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El Café de Balzac

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El Café de Balzac
Balzac y el café. (FUENTE EXTERNA)

En el Tratado de los excitantes modernos, publicado en 1839 como apéndice de la Fisiología del gusto del gastrónomo Brillat-Savarin, Honoré de Balzac (1799-1850) explora los efectos que el alcohol, el azúcar, el té, el café y el tabaco producen en los individuos y en las sociedades expuestas a su consumo inmoderado, avanzando al respecto sus propias experiencias. Desde niño disfruté a sorbos esa bebida estimulante cuyo aroma humeante lo inundaba todo en la cocina de mi madre, extraída de un colador de tela empotrado en una base de madera. Era el olor y el sabor del amanecer. Luego el expresso goteante de La Cimbali llegó a los locales de El Conde, negro o cortado con leche en versión de medio pollo. Y la greca –la moka italiana- se impuso en los hogares.

Un amigo consumía unas 20 tazas diarias. Todo un ritual. Derramaba una parte en el platillo, tomándola amarga. Otra iba al vaso de agua, tiñéndolo. El resto quedaba mezclado con los granos de azúcar, delectándolo con la cucharita. Con él en mente, ido a los 90 años y siempre en ebullición intelectual, transcribo este texto.

“Sobre esta materia, Brillat-Savarin está lejos de ser completo. Puedo agregar algo a lo que él dice sobre el café, que consumo a tal punto que puedo observar sus efectos a gran escala. El café es un torrefactor interior. Mucha gente concede al café el poder de dar ingenio; pero todo el mundo ha podido verificar que los aburridos aburren mucho más después de haberlo tomado. Por último, aunque los almaceneros estén abiertos en París hasta medianoche, ciertos autores no se vuelven por ello más espirituales.

Como bien lo ha observado Brillat-Savarin, el café pone en movimiento la sangre, hace saltar a los espíritus motores; excitación que precipita la digestión, aleja el sueño y permite mantener durante algo más de tiempo el ejercicio de las facultades cerebrales. Me permitiré modificar este artículo de Brillat-Savarin a través de experiencias personales y las observaciones de algunos grandes espíritus.

El café actúa sobre el diafragma y el plexo del estómago, desde donde alcanza al cerebro por irradiaciones inapreciables y que escapan a todo análisis; no obstante se puede presumir que el fluido nervioso es el conductor de la electricidad que desprende esta sustancia que aquel encuentra y pone en acción en nosotros. Su poder no es ni constante ni absoluto. Rossini ha experimentado en él mismo los efectos que yo había ya observado en mí. -El café, me dijo, es un asunto de quince o veinte días, el tiempo más que feliz para componer una ópera.

El hecho es cierto. Pero el tiempo durante el que se goza de las bondades del café puede extinguirse. Esta ciencia es demasiado necesaria a muchas personas como para no describir la forma de obtener de él los frutos preciosos. Acérquense y escuchen, todos ustedes, ilustres velas humanas que se consumen por la cabeza, el evangelio de la vigilia y el trabajo intelectual.

El café triturado a la turca tiene más sabor que el café molido en el molinillo.

En muchas cosas mecánicas relativas a la explotación de los placeres, los orientales llevan una gran ventaja sobre los europeos: su genio observador a la manera de los sapos, que permanecen años enteros en sus agujeros manteniendo sus ojos de oro abiertos tanto a la naturaleza como a los dos soles, les ha revelado por los hechos aquello que la ciencia nos demuestra mediante análisis. El principio deletéreo del café es el tanino, sustancia maligna que los químicos no han estudiado aún lo suficiente. Cuando las membranas del estómago están curtidas o cuando la acción del tanino particular del café las ha atontado a causa de un consumo demasiado frecuente, estas se rehúsan a las contracciones violentas que buscan los trabajadores.

De ahí se siguen graves desórdenes si el aficionado continúa. Hay un hombre en Londres al que el consumo inmoderado del café ha torcido como esos viejos gotosos y sarmentosos. Yo conocí a un grabador de París que tardó cinco años en curarse del estado en que lo dejó su amor al café. Finalmente, hace poco, un artista, Chenavard, murió quemado. Entraba a un café como un obrero entra a la taberna, en todo momento. Los aficionados proceden como en todas las pasiones; pasan de un grado al otro; y, como en Nicolet, de más fuerte en más fuerte hasta el abuso. Triturando el café, se lo pulveriza en moléculas de formas insólitas que retienen el tanino y sólo desprenden el aroma. He aquí por qué los italianos, los venecianos, los griegos y los turcos pueden beber incesantemente sin peligro del café que los franceses tratan de cafiot, palabra despreciativa. Voltaire tomaba ese tipo de café.

Hay que retener lo siguiente: el café tiene dos elementos: uno, la materia extractiva que el agua caliente o fría disuelve, y disuelve rápido, la cual es el conductor del aroma; el otro, que es el tanino, resiste más al agua, y no abandona el tejido areolar más que con lentitud y dificultad. De allí el axioma que dejar el agua hirviente en contacto con el café, sobre todo mucho tiempo, es una herejía; prepararlo con agua de orujo es asimilar el estómago y sus órganos al tanaje.

Suponiendo al café tratado por la inmortal cafetera a la de Belloy, el café tiene más virtudes con la infusión en frío que con el agua hirviente. Lo cual constituye una segunda manera de graduar sus efectos. Al moler el café, se desprenden a la vez el aroma y el tanino, se halaga el gusto y se estimulan los plexos que actúan sobre las miles de cápsulas del cerebro. Así, hay dos grados: el café triturado a la turca y el café molido.

De la cantidad de café puesta en el recipiente superior, del mayor o menor prensado, y de la mayor o menor cantidad de agua depende la fuerza del café, lo que constituye la tercera manera de tratar el café. Así, durante un tiempo más o menos largo, una o dos semanas a lo mucho, se puede obtener la excitación con una, luego dos tazas de café molido, de una abundancia graduada, infusionado con agua hirviente. Durante otra semana, por la infusión en frío, por la molienda del café, por el prensado del polvo y por la disminución del agua, se sigue obteniendo la misma dosis de fuerza cerebral.

Cuando usted haya alcanzado el mayor prensado y la menor cantidad de agua posible, duplicará la dosis tomando dos tazas; luego algunos temperamentos vigorosos llegan a las tres tazas. Se puede seguir así algunos días más.

Por último, he descubierto un método horrible y cruel, que no aconsejo más que a hombres de un excesivo vigor, de cabellos negros y duros, de piel mezcla de ocre y bermellón, de manos cuadradas, piernas en forma de balaustres como los de la plaza Luis XV. Se trata del empleo del café molido, prensado, frío y anhidro (palabra química que significa con poca o sin agua) tomado en ayunas. Este café cae en vuestro estómago que, ya se sabe por Brillat-Savarin, es un saco aterciopelado por dentro y tapizado de ventosas y papilas; no encuentra nada allí, la emprende con este delicado y voluptuoso forro, se convierte en una suerte de alimento que quiere sus jugos; los retuerce, los exige como una pitonisa llama a su dios, maltrata a estas lindas paredes como un carrero a sus jóvenes caballos; el plexo se inflama, llamean y llevan sus resplandores hasta el cerebro.

A partir de ese momento todo se agita: las ideas se sacuden como los batallones de la gran armada en el campo de batalla, y la batalla tiene lugar. Los recuerdos llegan a paso de carga, con los estandartes desplegados; la caballería ligera de las comparaciones se desarrolla en un magnífico galope; la artillería de la lógica acude con su tren y sus cartuchos; los rasgos del ingenio llegan como tiradores; las figuras se levantan; el papel se cubre de tinta, pues el día comienza y termina en medio de torrentes de agua negra, tal como la batalla por su pólvora negra. Aconsejé tomar este brebaje así preparado a uno de mis amigos, que quería bajo todo punto terminar un trabajo prometido para el día siguiente: creyó que se había envenenado, se tuvo que acostar, guardó cama como una recién casada. Era robusto, rubio, de escasa cabellera; un estómago de papel maché, pequeño. Hubo de mi parte falta de observación.

Cuando usted ha llegado al café tomado en ayunas con estas emulsiones superlativas y las ha agotado, si pretende continuar caerá en tremendas sudoraciones, nervios débiles, somnolencia. No sé lo que sucedería: la sabia naturaleza me aconsejó abstenerme de hacerlo, visto que no estoy condenado a una muerte inmediata. Hay que dedicarse entonces a preparaciones lácteas, a un régimen de pollo y carnes blancas; en suma, relajar el harpa y volver a la vida errante, viajera, ñoña y criptogámica de los burgueses retirados.

Según el estado en que se tome el café en ayunas, en condiciones magistrales produce una suerte de vivacidad nerviosa que se asemeja a la de la cólera: el verbo se alza, los gestos expresan una impaciencia maligna; uno quiere que todo trote al ritmo de las propias ideas; se está atolondrado, rabioso por naderías; se llega a esa variable personalidad del poeta tan denostada por los espíritus vulgares; se adjudica a los demás la lucidez de la que se goza. Un hombre ingenioso debe por lo tanto cuidarse mucho de mostrarse o de dejar que alguien se le acerque. He descubierto este singular estado por ciertos azares que me hicieron perder sin esfuerzo la exaltación que me había procurado. Unos amigos con quienes me encontraba en el campo me notaban colérico y peleador, con mala voluntad en la charla. Al día siguiente reconocí mi falta y entre todos buscamos la causa. Siendo mis amigos sabios de primer orden, de inmediato la encontramos. El café quería una presa.

Estas observaciones no sólo son verdaderas y no toleran otros cambios que aquellos que resultan de las distintas idiosincrasias, sino que concuerdan con las experiencias de muchos practicantes, entre los que se cuenta el ilustre Rossini, uno de los hombres que más han estudiado las leyes del gusto, un héroe digno de Brillat-Savarin.”

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