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Bob Dylan en el Monte Everest

En el principio de los tiempos, la poesía fue trova. Canto. Menester de juglares. Oficio de clérigos y, en contraposición, de cantores de pueblo. ¿Por qué hemos de olvidarlo?

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Bob Dylan en el Monte Everest (RAMÓN L. SANDOVAL)

El ministerio de la poesía fue épico, amoroso, tabernero, chancero. Por un lado estaban las gestas, los arbitrios del amor, la juerga bohemia y, entre alcoholes duros y lenguaje bizarro, el juglar ganaba la vida entreteniendo a nobles. Luego, los clérigos comenzaron a buscar otro destino para la poesía alejado del circo errante de la palabra del vulgo. Y el medievo se pobló de versos cultos, afinados, y la retórica del poema se salió del barrio que narraba hazañas guerreras y duelos de amor y desamor para introducirse en la vida monacal con aire moral y religioso. Y no sólo los frailes sino que este juego poético, que mucho debía a los juglares, fue seguido por los cantores, es decir por los poetas, musulmanes y judíos, los mudéjares y los mozárabes. Pero, los musulmanes regresaron con otra frescura a los vientos del erotismo y sus jarchas fueron incendios de sensualidad, mientras los cristianos oraban con las cantigas marianas que Alfonso X el Sabio ordenó recopilar.

¿Qué fue David sino un juglar de la fe inquebrantable y del ansia de liberación del pueblo judío? Imagino a David componiendo sus versos, sus anáforas, sus estribillos, sus epíforas. David cantaba sus poemas de alabanza, pero también épicos y doctrinales, tras una lírica sostenida cuya belleza poética ha cubierto la historia de la fe por más de cinco milenios. Los salmos son el sendero del justo, rebelión, plegaria, acción de gracias, grito, tempestad, confesión, lamentación y providencia. Trova. La poesía fue canción antes que escritura simple. Fue oralidad musicalizada y movida antes que letra sin sonido, sentada. El poeta rasgaba su lira y la figura, ya en desuso, persiguió a los retóricos hasta meses pasados.

Desde la Grecia antigua hasta hoy esa lírica no ha cesado. Uno la descubre, la ve, la siente, la toca en muchos versos que el canto juglaresco de nuestros tiempos atesora. Unos van. Otros vienen. Y en ese flujo continuo la poesía perdura y crece. Bob Dylan fue poeta desde que nació. O desde que nacimos. Cuando los de mi generación teníamos apenas diez años de vida, ya Bob Dylan estaba ahí. Cuando llegábamos a los doce, con toda la fanfarronería del que se reconoce camino a la trascendencia, se atrevió a grabar sus primeros poemas que tituló simplemente con su nombre, cuando su nombre no era nombre que se nombraba en ningún cenáculo de la música ni de la poesía. Era 1962. Y desde entonces fue mito, invectiva rebelde, pasión de asombro, cronista de época, juglar. Dylan construyó el mester de juglaría de nuestros tiempos, digamos, de un tiempo alargado casi hasta el infinito que ha roto todas las barreras del tiempo.

Desde entonces, o desde antes, cada letra de su poesía fue pensada, cada verso era el producto de una investigación, de un testimonio, de una lectura de su tiempo. Cuando comenzaba la guerra fría y el muro de Berlín se inauguraba, ya Bob Dylan estaba ahí, sentado frente a su máquina de escribir –casi nunca escribió nada a lápiz– para componer una de sus primeras canciones (siempre traduzcan poemas). Era el apocalipsis y Dylan quería dejar testimonio de su profecía. Cuando Oscar Brown Jr., un cantor negro de la época, le cuenta en un bar sus tribulaciones de raza, Dylan se contagia de la necesidad de luchar por los derechos civiles y revisita su lírica para despertar a los adormecidos frente al dolor de los marginados por su color. Y está allí, como en todas partes, para denunciar el drama de una familia de mineros que pierden la vida en su tarea en su nativa Minnesota. Y grita y reclama –él es el auténtico origen de la canción de protesta que minó los años sesenta- cuando un blanco irrumpe en un bar y le da una zurra racista a una camarera negra aduciendo que no le sirvió con rapidez el bourbon. Hattie Carroll murió a causa de la agresión ocurrida en aquel bar del horror de Baltimore. Pero, el asesino fue sólo multado con 125 dólares y una sentencia de seis meses de cárcel. Con su nombre, Dylan, indignado por el suceso, escribió uno de sus mejores poemas: “Apartad este pañuelo de tu rostro/ No es momento de llorar/...Pero, ustedes que filosofan sobre la vergüenza y critican todos los miedos/ Entierren su rostro en el pañuelo/ Porque ha llegado el tiempo de las lágrimas”.

El profeta estaba instalado. Su letra y música. Su poesía y su canción. Ya estaba claro que no le unía ningún vínculo con la Norteamérica que, entonces, iba a la guerra, renegaba de su libertad, zurraba a los negros y fabricaba desafueros dentro y fuera de su territorio imperial. Pero, el mito suprimía también acentos. Temía a ser tomado como bandera de los llamados círculos progresistas. Bandera, sólo la suya. No se arrimaba a ningún desafío poético que no fuera el propio. Entonces, vinieron sus páginas negras, después de dos sucesos literarios y cantores: “Blowin’ In The Wind” y “Masters of War” que lo habían elevado, en andas de la multitud, al podio de la disensión absoluta con el poder. (“Cuántos caminos debe recorrer un hombre, antes de que le llames ‘hombre’/ Cuántos mares debe surcar una blanca paloma, antes de dormir en la arena./ Cuántas veces deben volar las balas de cañón, antes de ser prohibidas para siempre./ La respuesta, amigo mío, está flotando en el viento./ La respuesta está silbando en el viento”). Y el remache que enfureció a las élites de Washington: “Vengan, señores de la guerra, ustedes que construyen todas las armas, ustedes que construyen los aviones de muerte, ustedes que construyen las grandes bombas, ustedes que se esconden detrás de paredes, ustedes que se esconden detrás de escritorios, sólo quiero que sepan que puedo ver detrás de sus máscaras”. Y así. Y así.

Detrás de su poesía, tutelando sus vapores de queja y desaliento y conectando sus humores de poeta trascendente, estaban Rimbaud y William Blake, Allen Ginsberg y la Biblia. Y entonces, bien temprano, se arrimaron a su barca de azares portentosos, todos los nombres y todas las audaces formas musicales y literarias de su tiempo: de Joan Báez a Los Beatles, de Ginsberg a Leonard Cohen. Todos y más. Rendidos a los pies de su poética. La que superó todas las pruebas. La que es mayor que la de muchos nombrables e innombrables.

El país dominicano acababa de salir de la dictadura y ya Bob Dylan estaba ahí. Y ahí sigue estando, cincuenta y cinco años más tarde. Leonard Cohen, su más digno sucesor, selló su impronta cuando la Academia Sueca hizo el anuncio: “Darle el Nobel a Bob para mí es como ponerle una medalla al monte Everest por ser el más alto del mundo... Dylan es tan grande que el premio es apenas un detalle, y una obviedad”. Que lo recoja o no en Estocolmo poco importa.

www.jrlantigua.com

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