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Suicidios
Suicidios

Cuando no hay vuelta atrás

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Cuando no hay vuelta atrás

La circundaba un muro de curiosos sin convocatoria alguna al drama del que todos eran testigos de ocasión, roto el silencio por comentarios extemporáneos o lamentaciones espontáneas afines al pueblo llano. Hablo de una de mis primeras encomiendas como reportero novel en El Nacional de ¡Ahora!, a media tarde de un sábado antes de la conversión dominical del vespertino en matutino. Baladí el hecho, a un veterano jamás lo hubiesen enviado a cubrir el suicidio de una presunta trabajadora social que cortó voluntariamente todo nexo con su vida de miseria humana y material arrojándose del puente Duarte. Pagaba yo el noviciado.

La desazón me embargaba mientras apuntaba observaciones apresuradas. La escena de aquel cuerpo menudo estrellado contra la calle, el manchón de sangre cuya verdad cromática robaba el negro del asfalto, la falda y blusa baratas que apenas ocultaban el desastre anatómico, la cartera de material sintético todavía al hombro, se me montó en el cerebro para siempre. Sentía con fuerza el sol que alumbraba la Humanidad de la que quiso apartarse aquella desconocida al tomar la decisión mortal. Allá arriba, aleado al acero del puente, otra vida se desarrollaba en forma de tránsito lento responsable del ruido que se confundía con el viento venido del Ozama histórico. Casi cincuenta años después, aún recuerdo vívidamente aquella tarde del junio estival.

Las mismas preguntas de entonces me asaltan cuando me entero de que alguien conocido se quitó la vida, o leo los detalles de casos rodeados de casualidades que sí los convierten en verdaderas noticias. Porque ha de suponerse que antes de la derrota del instinto de conservación y del desciframiento de cuantos códigos están instalados en el bípedo para inducirlo a preservar la vida incluso en las circunstancias más extremas, se recorrió un largo camino de desaliento, desesperanza, incredulidad en la fuerza propia y convencimiento absoluto de que la ruta terminaba en cul de sac sin posibilidad de giro.

No alcanzo a comprender aún cómo se cae en esa trampa de la que no hay escapatoria. Optimista por convencimiento propio, me resisto al aislamiento total y la entrega sin remisión a la desesperanza. Mentiría si dijese que cuento con la habilidad de imaginar un cuadro existencial sin un ancla, quizás ligera pero atadura al fin, de amor; sin amarre alguno a ilusiones o sueños; desnudo de afectos aunque fuesen de una sola vía y con un déficit total de futuro.

Cuando apenas conocía el abecedario, en mi entorno familiar y de mano de un primo circulaban El hombre mediocre y Aura o las violetas, del médico-cum-filósofo ítalo argentino José Ingenieros y del ultra liberal colombiano José María Vargas Vila, respectivamente. De este último y contra quien el sermón religioso había dictado el non imprimatur, recuerdo una frase que la muchachada de entonces cacareaba sin reparar en el contenido de reivindicación del libre albedrío: “Cuando la vida es un martirio, el suicidio es un deber”. En la instancia, la definición del martirio carece de vocación social por cuanto abarca exclusivamente el terreno de lo personal. Por extensión, entonces, ese ímpetu último merece el mayor de los respetos porque representa el ejercicio postrer de la libertad humana, sin importar las razones conducentes a ese final irremediable. A todos asiste el derecho al derrotismo.

Una decisión tan extrema escapa al ámbito de lo público, al menos, claro está, que intervengan factores que importen a la colectividad; o el suicida fuese una celebridad cuya desaparición no pasaría inadvertida de todos modos. Detesto la intromisión grosera de los medios en la intimidad de quienes tomaron la última decisión de su vida, que ya no es suya sino de quienes le sobreviven, probablemente atolondrados todos, llenos a capacidad de dudas. La descripción de cómo escogieron morir lacera porque no hace más que generar más niebla en el esfuerzo de aprehender ese salto consciente a la nada eterna.

¿Por qué convertir la tragedia privada en noticia? A menos que se trate de un familiar cercano, de un amigo entrañable, de alguien perteneciente al círculo reducido de verdaderos amigos, ¿a quién importa que Ciudadano X optara por un nudo al cuello para escapar a otros mundos? De morir de pulmonía, de un ataque fulminante al corazón o de cualquier dolencia vulgar y corriente, jamás nos enteraríamos de su ingreso al inventario fatídico de quienes ya no están. En la mayoría de los casos, las notas periodísticas sobre los suicidios alimentan el morbo. Si el dolor es ya carga muy pesada para los deudos, ¿a qué añadir el escarnio público con que aún se arropa el derecho a decidir cuándo la vida es un martirio y se salda con la muerte voluntaria?

Acto de cobardía o fortaleza, lo ignoro. Como cuestión de honor, era norma prescriptiva en algunas culturas. El sepukku en Japón se reservaba a los samuráis cuando fracasaban en la consecución de un objetivo. Los kamikaze de la Segunda Guerra Mundial estrellaban sus aviones contra los navíos norteamericanos en el Pacífico en una misión considerada gloriosa y que justificaba perder la vida. El patriotismo o el convencimiento cultural de que solo la muerte autoinducida borra la falta, nada tienen que ver con ese otro suicidio de que hablo, precedido por la angustia, la impotencia, la incapacidad para encarar situaciones y resolverlas sin acudir al recurso supremo.

Sin embargo, incluso en esos momentos de cerrazón mental a canto hay rasgos que implican lucidez y evidencian todo un proceso de preparación para la despedida final. Ahí están esas notas con que a veces el suicida trata de explicarse. Otra verdad se evidencia: cansancio o incapacidad para vivir.

A fuerza de unas letras y música que escalan y bajan el pentagrama, nos hemos aprendido de por vida las notas sobre el suicidio lírico de la poetisa suiza-argentina-uruguaya Alfonsina Storni, aunque nunca sepamos, juntos con Ariel Ramírez y Félix Luna, cuáles angustias la acompañaron, qué dolores viejos callaron su voz ni cuáles poemas nuevos fue a buscar al fondo del mar, “arrullada en el canto de las caracolas marinas”. Un buen día, en soledad y en ciernes la madrugada, se adentró en o se lanzó a las aguas del Atlántico Sur en Mar de Plata, y sumergió allí para siempre el cáncer que le corroía los senos y esa inquietud imparable que le producía la desigualdad de género. Es el suicidio más lírico que he conocido, descrito con anticipación en los versos dulces, pausados de Voy a dormir, con domicilio conocido en otro de sus poemas, Yo en el fondo del mar.

Sobrevivió a los campos de concentración nazi y en sus obras, sobre todo en el relato desgarrador de Si esto es un hombre, Primo Levi nos introduce en un mundo de horror, deshumanizado y en el que la esperanza se cultiva día a día. Resistió el cautiverio, mas no el tormento de ignorar por qué él sobrevivió y no otros. Terminó con sus días arrojándose por las escaleras del edificio donde vivía en el norte de Italia, 45 años después de lograr la libertad. Nunca se recuperó del trauma de vivir, y escogió la libertad para terminar lo que no consiguieron extinguir los verdugos de Hitler.

Paso supremo, vuelta sin retorno, ventana abierta de par en par a las conjeturas. Inquietante como toda pregunta existencial sin respuesta, la incertidumbre de ignorar si una palabra amiga, un toque de humanidad o la compañía a tiempo, pudieron ser la diferencia entre vivir o morir.

adecarod@aol.com

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