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Perder-perder

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Perder-perder

Una regla de oro de los buenos asesores de campañas electorales es hacer entender a sus candidatos que deben tener dos discursos preparados para la noche del conteo de votos: uno para la victoria y otro para la derrota. El candidato que no tenga a mano este último discurso o, peor aún, que no esté preparado para la derrota, está expuesto a cometer errores terribles en una coyuntura crucial en la que la mayor parte de la población tiene puesta su atención en el desenlace de esa contienda cívica propia de la vida política democrática. Es un momento en que se mide la capacidad de manejar situaciones por parte de quienes le han pedido al pueblo su apoyo para dirigir los destinos de la nación.

En su famoso ensayo La política como vocación, el gran sociólogo alemán Max Weber señaló que todo buen político “necesita mesura, capacidad para dejar que la realidad actúe sobre uno sin perder el recogimiento y la tranquilidad, es decir, para guardar la distancia con los hombres y las cosas”. Para él, esta es “la cualidad psicológica decisiva” del político, por lo que alerta sobre los riesgos de la “excitación estéril”, al tiempo que plantea la necesidad de combinar la “pasión ardiente” con la “mesura frialdad” sin que una elimine a la otra. Y agrega: “La política se hace con la cabeza y no con otras partes del cuerpo o del alma. Y, sin embargo, la entrega a una causa solo puede nacer y alimentarse de la pasión, si ha de ser una actitud auténticamente humana y no un frívolo juego intelectual. Solo el hábito de la distancia (en todos los sentidos de la palabra) hace posible la enérgica doma del alma que caracteriza al político apasionado y lo distingue del simple diletante político estérilmente agitado”.

Estas cualidades weberianas del buen político son particularmente útiles en momentos en que se sufre una derrota electoral. Y esto así porque las probabilidades de que el derrotado pierda la perspectiva, salga de carril y dé pasos en falso son enormes. Bajo la presión del momento, es sumamente fácil caer en esa “excitación estéril” de la que habla Weber que no permite captar la realidad como esta es y no como se quiere que sea, ni ver más allá de lo inmediato como si se estuviera librando la última batalla de la vida. Por eso Weber diferenciaba al buen político del burócrata, el empresario y el periodista. Las cualidades que debe tener el primero son muy distintas de las que tienen estos últimos.

Quien se niegue, por ejemplo, a reconocer el triunfo electoral de alguien que lo ha vencido por un amplísimo margen pone simplemente de manifiesto que no tiene el más mínimo sentido de que la política democrática es un proceso constante de construcción de mayorías, y que la única forma de poder ganar elecciones es atrayendo votantes que en esta ocasión votaron por el candidato cuyo triunfo se niega a reconocer. Si actúa solo para satisfacer las pasiones del momento, sintonizar con las agitaciones de algunos o competir por los discursos más grandilocuentes es casi seguro que volverá a encontrarse con la amargura de la derrota. Y cuando esto ocurra no es de extrañar que se repita el mismo patrón de comportamiento y se cosechen nuevos fracasos electorales. Por supuesto, en política nada es estático ni mucho menos indefectible, pero hay comportamientos que, desde la perspectiva weberiana, son contrarios a los de un buen político y, por tanto, están llamados a causar derrotas y fracasos.

Distinto es quien, tanto en la victoria como en la derrota, entiende la perspectiva y la profundidad del accionar político. Es el que sabe que una simple frase descompuesta, un gesto destemplado o una acción imprudente puede marcar para siempre su vida política. Sabe que en cuestión de horas puede definirse la personalidad política de alguien, y que esa definición puede ser decisiva de cara al futuro. La gente, por ejemplo, detesta desde temprano en la vida a quien no sabe perder de manera honorable. Se aprecia a quien reconoce su derrota, pasa la página y sigue adelante. También se valora a quien, en la victoria, actúa con humildad y compasión, sin arrogancia y desdén. Es un entrecruce de actitudes y comportamientos que van definiendo los perfiles de los actores, de lo cual resulta que unos sean más proclives a vencer y otros a perder en competencias electorales.

Desde esta perspectiva, lo peor que le puede pasar a un político es perder-perder, es decir, no solo perder en las elecciones mismas, sino también en el momento en que tiene que administrar su derrota y tener a mano un discurso que interpele no solo a aquellos que lo han apoyado, sino también a quienes, con su voto, le causaron su derrota. Solo estos últimos podrían darle los votos que necesita para ganar elecciones en el futuro. Pensar que se podrá ganar con los mismos votos que se recibió es una ingenuidad política tan grande como creerse el cuento de encuestas fabricadas que le anunciaban triunfos imposibles de alcanzar o le pronosticaban doble vuelta donde nunca hubo la posibilidad de que tal cosa ocurriese.

No se trata de que no se defiendan derechos, ni se deje de reclamar lo que se cree propio, ni que no se plantee lo que se considera justo cuando hay lugar para ello, sino la forma de hacerlo, con quién se hace y el tono con que se haga. La gente percibe cada una de estas cosas, las incorpora en su compresión de la realidad y las tiene en cuenta cuando le toque votar de nuevo. Ese es el gran desafío de la política: saber calibrar las situaciones, actuar con sentido de proporción de acuerdo a las circunstancias y tener la intuición de saber cuándo se está conectando con la gente y cuándo se está distanciando aún más de ella. En política todo esto importa siempre, pero especialmente cuando se está frente a una descomunal derrota que exige mucha inteligencia y agudeza para saber sobreponerse a ella y seguir adelante construyendo una alternativa que, con el tiempo, llegue a ser creíble y viable.

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