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Centauros en Puerto Plata

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Centauros en Puerto Plata

Desde los sucesos acaecidos en Haití contra Antonio Maceo y sus compañeros, los periódicos dominicanos se han mantenido informando de la situación. En Santo Domingo, el Eco de la Opinión, dirigido por el ilustre banilejo Francisco Gregorio Billini, primo y amigo de Máximo Gómez, había reflejado el drama sufrido por el héroe de Baraguá en la nación vecina. Abundaba este periódico en referencias hostiles a los gobiernos español y haitiano, lo cual provocaba las reiteradas protestas de la diplomacia española.

El 12 de febrero de 1880, al día siguiente de la llegada de Maceo a Puerto Plata, el vicecónsul Bermúdez se entrevistó con el Canciller, Federico Lithgow, y con el Presidente Luperón a fin de hacer patente su preocupación por las actividades que podría desarrollar el líder cubano durante su estancia en esta ciudad. Circulaban informaciones de una reunión, proyectada para el 20 de marzo en Jamaica, entre Maceo y el general Vicente García, líder del oriental territorio de Las Tunas, para llevar una expedición a Cuba en apoyo de sus antiguos compañeros de armas en la Guerra Grande, que se habían vuelto a levantar contra España, iniciando la llamada “Guerra Chiquita”. Con una habilidad diplomática de alto vuelo, el centauro dominicano aseguró al funcionario español su disposición a cumplir los acuerdos entre las dos naciones, no sin antes hacerle saber su disgusto con las injerencias en la política interna por parte de españoles residentes en el país.

Mientras tanto, Maceo, acostumbrado a estar siempre un paso delante del enemigo para no dejarse sorprender, poniendo en práctica lo aprendido en la organización de la inteligencia mambisa durante la guerra, envió a vigilar los movimientos del diplomático peninsular y sus acólitos. Esta vigilancia llegó a ser tan efectiva que el propio Bermúdez, en carta del 8 de marzo al Cónsul en Santo Domingo, le confesaría que “todos me aconsejan que de noche me retire temprano, pues se sabe que Maceo ha dado a varios negros el encargo de vigilar todos mis movimientos, y temo fundadamente que a traición me disparen un tiro.” Sin embargo, hombre movido por una ética irreprochable desconocida por el funcionario ibérico, Maceo no piensa asesinarlo sino neutralizarlo y desorientarlo para continuar con sus planes, por ese motivo ha hecho correr la voz de que está en la finca del general cubano Paquito Borrero, cercana a Puerto Plata, para encubrir su itinerario Montecristi-Islas Turcas-Cabo Haitiano y finalmente Puerto Plata, adonde regresa el 20 de marzo a bordo del vapor alemán Alsacia.

Vuelve el vicecónsul a entrevistarse con el Canciller Lithgow, a quien le revela el hecho inusitado de que al salir Maceo de Montecristi en sus labores claramente conspirativas, las autoridades de ese puerto dieron órdenes de impedir, durante veinticuatro horas antes y después de hacerlo aquel, la salida por mar o por tierra de cualquier persona que no fuera de confianza, en evidente encubrimiento y protección al insurrecto cubano. En el parte que le da a su superior en Santo Domingo, confiesa el diplomático su labor calculada para dividir a los cubanos, al insistir en que la guerra que se estaba librando en la Antilla mayor era una guerra de razas, similar a la que conmovió a Haití a inicios del siglo, en la que los cargos más importantes los desempeñaban hombres negros, por lo cual muchos combatientes blancos se mantuvieron expectantes o se apartaron del movimiento convencidos “de que ellos saldrían perdiendo mucho más que los españoles en caso de que llegara a triunfar la gente de color. Desde mi llegada vengo inculcando estas ideas en el ánimo de varios cubanos importantes, y por fin creo mis esfuerzos van a verse coronados por el éxito.” El racismo de este personaje supura en sus comunicaciones oficiales. Desprecia tanto a Maceo como a Luperón por negros, no sólo por nacionalistas.

El 30 de marzo llega a Puerto Plata el vapor de guerra español África, con la orden expresa de vigilar a Maceo y sus compañeros. En la entrevista que sostienen el capitán del África, Francisco Vila, y el señor Bermúdez con el presidente Luperón, le hacen saber que las autoridades españolas estarían dispuestas a entregarle a sus enemigos declarados, Buenaventura Báez y sus seguidores, refugiados en Puerto Rico, a cambio de Maceo. Luperón se niega doblemente. No consiente, por humanidad, en que se dañe así a sus compatriotas, aunque sean enemigos, ni tampoco en denigrar la dignidad de la República entregando a quien ha buscado refugio en ella. Ni halagos, ni propuestas de condecoraciones, ni amenazas veladas, hicieron mella en el recio carácter del dominicano.

Por su parte, el centauro cubano, que no ha podido ser asesinado por los espías al servicio de España, ha sido flechado por una Amazona natural de Santiago de los Caballeros: María Filomena Martínez, a quienes todos llaman La Generala. En casa de Figueredo la conoce, celebra el guerrero el relato de sus hazañas, queda prendado de esta mujer que, según la describen, debió ser la imagen viva de la hermosa y brava Anacaona. El romance trasciende. El español Francisco Otamendi, enviado por Bermúdez, le ofrece a Filomena diez onzas de oro a cambio de que cite a Maceo en un lugar de la playa donde él lo esperaría para darle dos tiros. Ella informa a las autoridades. Lo ama y lo protege. Es apresado el testaferro Otamendi y llevado a declarar frente al juez junto a Filomena y otros implicados. No alcanzan las protestas del incansable Bermúdez para sacar de la cárcel a su lacayo mientras dura el proceso. Para evitar mayores males al gobierno, ni el diplomático español ni el jefe insurrecto son llamados a declarar. Finalmente la causa es sobreseída a la espera de nuevas pruebas. Previendo un percance de consecuencias trágicas, el propio Luperón hospeda al cubano en su casa, donde lo rodea el cariño de la familia del caudillo y lo protege su guardia.

Antes de despedirse, Maceo viajará a la capital dominicana donde recibe la admiración y el cariño de hombres como Hostos, Fabio Fiallo y el propio Lilís. Gana voluntades, alista pertrechos, embarca hacia Cuba protegido siempre por el gobierno de Luperón, pero ha de desembarcar en Islas Turcas presionado por el espionaje español. Allí una vez más el azar concurrente impedirá que sea asesinado. Para salvarlo es preciso que el gobernador de Jamaica envíe un buque de guerra que lo lleve de regreso a Kingston.

Ha concluido una etapa dolorosa y preñada de peligros mayores que la guerra, pero el Titán de Bronce no olvidará jamás la solidaridad demostrada por su entrañable amigo en circunstancias tan comprometedoras para ambos, ni las hondas emociones que sintió durante su permanencia en Puerto Plata, la ciudad hospitalaria que ha devenido, por derecho propio, en capital simbólica de la idea antillanista.

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