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Muro de Berlín
Muro de Berlín

Con miedo a muros en Berlín

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Con miedo a muros en Berlín (RAMÓN L. SANDOVAL)

He vuelto a Berlín, de gris cer rado por un tiempo inclemente de fríos congeladores y neblinas que se roban el paisaje urbano para esconderlo en un manto húmedo, pero desde hace más de 25 años sin el muro que partía ciudad y almas en mitades que nos llegamos a creer separadas para siempre. Muy pocos en la Europa milenaria aspiran a reconstruir la muralla de la Guerra Fría, o a recomponer bloques ideológicos. Al parecer, esas técnicas de manipulación y aislamiento las han asumido otros.

Alemania y su antigua capital se han reencontrado en una nueva era de esplendor. Una matrona del antiguo Este encabeza la república. Más en atención a la solidaridad humana que a razones políticas, derribó otro muro, el de la intolerancia, tanto o más resistente que la materia inerte reforzada con acero. Cientos de miles de refugiados, en gran medida víctimas de las políticas erradas de las potencias occidentales en el Medio Oriente, se han acogido a la hospitalidad alemana.

Las inhibiciones políticas desaparecieron junto a otras que han hecho de la ciudad, —reducida a escombros en un 70 por ciento al final de la Segunda Guerra Mundial—, una de la más abiertas de toda Europa. La simbólica Puerta de Brandenburgo, otrora en un limbo geográfico, ya da paso a todos. La cuadriga romana remata una vez más la estructura neoclásica que recuerda la Acrópolis de Atenas, con su cruz y águila tal como las diseñó Schadow y que el prejuicio comunista se había llevado. Los caballos de tiro apuntan hacia la ciudad, y también hacia el futuro.

La moderna arquitectura de la nueva cancillería, donde Angela Merkel se enseñorea y echa la batalla por la supervivencia de la Unión Europea, testimonia un optimismo que choca con la realidad de estos tiempos tormentosos que se incuban allende el Atlántico y señalan nuevas murallas, fronteras cerradas, nacionalismo a ultranza y todos esos males que acarrearon años de ruina y vacas flacas a los alemanes.

Ya no hay estaciones prohibidas ni cerradas al público. El S-Bahn y el U-bahn, el metro y los trenes regionales, operan sin el óbice político o geográfico, deshaciendo las distancias físicas y las otras que impuso el pasado comunista. Oeste y Este reducidos a referencias a puntos cardinales. El turismo, abundante pese al clima de heladas y vientos, busca con insistencia las huellas de la capital escindida; y a vista de lo que resta de la ignominia física aquella, reflexionar o imaginar la vida en aquel entonces de rivalidades ideológicas, juegos de espías, represión y muerte.

Berlín Oriental era otro mundo, al que se accedía por el Checkpoint Charlie y la rigurosa inspección del autobús turístico. Inextinguibles mis recuerdos de aquella primera vez y que relataba a propósito del filme El puente de los espías, meses atrás. Todos éramos sospechosos, todos éramos enemigos. Los guardianes-verdugos del muro no disimulaban la desazón que les producían estas hordas de extranjeros curiosos. Sus órdenes eran impedir a como diese lugar el paso hacia el Oeste y la libertad. No tanto hacia el Este y la opresión. Cualquier equipaje solo contribuía a retrasar la revisión, que incluía la parte inferior del vehículo.

La masa gris, salpicada tantas veces de sangre, impresionaba a primera vista. Golpeaba los sentidos. Los tantos y tantos avisos de “está usted saliendo del sector americano” informaban de un tránsito físico pero no preparaban el ánimo. Aquella sinrazón de concreto armado desarmaba la esperanza. Desaparecía en la distancia de sus 120 kilómetros, cuatro metros de altura y 300 garitas —aprisionando la geografía urbana y el espíritu alemán—, mas persistía en pensamiento y sentimientos. Tanto más que una frontera, simbolizaba la división del mundo. La incomprensión y la intolerancia. La separación cimentada en dos praxis y doctrinas mutuamente excluyentes.

Previamente, la guía había advertido de la importancia de contestar sin vacilación cualquier pregunta, no bromear ni canjear más dinero que estrictamente el necesario: traspuesta la frontera, el marco de Alemania Oriental carecía de valor. Cambio de moneda y también de ambiente y de guía, una señora indescifrable en cuyo rostro, si alguna vez se perfiló una sonrisa, causa de un extraño descuido debió ser.

A los cicerones de Berlín Occidental les estaba vetado trabajar del otro lado. Podían contagiar la ortodoxia con un relato convincente de las atracciones turísticas del Berlín verboten, con sus cabarets decadentes, prostitución callejera y los excesos propios del capitalismo satanizado por un alemán, Carlos Marx. Pero también la geografía urbana de hacer y pensar lo que viniese en ganas mientras no se infringiesen los derechos del otro; y sin temor a la Statsi, el pavoroso Ministerio para la Seguridad del Estado con nómina de 173.000 chivatos, 274.000 burócratas y 13.000 soldados: 2.5% de una población de 17 millones dedicado a espiar “la vida de los otros”. Poder absoluto del aparato de seguridad estatal, incluso sobre la intimidad del ciudadano. El Gran Hermano en alemán.

Atrás el bullicio, quién sabe si hasta la alegría, el tráfago urbano, las luces de neón, el sistema del libre albedrío para comprar, vender y empobrecer. Era una tajada de ciudad en luto permanente, con fantasmas de rostros adustos como habitantes, cargados de tormentos para los que no parecía haber remedio. La bellísima avenida Unter den Linden lucía desierta salvo por unos cuantos autobuses austeros para el transporte urbano y unos pocos carros Trabant “Made in the DDR”, con su carrocería plástica y motor de baja cilindrada inmortalizados en aquella foto famosa de uno de ellos en un contenedor de basura luego de la tronera en el muro. Un ejemplar se exhibe junto a la porción amurallada aún en pie, para satisfacer la curiosidad y provocar la hilaridad de los turistas.

La muralla sucumbió, quisiera pensar que para siempre urbi et orbe, y los restos de su ruina son piezas de museo, de colección, de interés académico. Los tramos aún erectos, pintados por artistas de todo el mundo con alusiones a la paz y al sacrificio de quienes perecieron en el intento de burlar la frontera de terror y cemento, son un alerta, un recuerdo de qué tan lejos puede llevar la obcecación política.

En algunos puntos urbanos, las bases del antiguo muro enmarcan las aceras para los peatones. Sensación inigualable la de caminar en libertad, contemplar sin obstáculos vanos el fluir indiferente y casi invisible del río Spree, y posar los ojos en las edificaciones relucientes que acomodan al gobierno alemán.

Unter den Linden reivindica su atractivo de gran bulevar en el centro de la ciudad reunificada. La generosidad de sus carriles se abre a vehículos de todas pintas y de gran cilindrada. Nuevos usuarios son esas máquinas alemanas legendarias que rezuman confort y potencia, emblemas de una tecnología con sello de eficiencia, innovación y calidad. Restaurantes de postín e innumerables sitios de diversión animan la versión actual del Mitte, el distrito corazón berlinés infartado cuando había Este.

Las barreras físicas nunca detienen las ideas. Construido en 48 horas, el Muro de Berlín encarnó la Guerra Fría durante casi 30 años. Desapareció para mutar en testigo de una época, de un esfuerzo por subyugar al mundo en un canje de libertad individual por la ilusión colectiva del llamado socialismo real. Poderosa alarma preventiva contra los ismos de nuevo cuño, tan perversos y siniestros como los viejos.

adecarod@aol.com

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