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El Bodegón de Frank Salcedo

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El Bodegón de Frank Salcedo
López Ramos

Una esquina rodeada de historia, formada por la intersección de las calles Arzobispo Meriño y Padre Billini. A escasos pasos del parque Colón, la Catedral Primada de América, el Callejón de los Curas. Por detrás el Convento de los Dominicos y el parquecito Duarte. Frente a la plazoletica Billini con estatua del santo varón y todo. A un costado la Casa de Tostado, una hermosa mansión del escribano de la ciudad Ovandina Francisco de Tostado convertida en Museo de la Familia Dominicana. A su lado la antigua Casa de España y la licorería Cochón Calvo, fabricante del ron Siboney que hizo época. Cruzando en dirección Sur el parqueo soterrado y la plaza enverjada, donde iniciara el Colegio de la Salle y antes operara el Palacio Arzobispal. Cerca de Casa de Teatro. Qué más pedir que no fuera la proximidad con Il Bucco, un magnífico ristorante del italiano Pucci, despliegue de fina mantelería escrupulosamente combinada en colores pasteles con esmerada coquetería por su mujer, una hermosa cubana que conocí en Altos de Chavón.

Lo demás era una casa amplia y fresca de la familia Porcella, rentada al amigo Frank Salcedo para su proyecto gastronómico de gran clase. Él mismo, un hombre exigente como el que más. Disciplinado, atento como un caballero cortado a la antigua, conceptuoso, pero con su carácter. Una decoración apropiada al espíritu de rescate y puesta en valor de la Ciudad Colonial, proyecto emprendido con auténtico entusiasmo por el estadista que fuera Joaquín Balaguer, secundado por arquitectos y restauradores como Manuel Delmonte, Moncito Báez, Eugenio Pérez Montás, Esteban Prieto, bajo supervisión directa del doctor urbanista.

Bodegones de Hernández Ortega, Bidó, Oviedo, Eligio Pichardo, López Ramos, León Bosch, Condesito, García de la Concha, Brito, Soucy Pellerano, Charito Chávez, Rosa Tavárez, Félix Moya, Susana, Guadalupe, Virgilio Méndez, Ureña Rib, Hilario, Miguel de Moya, tapizaban las paredes del comedor formal ubicado en el costado Sur y el salón más abierto que operaba como café concierto. Una exhibición colgante de lo mejor de la plástica dominicana dedicada a exaltar los frutos de la tierra y el mar, el buen vino y el pan, los recipientes del arte culinario y la utilería de la buena mesa. Completada con tallas en madera de Martínez Richiez y Prats Ventós. Una excitación a los sentidos gustativos, invitación visual a paladear los fondos maravillosos de la cocina del Bodegón de Frank Salcedo.

El menú impreso con solera, con portada blasonada, destacaba las especialidades de este establecimiento dedicado a rendir culto al buen comer, como rezaba su escudo. Las carnes, las mejores que se podían conseguir en el Santo Domingo de las décadas del 70 y del 80. Unos medallones de filete flameados frente al cliente -todo un espectáculo que impresionaba a mis hijos-, con una salsa de hongos, vino y riquísimo paté. El Chateaubriand Enrique IV, un suculento centro de filete relleno hecho a la broile, cocido por fuera y rosado por dentro, en salsa del jugo de la carne y mantequilla Maître d'Hótel, con papas salteadas. Dos de mis favoritos en mi etapa carnívora. Otro clásico, el pato relleno horneado con especias y vegetales. Cassoulet a la gascona (guiso de lomo de cordero, salchichas y judías). Conejo al ajillo, con salsa alioli y papas "a lo pobre". Ternera asada al horno en su jugo. Zarzuela de pescados y mariscos. Mero a la vasca (con camarones y almejas cocido en salsa verde). Callos a la madrileña. Paella valenciana con carnes y mariscos.

Para empezar la jornada, El Bodegón ofrecía como entradas camarones al ajillo, sesos a la romana, riñones al jerez, cocktail de camarones y langosta, menudillos de pollo, huevos a la rusa. Una envidiable sopa de cebolla, el refrescante gazpacho andaluz, el consomé a la reina y la estupenda crema de puerros fría conocida como Vichyssoise. Una amplia gama de huevos y tortillas (con champiñones y mariscos). Del mar, merluza a la romana o a la cazuela, mero menier o a la parrilla, langosta Thermidor, almejas, bacalao a la vizcaína. De la tierra, pechuga de pollo villeroy, pato a la naranja, brochetas armenias, chuletas de cerdo, filete mignon. Pastelería francesa, quesillo de piña, frutas, quesos, coronaban como postre.

Frank Salcedo conserva un libro de visitas distinguidas. Entre ellas destacan Vela Zanetti, Mario Vargas Llosa (1975: "Una entusiasta felicitación por el bello local, tan evocador del pasado dominicano, y por la magnífica cocina"), Al Campanis, manager de Los Ángeles Dodgers, Tom Lasorda, de esta organización y manager del Licey. Artistas como Roberto Yanés, Luisa Ma. Güell, Fernando Leiva, Rhina ("todo, todo, tan delicioso"). El maestro Billo Frómeta a su "hermano Frank". Asela Mera de Jorge (en enero del 84 Salvador ofreció una cena a los mandos militares), Emil Kasse Acta, Germán Ornes, la esposa del embajador Hurwitch, el jefe del Cuerpo de Paz, Richard Soudriette. El presidente de la academia de la historia de Venezuela. El célebre historiador británico Hugh Thomas.

Pero no sólo era gastronomía. Una barra mágica atendida por Memo -antiguo maestro bartender del hotel Lina que consagró el galardonado Ron Caña y luego sirvió con esmero en Punto y Corcho- honraba diariamente el arte de la coctelería. Los náufragos de la barra de Juan Chea del hotel Comercial recalaban allí tras los dos cierres de descanso (3 pm y 10 pm). Encabezados por el arquitecto Manolito Baquero en peregrinación etílica, León Bosch, Condesito, Tomasín, Frank Logroño, Carlos Curiel, Gay Vega, Marcelino González, William y Manuel Read, Luichy Martínez Richiez, Parrita, Hernández Ortega, García de la Concha, arribaban a esta barra maravillosa donde ya esperaban Gustavito Guerrero, Federico Henríquez Gratereaux, Tirso y Maritere Ramos, Félix Mario Aguiar. Sabiduría, arte y poesía se destilaban en ese mesón de sueños. Otros habitué Eladio de los Santos y Jerez, emblema de la noche elegante. Los hermanos Mesa Beltré.

También allí brilló la música. Lunes de Jazz en El Bodegón con Guillo Carías, trompeta y vibráfono, Wellington Valenzuela en la batería, Cuquito Moré en el bajo, Guarionex Aquino en la percusión. Irma Carías vocalizando bossa y boleros filinescos. Manuel Tejada al piano haciendo de las suyas. Juan Luis Guerra en sus inicios. Los Soneros de Borojol llevados por Guillo. Ascanio Fernández en la guitarra y Papi Cruz cantando boleros. Piedad Montes de Oca, Rosita Giraldez Casasnovas, Luisa Auffant, Jocelyn Alvarez, Cachi Ossaye, las hermanas Bencosme, Gina Franco, algunas de las muchachas de ese buen ambiente. Guillo cerraba la sesión con Los Hijos de Sánchez, un hit de Chuck Mangione que el público solicitaba.

Junto a mi familia acudía los domingos. En la semana, cuando don Antonio Guzmán, Federico Henríquez G, Milton Ray Guevara y yo, solíamos cenar y repasar las incidencias de la política. Con Manolito García Arévalo mantuvimos encuentros frecuentes sobre temas históricos con fray Vicente Rubio, Pedro Julio Santiago, Neus Sicart, Mañón Arredondo, Morbán Laucer, Luis Chanlatte. Con amigos como Ricardo Alegría, Cruxent, Juan José Arrom, Núñez Jiménez, Hugh Thomas. Recuerdo mesas ocupadas por el jurista Víctor Garrido -quien me dijera un día que fue amigo de mi padre y desde entonces lo fue mío. Gianni Vicini, Enzo Mastrolilli, Camilo Lluberes. Hugo Tolentino, Ligia Evangelina Bonetti, Enriquito de Castro, José Luis Parra. Dr. Nicolás Pichardo, Calín de León, Julito Senior, Nestín Vitienes. Fernando Houellemont, Virgilio Ortiz Bosch, Carlos Pérez Ricart, Francis Malla. Angelo Porcella, Atilano Vicini y Mery Rogers, Laura Vicini y Maritere Ramos.

No sé por qué, pero allí me sentía acogido como si estuviera en casa. Ese rincón me fascinaba. Quizá retenía que cerca, al lado del Arquillo de la Catedral, estuvo la oficina de abogados de mi padre y sus asociados, Eurípides Roques Román, mi padrino, Eduardo Read Barreras y Emilio de los Santos. O sería la proximidad con la propia Catedral, donde cantaba la misa dominical en el coro de La Salle. Tal vez las incursiones bailables en la Casa de España y el retozar en el Parque Colón. Pero es seguro que Frank tuvo mucho que ver. No sólo ambientó un espacio de calidad única con una oferta gastronómica insuperable bajo su esmerado cuidado. Él mismo, con delantal de cocina, se ocupaba de que las cosas anduvieran correctas en las ollas y sartenes, en la parrilla y las hornallas de El Bodegón. En las compras de los mejores productos e ingredientes para que la magia operase donde se cuecen las habas y se pelan las papas. En un país que prohibía importaciones, sobreprotegía la producción local y penalizaba en aduanas "artículos suntuarios" que eran insumos de la gastronomía.

Pero algo funcionó como un plus. Durante sus años en México como funcionario de la embajada dominicana en el DF, Frank atendió, junto al embajador Joaquín Balaguer, a mis tíos Jesús del Castillo y Charo Ginebra. Una cena les fue ofrecida a ambos en la embajada y Frank se esmeró acompañándoles durante su visita a la capital azteca. "Llevé a don Jesús a un asadero de pollos que le encantó, reiterando varias veces la asistencia al mismo". Cuando supo que era su sobrino ("Qué eres tú de don Jesús del Castillo?", me preguntó cuando nos conocimos presentado por Máximo Luis Vidal, un experto azucarero al igual que Frank, quien representó al país ante la Organización Internacional del Azúcar), creo que parte del afecto que le demostró al tío me lo transfirió. Por eso siempre me sentí tan bien acogido, diría que bendecido, al penetrar a los ambientes de El Bodegón.

Allí hubo besos furtivos entre notas de jazz -del mejor que se hizo en Santo Domingo. Ilusiones de juventud, cuando la vida nos sonreía como un cuaderno en blanco pendiente de escritura. Amigas hermosas, radiantes, llorosas a veces. Proyectos de ternura. La mesa bien dispuesta. Los sentidos tentados por la carne y la esponja de sazones. El trago conversado. La compañía grata. Gracias al Bodegón de Frank Salcedo.