenó el fin de la segregación racial en las escuelas, la cual tuvo que ser aplicada, en último término, con la fuerza militar. Pero este caso, como muchos otros, tenía que ver con el derecho fundamental a la igualdad y la no discriminación. En otros, sin embargo, los jueces simplemente desean “cortocircuitar” o abortar el debate democrático y adoptar ellos mismos decisiones que le corresponden a los representantes del pueblo o resolver asuntos ya decididos por los órganos representativos que por su naturaleza política deben ser dejados en el espacio que le corresponde. El buen discernimiento de los jueces en situaciones de este tipo, en las que las fronteras no están del todo demarcadas, es crucial para la legitimidad del control constitucional y de los propios tribunales, ya sean estos constitucionales o del orden judicial.