Compartir
Secciones
Podcasts
Última Hora
Encuestas
Servicios
Plaza Libre
Efemérides
Cumpleaños
RSS
Horóscopos
Crucigrama
Más
Contáctanos
Sobre Diario Libre
Aviso Legal
Versión Impresa
versión impresa
Redes Sociales
Lecturas

De fantasmas, aparecidos y almas en pena

Expandir imagen
De fantasmas, aparecidos y almas en pena

Llegué a Nueva York invitado a dictar una conferencia en el Instituto Cervantes. La entidad organizadora me alojó, junto a mi esposa, en un viejo pero confortable hotel en pleno midtown de Manhattan.

La primera noche de la estancia, sentí que un soplo de aire se movía a intervalos por la habitación y levantaba ligeramente las sábanas de la cama, pero ingenuamente atribuí el hecho al aparato de aire acondicionado cuyo conducto me quedaba justo al frente. El fenómeno se repetiría durante las cuatro noches de permanencia en aquel hotel.

Mientras dormíamos, y aun despiertos, mi esposa y yo nos manteníamos inquietos a causa del ruido permanente que ocasionaban unos obreros que laboraban en horario nocturno en la construcción de un edificio cercano. Se escuchaban voces de forma intermitente y el estrépito de una polea que parecía subir y bajar –en mi imaginación- cargando cemento y materiales para la edificación. Cada mañana comentábamos sobre la dificultad de conciliar el sueño a causa del barullo que servía de fondo a nuestro descanso. Pero, no le dimos mayor importancia y ni siquiera solicitamos un cambio de habitación.

La segunda noche, luego de caminar por Times Square y cenar en un restaurante que habitualmente frecuentamos mi esposa y yo cuando viajamos a New York, mientras dormía percibí la presencia de alguien sentado en el borde de la cama que intentaba moverme de la misma. La primera impresión fue de desconcierto, pero el sueño me venció e ignoré el hecho. Pasaron unos pocos minutos cuando pude ver de forma brumosa a alguien que me pareció muy joven y de facciones morenas que, al abalanzarse sobre mí, perdía la firmeza de su cuello, y su cabeza, como decapitada, caía sobre su pecho. El desconcierto se convirtió en pavor, y mientras gritaba para desaparecer la escena me acurrucaba con mi mujer buscando amparo, mientras ella me acogía pidiendo silencio y rogándome que volviese a dormir.

Al día siguiente, comentamos lo sucedido, aunque ella dijo no haber visto ni sentido nada. Y volvimos durante el largo día a disfrutar el trajín newyorquino de sus grandes avenidas, de sus museos; la tromba de sus vaivenes, de su euforia inmanente, de su vitalidad y de sus maravillas. Nueva York es la ciudad que más disfruto y amo.

Intentando olvidar la escena de la noche anterior, regresamos en la tercera estancia nocturna a una habitación que comenzó ya a parecerme enigmática pero que debía seguir siendo la que acogiera nuestro descanso. El drama fue mayor porque, junto al batifondo de la supuesta construcción, que no cesaba y resultaba igual a la primera noche, como si fuese una grabación, el aparecido volvió a mostrarse entre brumas, sin que pudiese ser identificado totalmente, con su afán de sacarme de la cama y perdiendo la firmeza de su cuello, que era cuando se ponía fin a la escena, no sabía si porque hasta ahí llegaba el guión o porque ante mis alaridos y mi acurrucamiento conyugal el fantasma salía despavorido y cesaba su show.

Pero, a la cuarta fue la vencida. Era nuestra última noche, pues al día siguiente regresaríamos a Santo Domingo. Fuimos, como siempre, a ver una obra de reciente estreno en un teatro de Broadway, cenamos con unos amigos y regresamos un poco tarde al hotel. Esa noche el fantasma aguardaba para cerrar su espectáculo, que nos había amargado la estancia nocturna en New York. En la duermevela, hizo su aparición de nuevo. Esta vez se dejó ver más claramente. Era, en efecto, un joven moreno, incluso con gafas, no agresivo, pero si decidido a echarme de la cama y a mortificar mi permanencia en el hotel que, según supe luego, era el preferido de John F. Kennedy cuando viajaba a la gran manzana en sus tiempos como senador de Massachusetts. Su permanencia en mi cama, justo al borde, frente a mí, fue esta vez un poco más extensa. Cuando aterrado en mayor proporción que las noches anteriores, llamé insistentemente a mi esposa, que ni se inmutó y solo me abrazó mientras siguió imperturbable en su sueño, comprendí que, sin lugar a dudas, había estado compartiendo habitación y cama con un auténtico fantasma, que me había recibido la primera noche con el aliento de su brisa y se me mostraba en una especie de gran final en toda su amplia humanidad deshecha y ausente, como si desease contarme su historia ocurrida en aquel recinto que me servía de temporal albergue. Cuando despertamos en la mañana, al ofrecerle los detalles de lo sucedido a mi esposa, ella me dijo, sin mayores aspavientos, que en verdad yo tenía razón, pues cuando me aferré a su lado esa última noche, el fantasma del joven se sentó frente a ella y pudo entonces conocerlo igual que yo. A diferencia de mí, ella no se inmutó y siguió durmiendo.

Cuando nos despedíamos del hotel, me hice el propósito de comunicar lo ocurrido a algún ejecutivo del establecimiento. No habían sido agradables mis noches en el lugar y a alguien debía dar mi queja. En el counter, en el momento de hacer el check out, dije a la recepcionista que debía ordenarse una limpieza en la habitación que había ocupado. Ella me requirió qué había encontrado que estuviese mal dispuesto. Entonces, le conté brevemente la historia y me sonrió, sin sorprenderse. Me informó que no era el primero a quien le ocurría algo parecido, que los clientes que han vivido la experiencia paranormal allí eran incontables, que el hotel había sido en los años veinte un hospital, que no hay ninguna construcción en proceso ni en la edificación ni en sus alrededores y que, incluso, los propietarios, habían invitado todo pago a pasarse una semana en el recinto a reconocidos manejadores de espiritualidades adversas de distintas partes de EUA y que los mismos habían dado sus recomendaciones que no habían sido acatadas por los dueños, y que por esa razón el hotel estaba viviendo en esa época un práctico declive.

No era la primera vez, ni iba a ser la última, en que viviría tales experiencias. Las han sufrido algunos amigos y familiares. He escuchado historias de creyentes y agnósticos. Algunos de estos relatos alcanzan niveles escalofriantes que no he conocido ni espero conocer. Un conocido publicista, diestro en el manejo narrativo, me contó hace años cómo se vio sin proponérselo en medio de un acto de exorcismo practicado por un sacerdote experto a una mujer que disfrutaba jugando la Ouija hasta que conoció el mal mayor con todas sus consecuencias. Conozco el caso de la primogénita de un reputado líder político que, hastiada de sufrir los embates de un fantasma en su casa, pidió ayuda a su padre y éste acudió a una alta autoridad eclesial para resolver el problema que, finalmente, trató un sacerdote especializado porque esta no es labor de cualquier siervo del Señor. Crecí escuchando a alguien que pasaba frente a mi casa mocana en noches de insomnio, arrastrando unas cadenas. Un día pregunté a mi madre cuál de los orates del pueblo ambulaba de madrugada con cadenas. Ella que también lo escuchaba pasar, me dijo impasible que se trataba de una mujer que desde hacía muchos años vagaba de madrugada, como alma en pena, presumiblemente porque había matado a su hijo. Un conocido intelectual me ha referido experiencias sorprendentes que ha vivido. Marcio Veloz Maggiolo ha descrito en algunos de sus textos, sus vivencias sobrenaturales en Villa Francisca y en San Carlos. Por estos días he leído, sin sorpresa alguna porque entiendo, aun sea parcialmente, de dónde proceden estos aparecidos, los relatos de renombradas estrellas de Hollywood que han cohabitado en sus rutilantes mansiones con fantasmas de distintas especies. La famosísima Miley Cyrus, acostumbrada a las extravagancias para mantener sus niveles de popularidad, dice que desde hace años convive con fantasmas en su casa de Londres y que su afirmación no es uno de sus trucos publicitarios. Existen testimonios de cómo grandes figuras del cine, ya fallecidas, se niegan a abandonar sus glorias terrenales y suelen aparecerse en los platós de los estudios de Hollywood o en las mansiones donde vivieron. Y corren en este sentido los relatos paranormales protagonizados por las extintas Mary Pickford, Joan Crawford, Buster Keaton, John Wayne y Elvis Presley, entre otros muchos.

La vida humana está llena de peritajes fuera de cualquier comprensión racional. Pedro Mártir de Anglería en “Décadas del Nuevo Mundo” cuenta la historia misteriosa de los caballeros de capa y espada que ambulaban en noches de luna llena por La Isabela, arrastrando cadenas y refiriendo oprobios mientras saltaban tapias y correteaban en los caminos. El cronista afirmaba que eran las almas en pena de los primeros fundadores de la vieja estancia colombina. Guy de Maupassant cuenta en algunas de sus narraciones las manifestaciones de seres que vagan permanentemente y durante siglos alrededor de los hombres. Franklin Gutiérrez hace su aporte al tema en su fabuloso relato “La mujer de Columbus Circle”, convertida en un magnífico medio metraje por Freddy Vargas. Todas las culturas del mundo tienen un espacio para estos envoltorios espirituales de espantos y aparecidos. Sortearlos, sufrirlos, ahuyentarlos, enfrentarlos, espabilarlos o, simplemente, huirles, ha sido faena de siglos, de los cientos de años que estas almas errantes ambulan por el mundo de los vivos buscando la paz perdida, tal vez para siempre.