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Agua
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Agua nuestra de cada día

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Agua nuestra de cada día

Cubre entre el 65 y 70 por ciento de la superficie terrestre y de nuestro peso; cae gratis del cielo, en ella navegamos, nos ahogamos y reflejamos. Sin su ingestión, apenas sobreviviríamos unos pocos días y por eso no hay día que no la consumamos pura o camu?ada. Caliente o fría, nos libra de impurezas. Y hasta la hay bendita.

Dos átomos de hidrógeno y uno de oxígeno, agua para todas las necesidades. Escasez o abundancia en exceso, peligro para mucho de lo que vive. Desplegada en extensiones inverosímiles, acusa el temperamento nuestro en estadios cortos o largos de calma o impetuosidad. Aunque nada cuesta, transportarla y transformarla para el consumo humano y la producción de bienes se ha convertido en industria de grandes dimensiones que opera en un mercado cada vez más complejo compartido por el Estado, cuando de utilidad pública se trata, y la iniciativa privada. Cuesta tenerla siempre a mano, y tal facilidad es un lujo en países pobres, una aspiración que ha mutado en derecho tantísimas veces insatisfecho.

Mis recuerdos de ese componente vital líquido se pierden en la niebla de mi niñez. En el hogar de la infancia, se almacenaba en un cubo enorme de concreto armado que ?anqueaba una de las paredes exteriores y juntos daban forma al callejón que llevaba al patio trasero. La lluvia sobre el techado de zinc era recogida en la cañería abierta que bordeaba toda la casa y conducida a aquel réservoir de piel mineral constantemente húmeda y con asomos de musgos. Casi al tope, el tanque dejaba escapar el exceso de líquido por un tubo grande que sobresalía como un respiradero en lo alto de un costado. Nada más placentero que, obtenido el permiso paterno, recibir sobre el cuerpo diminuto el golpeo de esas aguas para las que ya no había espacio, combinadas con las que caían de más arriba en una suerte de ducha natural sin control del ?ujo.

No bebíamos el agua del tanque sin que antes pasara por el filtro. Así llamábamos a un cilindro blanco de dos cuerpos uno encima del otro, ambos de cerámica y vinculados internamente por un tamiz donde se aposentaban los residuos indeseables. Se llenaba por la parte de arriba, a la que cubría una tapa pesada que cumplía ajustadamente su función. Muy lenta y poco a poco, el agua se escapaba a la parte inferior de donde la extraíamos mediante un pequeño grifo. Cuando el silencio era total en el comedor donde aquel artefacto presidía montado sobre un taburete de madera, se oía el gotear intermitente del agua ya curada. El tránsito a la pureza era entonces un acorde cuya tonalidad obedecía a qué de tan alto se precipitaba la gota al cruzar la barrera de aquella piedra porosa que cada cierto tiempo se extraía para ser lavada y cepillada con esmero. Un día, sin saber en mi ignorancia infantil el porqué, mi padre decidió que el agua se herviría. Dispuso de una olla esmaltada en la que cada noche bullía el agua que beberíamos al día siguiente. Luego, se la dejaba reposar para finalmente verterla en los frascos donde se refrigeraba.

En esta tierra tropical, prohibido beber de las tuberías de las casas. La contaminación se da en las cisternas que la inconstancia en el suministro a cargo de los acueductos públicos ha hecho indispensables. El agua tratada ha devenido un gran negocio, no exento de timo y engaños a raudales. En estos días, Pro Consumidor cerró varias embotelladoras porque el agua que vendían no reunía los requisitos de potabilidad. En el espacio urbano, cada vez más y más pobres y ricos sacian la sed de la misma manera y los botellones son compra obligada so pena de enfrentar el estómago a cuantas anomalías se reproducen en los aljibes de edificios y casas, cuyo contenido mejor no ver cuando los limpian, si acaso.

Beber y beber agua califica de moda, empujada como hábito de salud que se ha expandido por todo el mundo. Cargar botellines plásticos y a cada paso tomar un sorbo monta rutina en todos lados. No hay reunión de la que estén ausentes y en las carteras femeninas compiten con los afeites por espacio. Se les ha diseñado lugar propio en algunas mochilas y, cuidado, porque son proyectiles con vocación dañina cuando los despiden por las ventanillas de los automóviles y autobuses que circulan por las vías dominicanas. Quien descrea de qué tan populares son, deténgase al borde de una carretera y verá que con el envase del agua y otros líquidos en recipientes plásticos advino una forma despreciable de contaminación.

Lo que generalmente aquí se vende nada tiene que ver con la nobleza de esas aguas naturales que brotan de manantiales cristalinos y arriban a la mesa o a los labios con la frescura que muchos siglos no han logrado doblegar. A la que llega del acueducto a las plantas de tratamiento, se le aplica un procedimiento llamado ósmosis inversa y ya está: al envase plástico y a la venta. Ha habido intentos de aprovechar nuestras fuentes naturales, que las hay, pero sin mayor penetración del mercado. Agua buena de verdad, con todas sus bondades y propiedades, significa importada. Igual que en mi prehistoria, cuando Poland Water, venida del subsuelo del estado de Maine, era utilizada para preparar las fórmulas infantiles.

Tan en boga las aguas, que ya cuentan con bares especializados. Hace ya algunos años, aligeraba la sed y el bolsillo uno en el barcelonés hotel Arts, de diseño impresionante porque la estructura metálica está fuera y no dentro. De compañía tiene la escultura gigantesca de un pez metálico, obra del arquitecto genial Frank Gehri. En el menú había una oferta prodigiosa de H2O venido de lugares recónditos. Sólo en el pasaje evangélico de las bodas de Caná el agua se convirtió en vino, pero en esos bares el precio de ambos es prácticamente el mismo, y cuidado.

La corriente que mueve el comercio mundial del agua se llama globalización. Como en los perfumes, el frasco atrae tanto como el contenido. Lo ha aprovechado bien la compañía que comercializa Voss, que desde Noruega nos envía suavidad líquida de manantial artesiano en una botella cilíndrica alargada diseñada por uno de los creativos de Calvin Klein. Desde el ombligo del Océano Pacífico, han inundado al mundo con Fiji Water, del archipiélago homónimo donde se encuentra el acuífero subterráneo prodigioso. Me encanta la botella y el tipo de letras con un colorido que refleja el clima de la procedencia, la isla Viti Levu. De agua solo sé beberla, pero alguna influencia tendrá el hecho de que un bosque tropical proteja el manantial de donde se extrae y que, según los expertos, no está afectado por la lluvia ácida. Llega al consumidor sin que la toque mano humana, después de sortear sigilosamente las rocas volcánicas de ese recóndito trozo de tierra perdido en la vastedad oceánica.

San Pellegrino, Évian y Perrier son ya marcas muy conocidas. Tras la escandalosa contaminación del producto años atrás, Perrier decidió cambiar de envase y etiqueta y diversificar la oferta. Pese a la popularidad, nunca me ha convencido porque carga demasiado anhídrido carbónico y las burbujas castigan el paladar antes que agradarlo. Badoit, también francesa, cae en la categoría gasificada. Nada se le añade y toda aquella efervescencia, recuerdo inmediato de la sutileza explosiva del champán, se suelta en boca con facilidad asombrosa, sin molestar papilas. De niño, la catalana Vichy se utilizaba para calmar las desventuras estomacales. Hasta hace poco, la sentía pesada, cargada de minerales y odiosamente salada. Se ha refinado o empeorado mi gusto, porque la bebo ya sin queja alguna, quizás llevado del limón y el hielo con que la acompañan casi siempre en España. Le ha venido competencia fuerte de Portugal y de Galicia, pero en la Madre Patria de sed no se sufre: hay para escoger y los precios no secan la boca.

Si inspiración necesitaba para decir cosas del agua, la encontré embotellada hace apenas unos días en un restaurante de Auckland, en Nueva Zelanda. Pedí agua con gas y en la mesa colocaron una botella panzuda y cuello muy corto: Antipodes. Como de suero. Regía la ley seca en el calendario personal y el descubrimiento fortuito no pudo ser más halagüeño. Pura y simple, proviene de acuíferos profundos en un país donde la naturaleza y su preservación carecen de parangón. Carbonatada ligeramente, despide unas cuentas apenas perceptibles. Tersa, agradable, se deja sorber como el acompañante perfecto, tal como dice la etiqueta transparente, de comida de calidad. La publicidad amplifica la paradoja de que antes los neozelandeses importaban agua europea, de un continente sobrepoblado. Salió a la superficie Antipodes, de un país escasamente poblado y por tanto prácticamente sin contaminación.

Las aguas se detuvieron como en la leyenda mosaica pocos años atrás en visita a un restaurante chileno, en Santiago, llamado Boragó. Recién me entero que ha escalado al segundo lugar de los mejores en nuestro lado del mundo donde hablamos castellano. Lo que allí se sirve como de la casa tiene un protagonismo único, en sintonía perfecta con los reclamos de la cocina natural que atienden con eficacia en los fogones. Mawün, lluvia en mapuche, dice la etiqueta que identifica la botella bordelesa que aprisiona el líquido portentoso. Platicaba el tema con mi acompañante y, ¡vaya mundo pequeño!, el camarero que nos atendía en Blenheim, en la isla neozelandesa meridional, era chileno. Más aún, conocía perfectamente el Boragó y su énfasis en agua que me confirmó provenía de torrentes de la Patagonia. Se recolecta el líquido en las selvas húmedas valdivianas, donde se precipitan las nubes que viajan cargadas desde la lejanía del Pacífico.

Mawün ha traspuesto las fronteras chilenas y se sirve en otros restaurantes de prestigio. Aseguran sus patrocinadores que “en medio de milenarios bosques “siempre verdes”, cada gota de Mawün es cuidadosamente recolectada y embotellada para preservar su natural pureza y suavidad. Porque cada gota recién caída del cielo lleva siglos participando del ciclo de la vida”.

Buscaba datos sobre la comercialización de esa agua de bosques lluviosos chilenos y me llevé una sorpresa. Corona la descripción elegante del producto un poema del bardo mapuche Leonel Lienlaf:

La lluvia me habla

con frescura,

me mira desde el suelo empapado

luego se desliza por mi espíritu

hasta el otro lado del tiempo. Mi corazón es como el canto de

la lluvia,

es el olor fresco

de mis pensamientos.

La poesía también sacia la sed, y cala el espíritu con tanta o más intensidad que las aguas naturales buenas.

adecarod@aol.com

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