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Expertos o pueblo

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Expertos o pueblo

Con motivo del resultado del referéndum en el Reino Unido sobre la permanencia o no en la Unión Europea, John Carlin escribió lo siguiente:

“Lo que nos ha demostrado Reino Unido es que la política no es, o no debería ser, un juego frívolo; que los líderes demagogos que para alimentar su vanidad y sus ansias de poder alientan la noción de que la sabiduría de las masas es la máxima virtud de la democracia deben ser escuchados con cautela; que las decisiones de Estado son todas debatibles pero exigen que aquellos que las tomen posean un mínimo de responsabilidad cívica y un mínimo conocimiento de cómo funciona el Estado...”

En otras palabras, John Carlin se está pronunciando a favor del predominio del juicio o criterio de las élites poseedoras del conocimiento en vez de la opinión ignara, afincada esta última más en el sentimiento que en la razón.

Quizás no debería haber debate con respecto a cuál de estas concepciones debería prevalecer, pues se supone que quienes tienen la formación y la información deberían poseer los criterios y opiniones mejor fundamentados.

El asunto no es tan sencillo como parece, porque con frecuencia interviene la pasión, las preferencias e inclinaciones de los seres humanos, sesgadas de acuerdo a su filosofía de vida, compromisos políticos, y sobre todo sus intereses particulares. O, peor aún, deformaciones profesionales.

El dilema está en saber si un “experto” necesariamente actúa como tal, o si deja de serlo tan pronto se parcializa de acuerdo a su involucramiento en los aspectos materiales de la vida.

En el país tenemos ejemplos sobrados de lo que trato de ilustrar. Veamos. Los profesionales cuya especialidad es la economía de los grandes números, es decir, la macroeconomía, ¿para qué sirven?

Podría responderse, quizás no haciendo justicia a la profesión, que la mayoría de las veces estos economistas sirven para preparar posiciones y escenarios que convengan a los políticos de turno, envueltas en el halo o brillo de la ciencia, en este caso de una ciencia controvertida.

(Me excuso de antemano ante la profesión, pues asumo el riesgo de que el aguacero me enchumbe).

En argumento contrario, eso no impide la creencia generalizada en los profesionales de la economía de que el estudio y desempeño de esa profesión puede llevar a satisfacciones muy grandes, al tener la posibilidad de contribuir a la conducción de los asuntos de Estado en materia reservada a su campo de conocimientos.

De ahí las tantas visiones diferentes sobre un mismo tema.

Pero, ¿y qué decir de los líderes políticos cuando acceden al poder?

Hemos tenido gobernantes con categoría intelectual excelsa. Y, sin embargo, salvo muy pocas excepciones, aprovecharon su alto nivel profesional y visión comprensiva del mundo para deformar las instituciones y mantenerse en el poder, en vez de hacerlo para transformar la sociedad y abatir la miseria de la gente.

De ahí que haya sido una constante en la conducción del Estado la práctica de hacer perdurable la pobreza y la ignorancia, porque es el mejor caldo de cultivo para que perpetuarse en el poder llegue a parecer atributo divino.

En países con instituciones débiles siempre existirá la posibilidad de que grupos o subgrupos dentro de las elites ilustradas, con vocación de poder y ambición sobrada, impongan no sólo su visión, sino también sus intereses desbordados.

De ahí que, John Carlin sólo estaría acertado si el liderazgo se condujera de acuerdo a la razón, en menoscabo de sus propios intereses, en cuyo caso la política llegaría a ser una ciencia.

Pero ni lo es, ni nunca lo será, aunque en la medida en que los países van avanzando en la escala de desarrollo humano, los líderes tienden a apoyarse en juicios técnicos, estudios y análisis competentes, sin tanta carga parcializada.

Pero, por el otro lado, la alternativa produce horror, porque un pueblo atrasado, que no tiene idea ni siquiera de su propia existencia, menos aún la tendrá para conocer cómo mejorar su condición, pues es víctima fácil de la manipulación populista y clientelista, y podría dejarse arrastrar hacia la locura y lo abominable.

Ante ese dilema, Carlin da una idea de cuál podría ser el camino apropiado, al afirmar que los líderes deben adornarse del atributo de responsabilidad cívica en el ejercicio de sus funciones. Pero eso no va más allá de un buen deseo.

¿Con que quedarnos, entonces?

Algún día nos tocará tener un líder responsable, provisto con altura de miras, civismo, y con ambición enfocada en rescatar a su pueblo de su triste destino, en vez de estar todos los días del año elucubrando cómo manipular al pueblo ignorante y quedarse en el poder.

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