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Con la vista en el otro lado

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Con la vista en el otro lado

Muchas aguas han corrido, muchas historias se han entrelazado desde aquellos instantes que los mayas describen con llaneza y desprecio del tiempo absolutos en el Popol Vuh: "Entonces se manifestó con claridad, mientras meditaban, que cuando amaneciera debía aparecer el hombre. Entonces dispusieron la creación y el crecimiento de los árboles y los bejucos y el nacimiento de la vida y la creación del hombre. Se dispuso así en las tinieblas y en la noche por Corazón del Cielo, que se llama Huracán".

Otras son las explicaciones y teorías sobre la creación, la ciencia ha avanzado, los controles sanitarios son más eficaces, el darwinismo no tiene ya secretos, y el hombre ha logrado ensanchar las fronteras de la vida hasta límites insospechados. En comparación con sus antepasados de milenios o unos cuantos siglos atrás, las expectativas de vida se han más que duplicado, como se exponía en una investigación con sello europeo y divulgada hace poco. La inevitabilidad de la biología continúa, pero sin los apremios que reducían el paso terrenal a un promedio de treinta años.

En adición a los argumentos científicos, se indicaba que no corremos ya los riesgos implícitos en domesticar la naturaleza y acceder al alimento en condiciones peligrosas, como enfrentar a una bestia salvaje con un arma rudimentaria, eficaz solamente a una distancia en que un error acarreaba el final. La esperanza de vida ronda ya a los ochenta años en el septentrión de Europa donde se formalizó el estudio de marras, pese a los fríos terribles y gracias al equilibrio en la convivencia con la naturaleza. Hasta nosotros, subdesarrollados, tenemos mejores expectativas que quienes paseaban su humanidad por estas tierras insulares cuando el acontecimiento del 27 de Febrero y la batalla del 19 de Marzo, del 1844.

Nuestras sociedades han relegado a un segundo plano la preocupación por el complemento indispensable de la vida: la muerte. En el alfa y omega de la existencia se actúa con ignorancia supina y desperdicio de lo que menos tenemos pese al gran avance de la medicina y el descubrimiento de drogas cuasi milagrosas: el tiempo. Y todo porque no entendemos oportunamente esa dialéctica inevitable, la paradoja de que se nace y se muere, que el principio y el final a todos nos igualan.

A François Mitterrand, a quien la incredulidad le venía por convencimiento y práctica política, le atormentaban las dudas en el tramo último, perdida ya la partida frente a la enfermedad que lo arrastraba inexorablemente hacia la tumba, sin piedad. A la caza de respuestas, trabó amistad con una especialista en el cuidado a enfermos terminales en un centro parisino. Ese gran político, que rompió el monopolio del poder que la derecha había implantado en Francia y evitó sagazmente que los recodos escandalosos de su experiencia vital se hiciesen públicos, había aprendido a vivir. No sabía cómo morir, y la oportunidad de esa otra tarea se le escapaba.

Me viene ese recuerdo de lecturas pasadas a causa de una reseña aparecida en el diario británico The Guardian y que alguien me envió con más amor que gentileza. No contento con la glosa, compré de inmediato el libro. No me arrepiento, The Top Five Regrets of the Dying (Las cinco quejas principales del moribundo) encamina por un mundo diferente al que conocemos y que sin embargo también es nuestro. Nos nutre con la experiencia de una escritora y artista australiana cuyo trabajo primordial consistía en acompañar en sus momentos postreros a enfermos terminales. Arribó a esa profesión sin entrenamiento, llevada por la necesidad de procurarse un sustento. Se especializó en una tarea en que su corazón, su profundo respeto por la dignidad humana, empatía y dulzura, derribaron las distancias y le permitieron establecer un vínculo íntimo con esas personas a punto de subirse en la barca, con el Aqueronte ducho en el control de los remos.

Me he vuelto más aburrido que de ordinario, porque no hay cenáculo en el que deje de comentar con admiración el libro de Bronnie Ware y suelte a quemarropa la primera queja: hubiese querido tener el coraje de vivir la vida que deseaba, no la que otros esperaban de mí. La traición a sí mismo, la inmolación del yo verdadero en el altar de la hipocresía, se impone como el pasivo mayor en los albores de la muerte. Me confieso sorprendido en primera instancia, pero una reflexión sencilla conduce de inmediato a la verdad expuesta en una situación en que, como en el subconsciente a decir de Freud, no cabe la mentira. "Si solo..." Muy tarde para recomponer el ajedrez de tantos años, de tanta preocupación por el qué dirán, de las represiones internas, de la pertenencia dócil al rebaño regido por las reglas que la sociedad taimada impone. Por eso admiramos la otra valentía, la que permite ser de una sola pieza, sin armaduras extrañas y fidelidad exclusiva a sí mismo. La que rompe tabúes, prejuicios, la tradición esclerótica. El debí haber sido yo mismo castiga con el rigor de lo irremediable, y nos devuelve una sentencia severa cuando nos sometemos al dictamen sin apelación del tribunal personal.

El otro remordimiento es pan nuestro de cada día: dedicar demasiado tiempo al trabajo. Cuestión de semántica, y que por oposición se entiende con claridad total. Las horas consumidas en producir más allá de lo necesario, llevados por la pasión del rendimiento y la cerrazón ante la advertencia de quienes nos reclaman un poco de atención, fueron restadas a otros o a empeños iguales o más nobles que el trabajo. Por supuesto, la experiencia de Bronnie Ware se corresponde con sociedades diferentes y donde la supervivencia acarrea otra silueta. En la pobreza no hay opción, y toda la energía vital tiene un solo cauce cuando hay necesidades primarias que cubrir.

La falta de coraje para expresar los sentimientos se inscribe en el tercer apartado. La conexión entre las tres lamentaciones es evidente y podrían resumirse en la dislocación del propósito central de la vida, no otro sino dar rienda suelta al potencial que nos viene por ser humanos, homo sapiens, con cabeza para discernir y, sobre todo, tomar decisiones. Los pacientes de la joven australiana -predispuesta a la espiritualidad por su abrazo de la filosofía oriental, de la meditación, del yoga y de la vida sin afeites-, se lamentaban de no haber hecho mejor uso de su libertad.

Parte importante del proceso de socialización es saber guardar los sentimientos, domeñarlos y dejarlos escapar a conveniencia, cuando no delaten las debilidades internas pero tampoco las tramoyas de la personalidad real. En ese propósito se levantan barreras y construyen distancias, como si el refugio en el yo fuese el remedio certero no obstante el carácter gregario al que todos asentimos como sello característico de nuestra especie. Administrar los silencios puede que sea prudente. La definición más acabada de callar los sentimientos es cobardía.

En el catálogo de remordimientos a que se alude en The Top Five Regrets of the Dying: A Life Transformed by the Dearly Departing, la falta de dedicación a los amigos aflora como pena a cuestas en las conversaciones con el contigente de desamparados del futuro. Es la reafirmación de nuestra naturaleza, propensa a crear lazos afectivos y responsable de la búsqueda permanente de identificación en una comunidad de intereses, aficiones, gustos o, ya en otra dimensión, de complementos. Sin embargo, la dinámica misma de la vida crea hiatos en las relaciones amistosas, a veces a contrapelo de nuestros deseos y las consiguientes aprensiones. Intervienen la desidia, en ocasiones, y también el agotamiento de los lazos vinculantes. Amigos duraderos, a prueba del tiempo y de las veleidades, son pocos. Los mejores son aquellos con que nos relacionamos en la niñez o en la etapa de asomo a la vida profesional. En el fondo, la nostalgia remite a una falta de afectos, a un vacío que probablemente golpea con más intensidad cuando se está al borde del abismo de la existencia.

Sonaría contradictorio, falto de consistencia, de sentido claro. No lo es, sin embargo, una vez se aprehende: hubiese deseado haberme permitido ser más feliz, el último de los cinco grandes pesares de esos hombres y mujeres a punto de exhalar el último suspiro. Disfrutar de las cosas bellas que tiene la vida, como la estrofa en uno de los mejores merengues, parecería asunto de niños. Y lo es. La dificultad aparece cuando la complejidad asume. Perdemos el rumbo y el día a día se convierte en un espejismo que se esfuma con la misma facilidad con que aparece. Ahí están el mar, la lluvia, una tarde apacible de domingo o día feriado, el paseo en contemplación de ese paisaje que hemos visto muchas veces pero que hoy es diferente gracias a quien nos toma la mano, el reencuentro con el amigo, una llamada telefónica para decirnos que hay amor del otro lado de la línea imaginaria en la moda de los móviles, el libro bien escrito y pensado, esa melodía inolvidable, la alegría del otro, el momento de camaradería, la satisfacción por el deber cumplido, sabernos útiles al familiar o a quienes queremos o no...

Permitirnos ser más felices requiere de una sensibilidad que no se compra en botica, sino de una filosofía de vida que se articula lentamente y que se precisa blindar ante los ataques arteros y las inconveniencias que sin pedirlas nos depara la rutina. Demanda, además, una dosis de sabiduría práctica y de convencimientos profundos, de principios que no se doblan ante las primeras adversidades. Aprendizaje diferente que nunca termina y para el cual no existe ayuda cierta en libros de texto. La felicidad, en un discurrir llano, es un estado mental al que se accede por decisión propia. Así como no hay dos seres exactamente iguales, y no sé si la razón y las emociones alguna vez serán clonadas, tampoco hay dos felicidades similares. Se intersectan sí, pero aun así conservan la especificidad que proviene de la individualidad.

Detenerse en la narración de Bronnie Ware, en los ejemplos que presenta y los testimonios de los enfermos terminales a su cargo, explica el por qué ha sido un éxito de librería en un mercado saturado por nimiedades disfrazadas de pretensiones sabias o sesudos estudios de la conducta humana. En la ausencia de distracciones en la exposición y de la burda intención aleccionadora que permea toda esa basura de la llamada auto-ayuda o libros de inspiración, radica la riqueza y profundidad del listado de cuitas para las cuales ya no había remedio. El relato tiene más fuerza si lo tomamos como un espejo o una balanza, para reflejarnos o medirnos. De una u otra forma estamos descritos en ese desamparo final, en esas horas fundamentales que tenemos determinadas con el nacimiento, mas ignoramos cuándo advendrán.

Bien entendido, ese desconocimiento es un espacio más para la libertad, para ser nosotros mismos, dedicarnos más tiempo junto a los seres queridos, exponer los sentimientos sin cortapisas, compartir más con los amigos y permitirnos ser más felices. Lástima que pese la inteligencia y el error humanos vengan en el mismo paquete. Y seamos los únicos en tropezar dos veces con la misma piedra.

Permitirnos ser más felices requiere de una sensibilidad que no se compra en botica, sino de una filosofía de vida que se articula lentamente y que se precisa blindar ante los ataques arteros y las inconveniencias que sin pedirlas nos depara la rutina. Demanda, además, una dosis de sabiduría práctica y de convencimientos profundos, de principios que no se doblan ante las primeras adversidades.