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Ciudad Colonial
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¡Cómo se reía... reía!

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¡Cómo se reía... reía!

Los atardeceres en el Parque Independencia eran uno de los más deliciosos atractivos que ofrecía la secular capital a los citadinos comunes y a los no tan corrientes. Sus jardines enarbolados con laureles, acacias y largas palmas, rodeaban en intervalos las curveadas cintas de los paseos que, flanqueados con jazmines, nardos, cayenas, algunos formando túneles, eran estancia favorita de enamorados, curiosos y ancianos. Sentados los visitantes en los reclinados bancos elaborados en flejes de hierro horizontales, miraban impertérritos, después de las cinco, el desfile, como en rictus, de los acostumbrados paseantes con especial atención a las novedades de personas y situaciones que se presentaban, que bien si pocas, constituían espectáculo gratis que permitía romper los letargos post caniculares de la ciudad regalona.

Fue a mediados de julio, aquel año de 1956, que un nuevo personaje se incorporó a la humana procesión de la vespertina actividad del parque. Su apariencia daba en edad unos 40 o más, aunque cuando bien visto tal vez pudiera rebajársele algo. Alto, algo desgarbado y hombros caídos. Estrecho de cintura y piernas largas. La barba al poco afeite y camisa blanca que en ocasiones lucía querer renunciar a su color original. Parece que no era un total extraño ni mucho menos un desconocido, pues de cuando en vez algún transeúnte le saludaba y llamaba por su nombre Eulalio –Lalo- .

No acostumbraba a conversar. Arribaba a eso de las cinco, y empezaba a dar paseos en los serpenteados caminos exteriores casi siempre susurrando -¿rezando?– . Luego cambiaba al paseo interior conducente a la hermosa glorieta y cruzaba los puentecitos de arco que salvaban el estanque circular que la rodeaba. Era allí donde el susurro se perdía al surgir una voz que ‘in crescendo’ repetía e intensificaba en la acústica del techo abovedado., la frase que llamaba la atención de los ámbulos y los apoltronados a quienes se aproximaba, hasta convertirse en denuncia vociferante: “¡Cómo se reía...cómo se reía...!

Lalo Matos podía parecer un loco, pero no se tenía por tal, pues a excepción de su comportamiento huraño y su invariable frase, enésimamente repetida en sus paseos, todo lo demás en su vida cumplía los requisitos para declararle ´sano de juicio’: esposa e hijos junto a los que vivía en el barrio de San Antón, dedicaba con gran pericia todo el día a conducir un viejo Ford en calidad de chofer de carro público. Pero allí en el Parque Independencia, en el indefectible paseo, la cosa, o sea Lalo, era diferente. Se le veía en ocasiones callar su cantaleta y quedar largo rato, dirigiendo su mirada hacia el oeste, hacia la Avenida Independencia.

El acontecimiento de sus paseos y vocinglerías era intrascendente y de poca monta, comparado con las desbarros de otros atractivos especímenes, que peinaban la zona Colonial, Ciudad Nueva, San Carlos, Villa Consuelo, San Miguel, Santa Bárbara, San Antón y Gascue, donde tales pintorescos personajes exhibían curiosas excentricidades entre los que, a modo de muestra, se destacaban “Barajita”, “Chochueca”, el “Dr. Anamú”, “Bonilla El Loco”, “Gorgojo”, “Maco Pempén”, el “Sargento Unimembre”, los locos mansos domésticos a los que se veía hacer mandados, y muchos otros, sin contar los trastornados que, por temporadas soltaban en grupos, quizá por falta de espacio o “por conveniencia en el servicio” del Hospital Psiquiátrico Padre Billini, práctica esta última que se dice continúa (¿-?) hasta hoy.

Fue, sentado en ese mismo parque, donde, casi un año atrás, conversando con su colega chofer, Leonidas, en espera de alguna ‘carrera’ en la madrugada...

–Bueno, León. No aparece una carrerita siquiera, para comenzar el día. Voy a dar un par de vueltas.

–Vaya usted, Lalo, yo me quedaré esperando, por si acaso aparece algún amanecío.

Tomó pues Matos el Ford, y emprendió su acostumbrada ruta de la Avenida Bolívar. Antes de cruzar la calle Dr. Delgado aminoró para beber la acostumbrada tacita de café de una viejita, que, -cosa extraña- exhibía a su edad y con tan poca pelambre un pelirrojo blancuzco, -Será agua oxigenada, o cabello pintao, una vez más remartilleó -¿Para qué o quién carajos se pintará? Pensó si llegaría a ser tan viejo para teñirse. Sintió al tiempo que algo le faltaba. Presentía que su vida se escurría como el café en el viejo colador. Un octavo curso aprobado y no le habían dado oportunidad de demostrar su preparación como empleado de la oficina de impuestos sobre la renta y desde entonces sólo sobrevivía agarrando el volante.

Prosiguió, ahora con el calorcito del café, que sentía bajar a hombros y pulmones. Pocos parroquianos en las calles.

–Ni aún subidos a diez (centavos), cuadro bien el día, contimá (mucho menos) con tan poca gente en la mañana, murmuraba. Apenas unos dos abordantes que se bajaron en la Máximo Gómez. Pasó por la recién inaugurada soberbia edificación de la Secretaría de Educación, recubierta en bello mármol. Mortecina luz en la larga y solitaria marquesina interior. Los inmóviles salutantes, custodios en gigantes estatuas, ya visibles en el primer claroscuro del alba, anuncian a Lalo Matos la aproximación al hermoso Palacio de Bellas Artes. Un vendedor de fruta preparaba la mercancía en un puesto de la acera de enfrente. Llegaba el automóvil a la esquina Independencia

–Pendejá, todavía nadie. “Vehículo al que no abordan pasajeros en la Máximo Gómez o proximidades, casi siempre llega vacío en la recta final al Parque Independencia,” era tenido como máxima por los choferes de la ruta. Recordando esto se lamentaba de su primera vuelta nuestro protagonista.

El follaje de laureles, que por tramos abovedaba la Av. Independencia parecía enredar la oscuridad que serenamente pretendían desalojar las primeras brillantes saetas que el Astro Rey lanzaba desde el horizonte. En el distante claroscuro distingue una pálida silueta. Toma cuerpo y adquiere la nitidez de una joven más que elegante, bellísima, en las proximidades de la que es hoy la estación de gasolina Esso, donde desemboca la Benito Monción. Por un momento disipa la preocupación y los ojos de Lalo se encienden al llamado de la naturaleza de hombre que en ese instante se revoltea.

–Y este pastelito, de qué repostería salió. Saca instintivamente el brazo izquierdo y lo mueve como un péndulo con índice, en flexiones paralelas al coche, adelante y hacia atrás. La joven, una veinteañera, se aproxima al bordillo de la acera sur y con pausada gracia aborda el asiento delantero. Una mezcla extraña de sensaciones surge entonces de lo que hoy sabemos es la producción de dopamina, en el cerebro del taxista. Una joven tan linda por la madrugada. ¿Abandonada por algún enamorado casual?

–Por esta soy capaz de olvidarme de lo que hay que levantar este día. Labios finos destacados por un carmín oscuro, pelo ondulado hasta los hombros, vestido de seda tono sepia, seguramente una gala de noche: -Esta está amanecía, calculaba, por lo que inició conversación de inmediato.

–Un poco fría la noche, ¿verdad? Anoche no parecía que iba a enfriar tanto. Los ojos azabache que le miraron y la sonrisa amplia (–Cooño, ¡qué dientes de artista de cine-) fueron su gentil respuesta. Los humores de macho empezaron a hervir en vientre y cabeza del entusiasmado chofer. El atreviómetro ahora rayó en ‘fresquísimo’:

–Señorita, puedo llevarla al sitio que Ud desee y no tiene que preocuparse por pagar. ¿Adónde desea ir? La delicada mano de la pasajera se levanta pausada y se extiende adelante –Allá. Soltó una corta risilla de adolescente, como sorprendida por la pregunta. El entusiasmo del Matos de los Lalos se desborda ante tanta juventud irradiando gracia e inocente encanto., -Tal vez, pensó, -sí que tiene su malicia. Bueno, no era una muchacha cualquiera. -¿Será de las que cobran? ¡No, no! No creo.

Intentaba sacar más confianza y conversación a la joven a la vez que atemperaba la marcha. Al recibir unos monosílabos a siguientes preguntas, probó el viejo truco de romper a hablar de cosas de él, que pudieran interesarle.

–...Pues soy de San Juan, y me crié en la capital. Me casé y separé hace mucho, porque no me fue bien. Estoy buscando a alguien que me quiera y me ayude a llevar una vida más tranquila. Pronto voy a retirarme y a vivir de mis tres vehículos de taxi y concho......

A las habladurías del veterano chofer ocasionalmente la linda joven le miraba de sesgo, ojos entornados y le sonreía. Acomodó la cabeza, un poco hacia atrás y la recostó del respaldo, como mostrando despreocupación. La miró de reojo. -Esta, como que está, pero como que no está...

–Aproximábase el vehículo a Las Carreras. Una señora lavaba la acera de los Helados “Tasty Freeze”.

–Pero, le he hablado de mí, joven y usté’ no me ha dicho ni su nombre.¿Cómo se llama? Debe ser un nombre muy lindo, como usted.

Volteó la cabeza y empezó a reír, halagada, (-Vaya, por fin reaccionó), y Lalo contento, rió también. El claro de la madrugada, ya afirmándose, permitía apreciar, aún mejor ahora a su contorneada figura, contrastada en la ventana con el fondo de los muros del cementerio.

Ambos rieron e hicieron bulliciosa empatía, y ya estaba listo Lalo para dar el paso siguiente, el momento decisivo de convidarla a seguir montada con él, cuando, al pretender proponerle, ella seguía riendo. Aún por contagio, el galán seguía sonriendo, hasta que, ante la intensidad creciente de la risa de la bella ninfa, que lo miraba, ahora fijamente, cerró abruptamente la boca, asombrado por el sacudimiento, la trepidación de una carcajada larga, incomprensible, que sin esperar más se alejó junto con la boca y cuerpo, saltando, saliendo, escurriéndose por la ventana en rápido vuelo hacia las interioridades del Cementerio de la Independencia.

Los ojos de Eulalio desorbitados se congelan ante la increíble escena y su Ford se desvía, dando estrepitosamente en uno de los laureles, a escasos metros de la puerta norte del camposanto. A pesar del tremendo golpe que se da con el volante, abre la portezuela y sale gritando al correr. -¡Ella... ella... cómo, cómo se reía, se reía...! Otro vehículo público acude a su auxilio. Su conductor se desmonta y trata de acercarse para ayudar, para calmarlo. Pero nada detiene el convulso temblor de Matos, ni menos sus vociferantes gritos... ¡Cómo se reía, cómo, cómo se reía !

Y una vez más se cierra la calurosa tarde de estiaje en el Parque Independencia con las sonoras repeticiones que ya van llamando menos la atención de sus paseantes y espectadores habituales. Lalo sigue impávido su ritual de paseo cargado del lúgubre requiebro de aquella madrugada. No. Lalo no está loco. Eso lo sabe su familia y también sus amigos. Tras sudar la fiebre de dos días que continuó a su pavorosa experiencia arregló su vehículo y cambió a la ruta de la Bartolomé Colón. Por allí hay clínicas, pero no cementerios...

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