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El eco histórico de las traiciones

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El eco histórico de las traiciones (RAMÓN L. SANDOVAL)

Imponentes, inmunes a los siglos y testigos silenciosos de historias viles y heroicas, los muros de la Torre de Londres se yerguen junto al Támesis mudo que surcan barcazas y naves de recreo. La impenetrabilidad de aquellas piedras milenarias se interrumpe en un arco custodiado por una puerta metálica por la que se escabullen las aguas del río vecino: la Puerta de los Traidores. Abertura al deshonor por la que transportaban al encierro y a la posible decapitación a quienes perdían el favor real o en verdad conspiraban contra la Corona.

Traicionó Dalila a Sansón, Absalón a David y en el Salmo 41 se advierte que “aun el hombre de mi paz, en quien yo confiaba, el que de mi pan comía, alzó contra mí el calcañar”. En la Divina Comedia, Dante reserva el noveno círculo del infierno para los traidores, el peor de los lugares de desolación y crujir de dientes que describe con pinceladas aterradoras en esa obra magna de la literatura universal. Qué tan profundo yacen los condenados en el hielo del río Cocito depende de la magnitud de la traición. Alighieri divide el destino infernal en cuatro; el primero, Caina, retrotrae de inmediato al primer acto de engaño en los textos judeocristianos y que aparece bajo formas diferentes en otras leyendas y mitología de la Antigüedad, indicación clara de que esa conducta, reproducida tantísimas veces en la historia, constituye una suerte de baldón inscrito en el ADN de la Humanidad.

En el castillo de Zamora había el Portillo de la Traición. El romancero recoge que “de dentro de Zamora un alevoso ha salido; /llámase Vellido Dolfos, hijo de Dolfos Vellido,/ cuatro traiciones ha hecho, y con esta serán cinco./ Si gran traidor fue el padre, mayor traidor es el hijo”. El tema lo revive el insigne Cervantes, quien nos deja apercibidos junto a Sancho de cuán válidos son los refranes porque reflejan con total fidelidad ocurrencias ciertas. Además, don Quijote era en palabras del escudero “un hidalgo muy atentado, que sabe latín y romance como un bachiller”. Credenciales suficientes para no dudar de que “aunque la traición aplace, el traidor se aborrece”.

Cuando don Miguel de Cervantes y Saavedra inventaba un género literario nuevo, otro genio escribía en otra lengua y lugar de Europa. Aunque amparados ambos en la ficción, William Shakespeare extraía inspiración de las circunstancias de su tiempo al igual que su contemporáneo español. ¿Dónde radica, pues, la atemporalidad de la prosa y poesía de estas figuras señeras, al punto de que se leen con igual fruición que antaño y la relevancia de sus juicios y enseñanzas continúa vigorosa pese a los 400 años que las separan de nosotros? La substancia y el estilo de Cervantes y Shakespeare, sin dudas, confieren categoría universal a una creación literaria prodigiosa a la que múltiples traducciones han liberado de límites en un trasiego de solaz educativo que despierta admiración y espabila mentes urbi et orbe. En la ergástula estambulí a donde el año pasado la represión contra la prensa independiente lo aherrojó, a Can Dündar, director del respetado periódico turco Cumhuriyet, se le permitió un solo libro: escogió El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha.

En muy buena medida, la frescura incorruptible de las obras cumbres de la literatura universal obedece a que perfilan con firmeza y realismo los vicios, pasiones y defectos propios del ser humano. Con el devenir, la vara de medida habrá mutado. Ciertamente, aplica la tesis marxista del materialismo histórico que postula la sujeción de la vida social y todo el entramado colectivo y legal a la organización productiva. La traición, sin embargo, arrastra repulsa desde que el mundo es mundo, y nadie como Shakespeare la descompone en todas sus facetas, cada una cargada de horror y turbidez. En toda la extensión del arte de su literatura, los demonios del engaño aparecen y desaparecen en tragedias que simultáneamente desgarran y aleccionan el espíritu. Resta un sedimento de amargura y satisfacción. Ausente la impunidad, el precio a pagar siempre deviene sacrificio. Como Hamlet, por ejemplo, consumido por el tormento de ver al traidor a su padre sentado en el trono de Dinamarca; la madre y viuda, como consorte; el artificio como virtud aparente en un mundo de ambiciones estremecedoras desvelado al príncipe por el fantasma del padre que se le aparece de madrugada en uno de los muros del sombrío castillo de Elsinore. La verdad de las traiciones debe ser revelada, y he aquí uno de los salientes importantes en la obra más trabajada por el escritor inglés. Moribundo, la duda asalta a Hamlet sobre si la falsedad del rey impostor quedará totalmente esclarecida. Pide a Horacio que cuente lo ocurrido, que se empeñe con fervor para que historia y verdad converjan. Lo conforta Laertes, quien al igual en trance de muerte le pide intercambiar perdones tras admitir que el Claudio traidor recibió su merecido. Venganza consumada como acto de justicia.

En Julio César, Shakespeare dramatiza nuevamente la traición y el “¡Hasta tú, Bruto!” cobra fuerza de acusación y condena permanentes cuando el héroe romano se apresura en caer bañado en sangre, cubierto el rostro con la túnica noble ante la convicción desoladora de que su valido, aquel en quien había depositado toda su confianza, levantó el puñal que lo asociaba en el magnicidio junto a lo más granado del entorno de poder del emperador, Cicerón incluido. Sí, el senador que hizo historia con sus denuncias repetidas contra la traición de Catilina en piezas célebres de oratoria de la que una frase se ha convertido en advertencia imperecedera: “¿Hasta cuándo abusará Catilina de nuestra paciencia?” Para la puñalada trapera y el abrazo se asume la misma posición.

Coriolano, una de las últimas obras que escribió el nativo de Strafford-Upon-Avon, ha sido definida como la metáfora de la traición política. En un solo carácter, en Macbeth, se resumen todas las maldades, defectos y las consecuencias funestas del comportamiento artero. “Smooth runs the water where the brook is deep, And in his simple show he harbours treason”. El agua corre tranquila allí donde el arroyo es profundo. Y en su apariencia sencilla oculta la traición”, advierte Shakespeare en la segunda parte de King Henry VI, con igual economía de desperdicio que Cervantes. Remata su dominio de la sabiduría popular con otro dicho: la zorra no hace ruido cuando ataca al cordero.

Aquel florentino astuto que dijo sin recato que a menudo las palabras deben servir para esconder los hechos, reflexionaba que “los celos, la avidez, la crueldad, la envidia, el despotismo son explicables y hasta pueden ser perdonados, según las circunstancias; los traidores, en cambio, son los únicos seres que merecen siempre las torturas del infierno político, sin nada que pueda excusarlos”. Parecería, empero, que la sabiduría de Shakespeare y las prescripciones maquiavélicas carecen de peso en la política contemporánea, o ya la traición dejó de comportar la acrimonia del pasado. Culpas son, pues, de los tiempos porque existe aún el mismo ser humano, objeto de amor decreciente en la medida en que más se le conoce. En la laguna política que deja el Brexit en Gran Bretaña, la patria del Shakespeare inspirador, la traición flota; ya no como atentado contra la seguridad o la Corona, sino como recurso ordinario en la lucha por la preeminencia partidaria y camino seguro al número 10 de la calle Downing, residencia del primer ministro.

Antecedentes hay. La Dama de Hierro sufrió la traición de aquellos más cercanos y contribuyentes eficaces a su ascenso, caso de Sir Geoffrey Howe y Michael Heseltine, ministros destacados en los momentos más esplendorosos del gobierno que transformó para siempre a Gran Bretaña. Estaba Margaret Thatcher en París cuando estalló la rebelión entre los parlamentarios conservadores y que la echaron sin contemplaciones del poder. Regresó apresurada a escuchar en la Cámara de los Comunes la demoledora oratoria de Howe al presentar su renuncia al gabinete. Sorprendida quizás más que apenada, se cuenta que dijo al ministro que tenía al lado mientras el verbo brillante le penetraba los oídos como cuchillos ardientes: “Nunca pensé que haría eso”. Heseltine se presentó como alternativa y fue el final político, propio de una obra de Shakespeare, de una figura irrepetible.

Casi siempre, los traidores caen junto a sus víctimas. Tocó el turno a Boris Johnson, el periodista y exalcalde de Londres que recién encabezó la campaña para la salida de Gran Bretaña de la Unión Europea. De escudero “fiel” tenía a Michael Gove, actual ministro de Justicia y cerebro detrás de la estrategia que llevaría a Johnson al liderazgo conservador y al 10 de Downing Street. Se preparaba ya el político ducho a anunciar en rueda de prensa que entraría en la liza cuando le llegó la noticia de la traición. Gove y su esposa periodista habían maniobrado en secreto para quedarse con el equipo de Johnson y presentarse aquel como la alternativa a David Cameron. Hundió la daga de Bruto y la retorció en la herida al declarar públicamente que Boris Johnson, a quien había encumbrado y alentado en el fragor de la batalla contra la UE, carecía de las condiciones para liderar Gran Bretaña. De repente sin la alfombra debajo de los pies que le acababa de robar su antiguo socio, no le quedó más remedio al rubio de cabellera revuelta, capaz de hablar latín y de una erudición envidiable, que anunciar el retiro.

Nada nuevo bajo el sol británico que una vez alumbró a Shakespeare. Ed Miliband sorpresivamente enfrentó a su hermano David a quien se daba por seguro líder laborista luego de que Gordon Brown perdiera las elecciones a manos de Cameron. Nunca cuajó como líder y fue barrido el año pasado cuando contra todo pronóstico los conservadores alcanzaron la mayoría absoluta en el Parlamento. La traición no paga. Un par de días atrás, en la primera ronda de votaciones para los parlamentarios conservadores escoger quién sustituirá a Cameron, Gove fue descartado. Cuentan que cuando entró al salón de té de la Cámara de los Comunes tras la puñalada trapera, los seis diputados presentes le respondieron el buenas tardes con el término despectivo que comienza con la letra f en inglés. Sic transit gloria mundi!

Saturno devorando a su hijo trasciende la simpleza de pintura del período negro de un Francisco Goya enfebrecido en Burdeos, pese a que aún no deja de sobrecogerme siempre que la admiro en el madrileño Museo del Prado. Es la cotidianidad política, amplificada una y otra vez por el eco de la historia.

adecarod@aol.com

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