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Cuqui Córdova, académico de la historia deportiva

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Cuqui Córdova, académico de la historia deportiva
Cuqui Córdova (JUSTO FÉLIZ)

Los culturosos rara vez se llevan bien con el deporte. Ignoro las razones, pero entre las excepciones, me incluyo. La historia humana no puede concebirse sin las grandes hazañas guerreras, sin el rol de la fe en cualquiera de sus expresiones, sin los rejuegos de la política, sin los descubrimientos científicos, la actividad económica, la creación artística, la literatura y el deporte. Todo lo demás se le agrega o se le subordina.

Un partido de fútbol, con los firuletes de sus estrellas, puede a veces parangonarse con una composición sinfónica y, en no pocas ocasiones, con un espectáculo teatral. Neymar o Cristiano Ronaldo, y en sus épocas Maradona y Ronaldinho, por dejarlo en esa cuenta, han demostrado la importancia de las condiciones histriónicas en la cancha. Y no digo Suárez que hasta sus tarascadas inserta en su teatro futbolístico. Michael Jordan en su tiempo, convertía sus engarces sobre el canasto en una estética del balón, una danza ritual en un escenario de maravillas, un verdadero fililí. Mickey Mantle, en su belle époque, o Sandy Koufax, en la suya; Juan Marichal, Julián Javier, transformaban el béisbol en una contienda marcial, en una riña de titanes que dibujaban su arte sobre las vallas de los tetrabases, en la grama donde los brazos parecían extenderse al infinito para atrapar la bola en juego, o sobre la lomita desde donde salía la esfera hacia el plato creando rectas y curvas que, perfectamente, podía envidiar Picasso. No exagero. El deporte es un arte. Como el de Fistiana. Como el de Messi. Como el de Pedro Martínez. Como el que diseñaron los patrulleros de Haina en la historia que recogen los anales gloriosos del Clandestick Park de los inolvidables sesentas.

La literatura deportiva tiene, por estas razones, un espacio en mi biblioteca. Literatos deportivos han sido Galeano y Benedetti. Pero, la escritura sobre el deporte, al margen de la que se reseña en los diarios cada día en todo el mundo, tiene nombres dentro y fuera de nuestro lar, que bien merecen la atenta disposición de una lectura, desde luego con las mismas exigencias que le hacemos a los escritores de poesía, novela, cuento o ensayo: que muestre rigurosidad y talento. En este tenor, la literatura deportiva dominicana está bien servida, aunque debiera ser más activa. Exalto, entre otros, los nombres de Héctor J. Cruz, Tony Piña, Carlos Nina Gómez, Heriberto Morrison, J. C. Malone, y una obra que tuve la honra de coordinar y editar, y que entiendo es la más sobresaliente del género: “El béisbol en República Dominicana: crónica de una pasión”, de Orlando Inoa y Héctor J. Cruz, con una edición de lujo, otra popular y una tercera en inglés. La joya de la corona.

Entre todos, un rayo que no cesa. Con el halo del gladiador que permanece en la cresta de la ola desde hace décadas, Emilio Nicolás Córdova Pereyra (nieto del maestro Ulpiano Córdova, nombre que lleva una de las principales calles de mi pueblo), hace rato que traspasó los linderos de la crónica para convertirse en Maestro de la literatura deportiva nuestra. Acaba de poner su nombre de moda The New York Times (me parece escucharlo decir: “que no es un maíz”), pero entre nosotros es, desde hace muchos años, fuente enciclopédica del saber beisbolístico, un conocimiento que vale tanto como el científico, el economista o el literario. Cuqui Córdova ha historiado nuestro deporte mayor con persistencia, discernimiento, pasión y decencia. Su escritura es directa; su reseña, precisa; su narración, perlada de estadísticas que muestran la consistencia de las proezas de su biografiado; su obra toda, una contribución sin precio en la construcción de la historia del béisbol dominicano.

Al margen de los volúmenes de su valioso “Album del recuerdo” y de su pasión escogidista en textos de gran valía –que los aguiluchos perdonamos-, su formidable colección historiográfica sobre el béisbol criollo ha de ser, sin dudas, su aporte más notable. Iniciada en 2003, hace trece años, con quien debía ser: Osvaldo Virgil, el primer dominicano en jugar en Grandes Ligas, esta colección permite al lector internarse en las vidas y logros de las figuras más sobresalientes del béisbol profesional de nuestro país, gracias a una reseña de rápido consumo y de puntuales detalles. A Virgil le han seguido luego, en doce entregas, el “gamo” Tetelo Vargas, el “rabbit” Horacio Martínez, el “monstruo de Laguna Verde” Juan Marichal, la “montaña noroestana” Guayubín Olivo, el “panqué de Haina” Felipe Rojas Alou, el “acorazado de bolsillo” Mateo Rojas Alou, “el chory” Manuel Mota, “el bombardero del Cibao” Chilote Llenas, el “loro” Ventura Escalante y, el más reciente, “los tres grillos, A, B y C”, Pedro, Andrés Julio y Luis Arturo, los célebres Hermanos Báez. Anotemos que en esta colección se incluye un volumen dedicado al “mejor de todos” los campeonatos de béisbol realizados en República Dominicana, el de 1937, en el que actuaron cuatro auténticos bigleaguers que, a causa del racismo norteamericano de la época (vigente aún en determinados estratos de esa sociedad) estaban impedidos de jugar béisbol profesional: Satchel Paige, Joshua Gibson, James -Cool Papa- Bell y el cubano Martin Dihigo, todos hoy nimbados de gloria en el nicho de los Inmortales de Cooperstown. De los cuatro, el matancero Dihigo estuvo en las Ligas Negras y por sus glorias en el béisbol de invierno de Venezuela y República Dominicana se les elevó, en ambos países, a la inmortalidad. Dihigo, Grillo B y Luis Tiant como lanzadores, el mocano Juan Delfino García (Bragañita) en la segunda base, y, entre otros, Grillo B en la tercera y Horacio Martínez en el campo corto, formaron parte de las Aguilas Cibaeñas en ese memorable torneo. Tetelo Vargas, el Mellizo Puesán y los cubanos Ramón Bragaña y Cocaína García, figuraban en el róster de las Estrellas Orientales. El tercer equipo fue los dragones del Ciudad Trujillo donde estrellas de la calidad de Enrique Lantigua, Joshua Gibson, Satchel Paige, el cubano Rodolfo Fernández (que luego, en el 52, cubriría de gloria a las Aguilas) y Papa Bell, permitirían que obtuviesen la corona de campeones.

Por cierto que del Mellizo Puesán, “el indio de acero”, también ha escrito Cuqui Córdova, y territorio aparte hizo también para “el ídolo del Jaya”, ídolo que fuese de nuestra primera juventud, Julián Javier. Quedan en el tintero, mientras los lectores fieles de Cuqui aguardan, las historias, estadísticas e imágenes de glorias más cercanas como las de Pedro Guerrero, Joaquín Andújar, Cesarín Gerónimo, Miguel Diloné, Vladimir Guerrero y Tony Peña que, junto a otras del pasado más remoto y del más reciente, han sido anunciadas por este gran cronista.

A su trayectoria como historiador del béisbol dominicano, Cuqui Córdova añade otros ejercicios: el del servicio social a través del rotarismo que es una de sus pasiones, el de una ciudadanía responsable, decente, que se gloría en exaltar las cualidades de sus biografiados y no sus yerros humanos (¡cuánto deberíamos todos aprender de esta condición, tan empeñados como siempre andamos en colocarle las banderillas al toro de nuestra preferencia!), y el de la jovialidad y la chanza. Unos minutos de conversación con Cuqui sirven siempre de terapia para espantar los malos humores.

Desde el 2001, según mis cuentas (cinco de marzo para utilizar la exactitud en fechas que maneja siempre como nadie este Maestro en sus crónicas y en sus pláticas), Cuqui Córdova trae a mi oficina o a mi casa sus publicaciones debidamente dedicadas. Es un honor al que dispenso especial valor. No bien me llegan, asumo su lectura y me traslado a la época en que ocurren los hechos que narra. Nunca lo dejo pendiente, el consumo es inmediato, lo que me ha permitido ufanarme en ocasiones ante amigos y cronistas de conocimientos que me vienen dados, fundamentalmente, por las lucidas ediciones de Cuqui.

En una ocasión me invitó a su casa y fue la magia. La suya no es una residencia cualquiera. Es un verdadero museo. Piezas de colección, bolas autografiadas de grandes luminarias, fotografías históricas, afiches y objetos preciados del béisbol, adornan sala, comedor, dormitorios y baños. El guía sempiterno de esta casa de recuerdos, es de lujo. No está abierta al público, de modo que los que tienen la dicha de pasar por ella como invitados del anfitrión lo tienen como privilegio atesorable. Su vida es el béisbol y a lo mejor se descubra un día de éstos que la cronística beisbolera cordoviana, junto al acápite de la compostura que exhibe, son razones de su saludable existencia. A sus ochenta y seis años, Cuqui Córdova –como bien lo describía en días recientes César Medina- se mantiene incólume, paseando su extraordinaria calidad humana junto a su impecable presencia. Para mí que hace rato es un académico de la historia deportiva y como tal debiera entronizarlo ya la Academia de la Historia. Me parece escucharle decir: “eso no es un maíz”.

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