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Corrupción, forma de gobierno y alianzas políticas

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Corrupción, forma de gobierno y alianzas políticas

“Bajo el sistema presidencial en Asia Central, las facciones elites se ponen de acuerdo en torno a un candidato presidencial antes de las elecciones y aseguran la victoria de su candidato mediante la manipulación de las elecciones. Como el costo de exclusión en este proceso es muy alto, cada facción elite es forzada a negociar con las otras facciones. Bajo un sistema parlamentario, los acuerdos entre las elites para seleccionar al jefe de estado ocurrirían con posterioridad a las elecciones, por lo que las elites primero tendrían que asegurar sus peldaños para luego ser capaces de votar por su candidato a jefe de estado... haciendo más difícil para las elites la manipulación de las elecciones y permitiendo un espacio más seguro para la oposición.” Abdukadirov, 2007

Los recientes escándalos de corrupción que vinculan a la firma brasileña Odebrecht con sobornos a Petrobras –la firma estatal petrolera de Brasil- han disparado las alarmas de atención en países como Colombia, Ecuador y Perú. No es para menos. Es difícil imaginar que una firma pudiera tener prácticas corruptas en una jurisdicción –incluyendo el apresamiento de su principal ejecutivo- y que esas prácticas no sean extensivas a otras jurisdicciones. Sin embargo, en el caso de la República Dominicana, las autoridades no han mostrado interés alguno en escrutar, al menos, las cuantiosas obras que la firma brasileña ha ejecutado y ejecuta en el territorio nacional.

Este es un ejemplo, de los tantos que pudieran ser citados, que revelan el desinterés del Estado para combatir efectivamente el azote que para la gestión pública significan las prácticas, ampliamente extendidas, de la corrupción administrativa. El problema es que cuando la corrupción se va generalizando, hasta convertirse en una cultura, no quedan estamentos ni voluntad política para minimizarla. Las consecuencias sociales y económicas son obvias: mayores niveles de pobreza y desigualdad, y un deterioro de la capacidad productiva de la economía.

Algunos estudios plantean que hay una estrecha relación entre las formas de gobierno –ya sea el sistema parlamentario o el sistema presidencial- y los niveles de corrupción. Tal es el caso del estudio de Eduardo Alicias (Parliamentarism, Freedom from Corruption, Foreign Direct Investment, and Purchasing Power Parity: The Causal Nexus, 2012), en el que plantea –luego de examinar la experiencia de 196 países- que “la forma parlamentaria de gobierno es una estructura superior para limitar la corrupción e incrementar el poder de compra per capita de la gente.” Particularmente, entiende que el régimen parlamentario tiene mecanismos intrínsecos que lo hacen más eficiente que el régimen presidencialista en contener a la corrupción. La razón es que es más fácil remover un jefe de estado que es elegido por el Parlamento que un Presidente elegido con una protección constitucional que le garantiza un período de gobierno rígidamente predeterminado. Esto se traduce en diferentes niveles de rendición de cuentas: El régimen parlamentario obliga a una mayor rendición de cuentas y el jefe de estado tiene que continuamente garantizar una mayoría para sostenerse en el gobierno. En cambio, en el régimen presidencial la rendición de cuentas no es fundamental para preservar la jefatura del Estado. Esta diferencia hace que la propensión a la corrupción sea mayor en esta última forma de gobierno.

Incluso, las agencias anti corrupción funcionan de manera diferente, dependiendo de la forma de gobierno. En un régimen presidencialista infectado de corrupción, los departamentos de lucha contra la corrupción ejercen una función meramente decorativa. Una manera más de cumplir con formalidades sin una real intención para atacar el problema en sus raíces. Y a veces es peor, pues esas agencias pudieran ser utilizadas como un instrumento para garantizar la impunidad de corruptos políticamente importantes.

Por otra parte, en el régimen parlamentario los acuerdos que dan origen a las alianzas políticas tienen una mayor vocación de ser cumplidos, debido a que el jefe de estado que no cumple con lo acordado corre el riesgo de quedarse sin mayoría y perder su posición. En contraste, en el régimen presidencialista una vez concluidas las elecciones no hay garantías de que el Presidente vaya a cumplir con sus compromisos, y lo puede hacer sin mayores riesgos, pues su período de gobierno está garantizado constitucionalmente; mientras que los aliados no disponen de mecanismos para reclamar su cumplimiento. En este contexto, las alianzas políticas son, en el mejor de los casos, una verdadera lotería. Pero, después de todo, no está del todo mal que sea así, pues muchos de esos acuerdos representan una burda repartición clientelar de posiciones públicas que tienden a convertirse en fuentes de corrupción.

La verdad es que nuestro régimen presidencial parece encajar con la conclusión de Alicias de que el presidencialismo es más permisivo con la corrupción, al extremo de que no se percibe una voluntad ni siquiera para hacer cumplir algo tan elemental como la ley de la declaración jurada de bienes. Y esto ha quedado patentizado en la política de “no tirar piedras para atrás”. Pero aún si las piedras se tiraran hacia arriba, no habría seguridad en cuáles cabezas caerían.

Pedrosilver31@gmail.com

@pedrosilver31

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