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A tono con el nuevo formato

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A tono con el nuevo formato (RAMÓN L. SANDOVAL)

Se cambia para incorporarse a nuevos tiempos, enmendar errores, prevención, embarcarse en etapas diferentes o por un alarde de optimismo. Se fracasa y se triunfa. Reto al fin, el éxito y el infortunio son caras de la misma moneda que corre indetenible cuando, implacable, la ley de vida sentencia: cambias o pereces. Importa el momento, la elección del cuándo para acometer tareas que no admiten retraso, tampoco apresuramiento. Es ahí, precisamente, cuando la apreciación correcta de las circunstancias, la evaluación precisa de los factores en juego, deviene clave que da paso a la certeza.

El aggiornamento también toca a los periódicos, y hoy esta columna llega con traje diferente. En el periodismo impreso, vale el diseño tanto para atraer al lector como para facilitar la lectura. Tarea que demanda creatividad, interpretación correcta de hábitos que se mueven en atención a razones que de entrada parecerían extrañas o propias del laboratorio. La televisión, por ejemplo, obligó una treintena de años atrás a reformular la presentación de los diarios escritos, a dar protagonismo al color y retó la tecnología de las rotativas del blanco y negro. El universo digital, compendiado en el móvil, la tableta y el internet, opera como fuerza que modifica el gusto de los consumidores de los diarios, quizás sin que estos conscientemente lo noten. Adaptación y supervivencia se han convertido en sinónimo en un negocio que, sin embargo, permanece invariable en un aspecto determinante: la precedencia del contenido.

La primera edición de El Quijote, la Biblia de Gutenberg, las gacetas que antecedieron al diario moderno o cualquiera de esos códices antiquísimos son objetos de colección, algunos guardados bajo siete llaves en museos reputados. Leerlos se hace casi imposible, ya sea por la tipología de las letras, por la disposición de las columnas o detalles técnicos que no molestaban mínimamente a los lectores de entonces y que ahora se erigen en valladares insalvables. Las obras maestras de la literatura y el pensamiento se leen en el presente, sin embargo, con igual o mayor rigurosidad que cuando publicadas originalmente. Lo que ha cambiado es cómo nos las sirven y, por supuesto, la interpretación a la luz de nuestros días. La substancia permanece inmutable, mas no así el formato. Porque este último ha ingresado en una etapa continua de cambios, se accede cada vez más fácilmente al otro. La comprensión y talento del lector que hagan el resto.

En su novela apasionante El instituto para la sincronización de los relojes, el novelista turco Ahmet Hamdi Tanpinar describe con maestría y sutileza las dificultades de adaptación a los tiempos modernos. Cuando el protagonista estrena el traje que le regalan al inicio de sus nuevas obligaciones laborales, experimenta un cambio dramático en todo su ser y de repente su mente se abre a nuevas perspectivas. Marginada la ironía en la ficción del escritor nacido en Estambul, los nuevos formatos infunden energía a los diarios, los revitalizan y perfeccionan la comunión con sus lectores. Quiero pensar que igual ocurrirá con las cosas que me toca decir y en lo adelante expuestas en un paquete más ligero, más atractivo y que me cautivó tan pronto el director, Adriano Tejada, me envió gentilmente la prueba.

Apenas unos meses de iniciada esta rutina sabatina, alguien, Dorín Cabrera para más seña, en un encuentro casual me indicó en tono amistoso que ya yo no hacía periodismo sino literatura. Consuelo Despradel, en uno de esos arranques por los que no la aprecio menos, me conminó a cesar de escribir “pendejadas” y como remedio, penitencia o lo que fuese, involucrarme en el análisis cáustico del día a día de la política y el acontecer criollos que tienen tanto de liviandad como las palabras y palabrotas que se sueltan alegremente desde la radio dominicana. Ambos pareceres avivaron los sesos en ese entonces. En la definición más aceptada, lo que me acusa de escribir la educadora de muchos años y comentarista reputada equivale a tonterías. Si añado la conjetura de Cabrera en el contexto en que la produjo, envanecido e ignorante de cómo bajarme de las nubes debo concluir que en juego está elevar las cosas que digo, banalidades, al “arte de la expresión verbal”, primera acepción de literatura. Orgulloso, pues, y, además, energizado, como el personaje de Tanpinar en el estreno de nuevo traje.

Es de buen periodismo que los periódicos tengan un estilo y los periodistas se rijan por un manual, escrito o no, donde se consignen las reglas elementales que otorgan personalidad y autoridad propia a la oferta a consideración del lector. En la modalidad de las noticias, el criterio que impera al relevar los hechos y cómo se escriben marca los puntos esenciales de la llamada política informativa. Por lo que hago y cómo lo hago cada sábado, al igual que los demás amigos que practican en estas páginas el género de la opinión, eximido estoy de canon alguno que no sea mi propia conciencia, el debido respeto al derecho ajeno y, para mí de importancia capital, la búsqueda incesante de fineza en el manejo de un idioma tan rico y con tantas avenidas de expresión tal es el castellano. Intentar decir las cosas --las pendejadas-- con primor, es meta que se renueva en cada entrega porque convencido estoy de que substancia y forma deben conjugarse en un buen contenido. Que lo consiga es otra cosa.

Habrá menos texto, no menos trabajo. La concreción dobla como gracia elusiva que solo se alcanza con mucho talento, dedicación y profundidad de pensamiento cuando se va más allá de la simple redacción de noticias. Con el nuevo traje adviene un desafío. Cuestión del nuevo diseño y no rendición, barrunto, ante el argumento cuestionable de que los lectores contemporáneos tienen poca paciencia. No presumo, sino que los años me colocan en las líneas de retaguardia y mal podría dirimir las exigencias de la generación de los millenials. Convencido estoy, empero, de que el secreto para absorber la atención del lector no necesariamente transita por la cortedad del relato, sino por la calidad del mismo. Reside en la intensidad del ritmo que se imprima a la cadena de palabras con que amarramos la frase, los párrafos y, en su totalidad, la obra. En mi caso, en cómo recomponer lo cotidiano con la mera fuerza de adjetivos, sustantivos, conjunciones, adverbios, nombres y verbos colocados como notas en el pentagrama de la escritura. En cada entrega, el propósito de redescubrir y renovar lo banal en un texto fresco, burbujeante como el vino aquel, y que el lector apure hasta el final con alegría y sin atisbos de cansancio.

En otro éxito literario, El gatopardo, la mudanza adquiere categoría distinta. Corrupción del cambio como esfuerzo social enfocado siempre en el bien común y que di Lampedusa revela con ahínco de escritor refinado e intérprete inteligente de su época. Mas, se trata de otra empresa, la política, y la transformación se reduce a cosmética porque la meta oculta es que todo siga igual.

La tecnología les ha jugado una mala pasada a los medios impresos. Los ha arrinconado y forzado a una redefinición que no acaba de terminar. Les ha plantado una competencia que, de no espabilarse, les robará eficacia en el mercado de la publicidad y de las noticias. Posibilidades aún las hay y lo que hace Diario Libre en su apuesta impresa y digital es seña positiva, apuesta atrevida en época de las redes sociales y cuando no solo el café es instantáneo.

adecarod@aol

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