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Ramón Matías Mella: el arte de la guerra en las Antillas

Hace veinticinco siglos Sun Tzu escribía El Arte de la Guerra. En él dice: “Hay que valorarla en términos de cinco factores fundamentales (...) El primero de estos factores es la doctrina; el segundo, el tiempo; el tercero, el terreno; el cuarto, el mando y el quinto, la disciplina.”

Acaso este libro inspiró a Ramón Matías Mella, quien, en los breves puntos de su Manual de la Guerra de Guerrillas, trazó la estrategia que permitió a los patriotas dominicanos derrotar al ejército español y restaurar la República. De la influencia decisiva que tuvo esa estrategia en una de las dos revoluciones hijas de la Restauración—el Grito de Lares en Puerto Rico y el Grito de Yara en Cuba— se ha escrito poco.

La revolución puertorriqueña fue asesinada en su cuna. Pero sus hijos no cejaron en el empeño de libertad y volcaron sus energías a la libertad de Cuba. La revolución cubana, en cambio, tuvo mejor destino. Acaso haya sido el Destino quien llevó a sus playas, a bordo del vapor Pizarro, a los bravos hijos de Quisqueya que por lamentable error de apreciación, o por honrar relaciones familiares, permanecieron dentro del otrora ejército regular de la República convertido, como fruto de la vergonzosa anexión de 1861, en humilladas Reservas Dominicanas.

Según las indicaciones del jefe español, José de La Gándara, esos oficiales y sus familias debían ser trasladados a alguna de las posesiones españolas en África, pero no podían tocar suelo de Cuba ni de Puerto Rico, porque España las perdería: “Si no de la anexión, de la actual revolución (la Restauradora) saldrán peligros para Cuba y Puerto Rico: el ejemplo ha sido funesto y los elementos hostiles a España, que allí existen, sabrán explotarlo en su provecho, así como la triste verdad demostrada en esta guerra de los grandes obstáculos que para los ejércitos europeos (implica la guerra en el trópico.)” Pero la protesta enérgica de los dominicanos hizo que el 13 de junio de 1865 desembarcaran en Santiago de Cuba, donde los acogieron con una generosidad que no esperaban al llegar protegidos por el pabellón español.

Treinta y nueve jefes y oficiales dominicanos con sus familias fueron llevados a territorio cubano durante la evacuación de las derrotadas tropas peninsulares. De ellos 3 ostentaban el grado de Mariscal de Campo, 7 de Coroneles, 5 de Tenientes Coroneles, 3 de Comandantes, 12 de Capitanes, 4 de Subtenientes, 3 de Sargentos y 2 de Cabos. Era el Caballo de Troya que España misma introducía en lo profundo de su más valiosa posesión en América, porque seis meses después la mayoría de aquellos oficiales había roto sus compromisos y obligaciones con ella y se hallaba lista para entrar en las filas de los conspiradores cubanos.

En la región de El Dátil, cercana a Bayamo, Máximo Gómez, por indicaciones del cubano Eduardo Bertot, organizó a los campesinos involucrados en la conspiración que se desarrollaba protegida por el silencio de las logias masónicas, fraternidad a la cual pertenecía la mayoría de quienes llevarían las riendas de aquel conflicto.

En el amanecer del 10 de octubre de 1868, Carlos Manuel de Céspedes, rico hacendado de Bayamo, tocó a rebato las campanas de su ingenio La Demajagua, proclamó la independencia de Cuba, y liberó a sus esclavos. El primer combate ocurrió al día siguiente cuando los patriotas intentaron tomar al poblado de Yara. El ataque fue un rotundo fracaso y la mayoría de los combatientes pagó con su vida el precio de la ignorancia en cuestiones militares. Sobrevivieron 12. Este recién nacido Ejército Libertador estaba compuesto por intelectuales, abogados, hacendados, campesinos y esclavos sin conocimiento militar. Fueron los dominicanos Modesto Díaz, Luis Marcano y Máximo Gómez, quienes salvaron a la revolución de independencia cubana en sus momentos iniciales. Ellos formaron a los oficiales que pelearían diez años frente al bravo ejército español. Máximo Gómez, al efectuar la primera carga al machete por la independencia de Cuba, pasaría a la historia como el maestro de los militares criollos. Bajo su mando se formaron Antonio Maceo, Calixto García, José Maceo, Policarpo Pineda, Francisco Borrero, y otros muchos a lo largo de esa década heroica. Sólo el genio natural de Ignacio Agramonte en el Camagüey se desarrolló fuera de la influencia directa del estratega banilejo.

La táctica y la estrategia en las que se formaron habían nacido en tierras dominicanas. En el Manual de Guerra de Guerrillas por el que debían regirse los militares restauradores, Mella indicaba que al enemigo había que “Agobiarlo con guerrillas ambulantes, racionadas por dos, tres o más días, que tengan unidad de acción a su frente, por su flanco y a retaguardia, no dejándoles descansar ni de día ni de noche, para que no sean dueños más que del terreno que pisan, (...) Nuestra tropa deberá, siempre que pueda, pelear abrigada por los montes y por el terreno y hacer uso del arma blanca, toda vez que vea la seguridad de abrirle al enemigo un boquete para meterse dentro y acabar con él; no deberemos por ningún concepto presentarle un frente por pequeño que sea, en razón de que, siendo las tropas españolas disciplinadas y generalmente superiores en número, cada vez que se trate de que la victoria dependa de evoluciones militares, nos llevarían la ventaja y seríamos derrotados. No debemos nunca dejarnos sorprender y sorprenderlos siempre que se pueda y aunque sea a un solo hombre. No dejarlo dormir ni de día ni de noche, para que las enfermedades hagan en ellos más estragos que nuestras armas; este servicio lo deben hacer sólo los pequeños grupos de los nuestros, y que el resto descanse y duerma. Si el enemigo se repliega, averígüese bien, si es una retirada falsa, que es una estratagema muy común en la guerra; si no lo es, sígasele en la retirada y destaquen en guerrillas ambulantes que le hostilicen por todos lados; si avanzan hágaseles caer en emboscadas y acribíllese a todo trance con guerrillas, como se ha dicho arriba, en una palabra, hágasele a todo trance y en toda extensión de la palabra, la guerra de manigua y de un enemigo invisible. Cumplidas estas reglas con escrupulosidad, mientras más se separe el enemigo de su base de operaciones, peor será para él; y si intentase internarse en el país, más perdido estará.”

Terminada la guerra luego de diez años, Máximo Gómez recordará lo efectivo que resultó para el Ejército Libertador cubano, adoptar esas premisas: “Llegando a los extremos, nos hicimos seriamente cargo de nuestra situación, y la aceptamos. (...) El combatiente amó la montaña, el matorral, la sabana; amó las palmas, el arroyo, la vereda tortuosa para la emboscada; amó la noche oscura, lóbrega, para el descanso suyo y para el asalto al descuidado o vigilado fuerte enemigo.

Amó más aún la lluvia que obstruía el paso al enemigo y denunciaba su huella; amó el tronco en que hacía fuego a cubierto y certero: amó el rifle, idolatró al caballo y al machete. Y cuando tal amor a todas esas cosas fue correspondido y supo acomodarlas a sus miras y propósitos, entonces el combatiente se sintió gigante y se rió de España. España estaba perdida.”

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