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Por los laboratorios de investigación industrial

El otro día, mientras dictaba una conferencia a los médicos residentes propios del hospital José M. Cabral y Báez juntos a otros residentes llamados “rotantes” procedentes de los hospitales de la zona norte, sobre el contenido de las principales tecnologías de punta usadas ahora en el campo médico, les dije que la audacia y una clara visión de los negocios de algunos empresarios británicos, estadounidenses, alemanes y franceses, hizo posible el desarrollo de las tres grandes tecnologías del siglo 20 que tienen una ventajosa aplicación en la medicina moderna. Ellas son las tecnologías del ultrasonido y la de la resonancia magnética por imagen en el diagnóstico de innumerables enfermedades, y la tecnología del rayo láser para tratar varias dolencias de modo más rápido, seguro y con pocas molestias para el enfermo. Y es que un empresario que “aprende” que su capital crece más alto y más rápido que un elefante africano si lo pone a “pastar” en el gran bosque de la innovación, no teme enfocar su atención y sus recursos en aquellos atisbos tecnológicos que se vislumbran a partir de observaciones y experimentos con un respaldo científico irrefutable.

Veamos dos ejemplos. William Perkins, un joven químico inglés, obtuvo el primer colorante sintético, el violeta-anilina en febrero del 1856. Los fabricantes británicos dedicados a la hilandería y tejidos acapararon un mercado sin precedentes al comercializar telas ahora teñidas. Sin embargo, fueron empresarios alemanes, dueños de la compañía Bayer, los que más se beneficiaron de la invención de Perkin porque esta compañía dispuso que parte de su capital se dedicara a la construcción de un gran laboratorio y la contratación de científicos que trabajaran en la búsqueda de otros colorantes y diversos productos que luego terminaron en forma de medicamentos y reactivos químicos usados hoy en miles de laboratorios clínicos en todo el mundo y también en la gran industria que técnicamente llamamos de “oxido-reducción.” Hoy la Bayer cuenta con más de 300 científicos en sus laboratorios de investigación que diseñan, sintetizan y mejoran cientos de productos médicos, agroquímicos, antibióticos, anticancerígenos, y hasta el popular Levitra para la disfunción eréctil.

Cristian Doppler, un matemático y físico danés, publicó 1843 una observación que hizo sobre las ondas sonoras que hasta ese momento nadie había hecho. Dijo que el sonido cambia de frecuencia según que usted se aleje o se acerque a la fuente emisora y eso permitía que una porción de un haz de sonidos que chocara contra un objeto localizado a una distancia X, se reflejaría permitiéndole a un observador, que conociese la velocidad del sonido en ese medio o material, determinar a qué distancia se encontraba el objeto y la forma que tuviere. Tal efecto a partir de ahí, se le llamó “efecto Doppler”. Este hallazgo dio paso, posteriormente, al sonar de uso tan común en la navegación marítima.

A principios del 1960, varios científicos de Estados Unidos estudiaron la posibilidad de aplicar los sonidos de alta frecuencia, es decir, aquellos cuya frecuencia está por encima de los 20 mil hertzios (recuerde que la audición humana está entre los 20 y los 20 mil hertzios), a la industria médica. Por encima de 20 mil, hablamos de ultrasonidos, y los que usamos en el campo médico para diagnóstico es del orden de 1 MHz (un megahertzio, es decir, un millón de ciclos por segundo). Pero en 1970, una empresa radicada en Nueva York, llamada Unigon Industries, añadió a sus instalaciones un laboratorio de Física y contrató los servicios de 10 científicos para que diseñaran y construyeran un prototipo de ultrasonido que permitiera visualizar la anatomía de los órganos abdominales y genitales y además, que si alguno de esos órganos tuviera alguna enfermedad, fuese posible un diagnóstico aproximativo. Hoy utilizamos los equipos de ultrasonidos para diagnosticar enfermedades, hepáticas, pancreáticas, de la vesícula biliar, cardiaca y gineco-obstétricas, y hasta para diagnosticar si los aguacates y los mangos exportables están o no en condiciones para comerlos.

En fin, que si los miembros del poderoso Consejo Nacional de la Empresa Privada (Conep), no viven aún en la era preindustrial, no hay razón para que ellos no se muestren animados a favorecer la iniciativa de estimular cuanto antes la creación de los laboratorios de investigación industrial como un gigantesco motor de desarrollo de nuestra industria. Los ejemplos sobre las cuantiosos utilidades logradas por aquellas empresas que dedican un porcentaje de sus ganancias a la actividad científica para la obtención de nuevos productos y mejorar los ya existentes, están a la vista de todos. El país necesita que el gran capital emplee parte del mismo en la investigación de baja y alta tecnología porque de lo contrario miles de jóvenes seguirán creyendo que es más rentable hablar plepla en los medios de comunicación, el chisme político, el sicariato o asesinar a un ser humano para arrebatarle un celular, que terminar la educación media o titularse en la universidad.

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