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Cuando abrimos los ojos, Tomás y Armando ya estaban ahí

Barbilampiños andábamos, embelesados en los trasuntos indescifrables del tiempo en que se consumía la sociedad de la época, sin que pudiésemos sospechar las jugarretas del destino. Intentábamos comprender las señales de aquellas sinuosas mareas históricas del momento, pero resultaba imposible adherirlas por completo a nuestra conciencia restringida que todavía se ufanaba de las glorias chicas de la aldea, de los hosannas jubilosos que la cotidianidad imponía en los fueros y desafueros ensoñadores de la adolescencia en marcha.

Eran los sesentas, que entonces ignorábamos que nos marcarían a todos los que estábamos abriendo los ojos al tiempo mezclado de derroteros ambivalentes que solo pudimos entrever cuando ya era otra la época y otros los recovecos de la vida. Por entonces, no. Solo entendíamos la vida en el disfrute de las cosas sencillas, esa vida de oratorio festivo, misa dominical, tanda vermouth, matinee, sentadas diarias en el parque para bobalicar la existencia en infinitas diatribas fraternas, esquinazos de dulces instantes para alcanzar la esperanzadora atención de la que se pretendía amada, la escuela, las tareas, las fiestecillas caseras, en fin, eso, la vida sencilla.

De algún modo salimos de ella casi a galope, buscando los horizontes que trastornarían aquel cuadro de atrincheradas bondades que solo la edad reconocería. Pero, luego supimos que sí, que la vida sencilla nos organizaba el corazón. Vinimos a descubrirlo mucho después, con aquel librito bondadoso de Charles Wagner. Y más tarde aún, cuando nos la cantó Facundo Cabral ("Te daré la vida sencilla/ con las cosas que el hombre olvidó/ sin alfombras pero con sonrisas/y los ojos abiertos al sol... Dios ha puesto la dicha en lo simple/ y ese es el camino/ a la felicidad"). Y cuando la poetizó Octavio Paz en versos que llevaban este título ("Llamar al pan y que aparezca/sobre el mantel el pan de cada día/darle al sudor lo suyo y darle al sueño/y al breve paraíso y al infierno/y al cuerpo y al minuto lo que piden...").

Eran los sesentas y sus señas de identidad estaban ahí, envolviéndonos con su mantra de bucólica deidad, sin que entendiésemos que era una época ebria de livianas mansedumbres uncidas al mismo tiempo de rebeldes quimeras. La época se aturdía de divisas y uno estaba ahí, auscultando licencias osadas para internarse en ella sin las contravenciones de la realidad adulterina que comenzaba a engatusarnos y a emporcar la calidez de la vida sencilla.

El país había superado ya los entremeses trágicos del fin de la barbarie, aunque tiempo después descubriríamos que no del todo. Había conocido la agitación de los días aciagos del sesenta y uno, y el interregno esperanzador de los albores democráticos abiertos en el sesenta y dos. Estábamos ya avanzando en la década que luego los analistas globales llamarían "prodigiosa", y lo fue. El sesenta y tres avanzaba a pasos gigantes. Una tarde de agosto, el grupo cotidiano esquinando en la calle Duarte vio pasar sin clamores de sirenas y con una caravana limitada al Presidente de la República que iba rumbo a Capotillo a celebrar en los andenes vitales de la historia el centenario de la Restauración. Todavía me parece ver a don Juan Bosch mientras saludaba a los que estábamos en ese momento en la principal vía que entonces llevaba al Cibao y que dividía medio a medio a la aldea. Alguna emoción tuvimos que vivir en aquel instante fugaz. Moca era una ciudad cívica donde los perredeístas eran contados y casi se conocían todos por sus nombres y apellidos. Es probable que, entonces, no alcanzáramos a ver que en aquel vehículo simple, sin los aspavientos propios de la marca presidencial, iba la dignidad con su testa y su ropaje de albura, la dignidad que poco más de un mes después caería agredida por la insensatez, la cobardía y el odio.

Uno veía entonces pasar la Historia y nada sucedía. Éramos barbilampiños y aún no estábamos preparados para entender el señorío de la Política y sus cauces, y las marcas mismas que la época plantaba. Abríamos los ojos para aquellos días, imberbes. Atentos a los deleitosos convites de la amistad provinciana, a las glorias de Marichal en el Big Show, a la de los "teléfonos" Alou, y en el caso de los aguiluchos al cardenalicio Julián Javier, a quien con muy corta edad un tío político me llevó a verlo defender con inigualable maestría la segunda almohadilla en el Estadio Cibao. Solo Bill Mazeroski parecía superarle.

El sesenta y tres fue un decenio deslumbrante. Había nacido para nosotros con el ascenso del primer gobernante libremente electo en más de tres décadas, pero fue el año en que Mario Vargas Llosa saltó a la fama que aún lo sostiene con La ciudad y los perros; la época de gloria de Brigitte Bardot y Marcelo Mastroianni; la de Buñuel con Viridiana; la de una película inolvidable de Elia Kazan, Esplendor en la hierba; la de Rayuela; la de la muerte temporal del peronismo en Argentina; la de Pacem in terris de Juan XXIII que fallecería poco después; la del inicio de la distensión entre rusos y norteamericanos; la de Francois Duvalier y la de Stroessner; la de la elección de Pablo VI, el ascenso del líder nacionalista de Argelia Ben Bella, del caso Profumo en Inglaterra y la de aquella pelea célebre de Sonny Liston contra Floyd Patterson antes de que llegara la jactanciosa era de Cassius Clay, el inmortal Alí. ("I am the Greatest".)

Aquel agosto de 1963 en que abríamos los ojos a las señas de identidad de la historia, la personal y la colectiva, fue sobre todo el de Martin Luther King y su célebre marcha contra la discriminación racial y por los derechos civiles igualitarios, sellados con el memorable discurso "Yo tengo un sueño" que hoy recuerda una placa en la escalinata del Monumento a Lincoln de Washington en el justo lugar donde aquel gran pastor pronunció su sermón libertario. Y mientras la historia global andaba a tientas entre búsqueda de igualdades, entente entre potencias, conquistas espaciales, asonadas y golpes, en los compendios de la cotidianidad se escribían las historias personales de los que abríamos los ojos en el casi imperceptible paso de la pubescencia a la mocedad. Y sucedió entonces que cuando abríamos los ojos ya estaban ahí Tomás y Armando. En los lindes marcadores de la heredad, la que signa etapas y distingue influencias, uno no puede olvidar las identidades armadas, desde la lejanía, por personas que al paso de las épocas, si se tiene la dicha de consumarlas en toda su amplitud, terminan siendo tan señalizadoras como una lectura inolvidable, como un suceso formador o como una sentencia vital que te acoge sin alternativas entre sus brazos orondos.

Tomás Troncoso estaba abriendo surcos en aquel agosto de 1963 tan lejano ya, por donde comenzaban a colarse sin permiso avatares, gravedades y designios. Todos a una. Allí estaba Tomás cuando los caminos, aletargados aún por el peso de la época entre altanera y sombría, entre dinamitera y reanimadora, comenzaban a nutrirse de utopías. Creo no faltar a la buena memoria si afirmo que fue Adriano Miguel Tejada, casi siempre mejor informado que todos los demás, el que llegó al grupo para decirnos que había un comentarista deportivo que era menester escuchar. El béisbol era entonces, como lo sigue siendo hoy para muchos de nosotros, una fiesta perpetua, un fervor sin reticencias. Yo no recuerdo tanto ahora a Max Reinoso y Billy Berroa, a quienes admiraría hasta la sumisión años después, solo recuerdo a Tomás Troncoso, que desde la pequeña Radio Universal de Ellis Pérez (en tiempos recientes, Ellis me ha contado la historia de aquella aventura radial), ponía cada tarde los deportes en marcha, los deportes sí, pero casi siempre la criolla pelotanera de nuestros amores. El dial era pobre entonces y gracias a un radio de alta potencia del hermano Carlos Minaya, podíamos escuchar diariamente con ligeras interrupciones al Tomás Troncoso que con los días y los meses se nos hizo grande y nos abrió las entretelas de la conciencia para poder entender y disfrutar y sufrir los rigores de lo que entonces, ufanos, llamábamos todos el deporte rey.

Y abriendo los ojos estaba también allí Armando Almánzar, el que años después hubo de añadir el Rodríguez para que no lo confundieran con otro Armando Almánzar (Veras) de gran alcurnia periodística, mocano por cierto, que comandaba desde la Era redacciones de diarios con una dureza de carácter que, sin embargo, guardaba una generosidad sin límites. Almánzar, el crítico de cine, que el cuentista arribaría a la literatura nacional tres años después en aquel mítico concurso de La Máscara que presidiera Juan Bosch y donde le fuera premiado su antologado cuento El gato. En ese 1963, agosto también como Tomás, Armando Almánzar, entonces con veintiocho años de edad, iniciaba el comentario de la cinematografía de la época que, hasta su llegada, había sido oficio temporal de unos pocos y por tiempo escaso. Los jesuitas Sáez y Villaverde, casi al mismo tiempo, insuflarían el interés por el conocimiento del séptimo arte, pero Armando nos abriría de par en par las puertas de la pasión por el cine, que todavía continúa impertérrito abriéndolas.

Caramba, han pasado cincuenta años de ambas estelas, forjadas sobre los caminos de dos pasiones incontrolables y dichosamente sediciosas. Béisbol y cine. Si le añadimos la literatura, que el segundo de los dos ha llevado a cuestas con felices engendros, ¿para qué necesitar más?

Estábamos abriendo los ojos en aquel 1963 -hablo por mí y por muchos de mi generación- y cuando apenas comenzábamos a percibir los tintes, las efigies, los portales, los atavíos y las huellas del tiovivo de la historia, ya estaban esperando por nosotros Tomás Troncoso y Armando Almánzar, iconos venerables de un ayer que se nos fue pero que seguirá marcando nuestras vidas por siempre.

Tomás Troncoso nos abrió las entretelas de la conciencia para poder entender  y disfrutar y sufrir los rigores del deporte rey. Armando nos abriría  de par en par las puertas de la pasión por el cine. 

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