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El mundo que conocimos

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El mundo que conocimos (RAMÓN L.SANDOVAL)

En mis cortedades, suelo aferrarme a la simpleza como solución infalible para los temas más peliagudos. Así, la periodización de mi historia personal, que a nadie más importa y de ahí el adjetivo, la he resuelto gracias a las canciones de moda. De haber triunfado Ponce de León en su empeño, otra sería la música en los compartimentos de mi eterna juventud. Me valgo de lo popular, del listado de éxitos de mi vasta preferencia, para reconstruir en bloques de recuerdos cuantos años y experiencias he vivido. Noción de período sencilla, de notas imborrables y que sí tienen un efecto secundario afortunadamente sin consecuencias para el oído: la nostalgia.

Me tocaba el alma aquella balada de Frank Sinatra, original del trompetista alemán Bert Kaempfert y quien con su orquesta ofrecía una versión alternativa. Una y otra vez (Over and over) o El mundo que conocimos (The world we knew) acompasaba mis primeros pasos vacilantes en la aventura del periodismo. Escalaba a la gloria cuando en los programas de radio nocturnos, pasados los estrépitos del día a día del profesional bisoño y digeridas las amarguras, emergía La Voz, templada, cadenciosa, con destellos luminosos en cada entonación de esas letras que tanto me contaban. Paul Mauriat y su orquesta, muy en boga entonces, también la interpretaba. Sumóse Mireille Mathieu con un doblaje a su francés de erres arrastradas en el mejor acento de su Avignon natal, Un monde avec toi, y ya no había un favorito. Perdidosa, sí por almibarada y empalagosa, la versión de Anita Kerr and her singers.

El mundo que conocimos ya es otro, muy lejano el presente del pasado no solo en términos de años sino sobre todo por la vorágine de cambios sociales y tecnológicos. Por más que retorno una y otra vez, con la canción de Sinatra en mente a mis prolegómenos, a ese “inconcebible, ese increíble mundo que conocimos”, soy incapaz de encontrar referencias, señales que aclaren rutas en este presente tormentoso en que todo se transforma al instante, ha desaparecido el periodismo que practicábamos y las sorpresas son el signo inacabable de estos tiempos. Para salir de estas confusiones no sirve brújula, ni siquiera un GPS o navegador.

Me bastaba entonces el auxilio de la fenomenología como camino expedito para encontrar explicaciones y asomarme a la verdad. O intentarlo. Apelar al sentido común sobre el que David Hume, el genial filósofo escocés, construyó su tesis, tenía... ¡mucho sentido! Ayudaba con eficacia la duda cartesiana, siempre a mano para oponerla a la ortodoxia, a los monopolios de la certeza y a cuantos pretendían enrolarnos en capillas. A las Humanidades las expulsan ahora de las universidades o las reducen a espacios miserables en una academia de la que ha emigrado el Pensamiento (sí, en mayúscula) porque no tiene acogida en el mercado. Se necesita una nueva Rerum novarum, en clave algorítimica y no vaticana, para acomodar el intelecto a estas revoluciones que se nos han venido encima sin preaviso y con cesantía del mundo que conocimos.

Alucinantes las cifras que ilustran el nuevo orden informativo. Cada día, por WhatsApp y Messenger transitan 60.000 millones de mensajes. Las redes sociales cuentan con 90.000 millones de usuarios. Facebook, con 1.65 mil millones de visitantes al mes, se adiciona a Twitter para mutar en la fuente primaria de información para el mayor contingente de bípedos. En ella abrevan mensualmente decenas de miles de millones de personas y, sin embargo, carece de periodistas. La selección y cuidado de las noticias obedecen a algoritmos, a una inteligencia artificial que podría catalogarse de superior porque evita la contaminación de la subjetividad humana.

La verdad, a la que a contrapelo de Sísifo siempre tratábamos los periodistas de mi generación aproximarnos, ya no existe. Estos tiempos de desenfreno tecnológico al servicio del poder y del contrapoder se han convertido en fragua de la posverdad. No llega aún el término al Diccionario de la Real Academia de la Lengua, pero sí al Oxford porque el origen es sajón, idioma más en sintonía con estos tsunamis sociales que amenazan con descomponer el tinglado político y económico que sucedió a la Guerra Fría: “denota circunstancias en que los hechos objetivos influyen menos en la formación de la opinión pública, que los llamamientos a la emoción y a la creencia personal”.

La posverdad se ha llevado de encuentro los viejos cánones que obligaban a presentar las dos caras de la moneda en la noticia, y que rechazaban la frivolidad como imán para atraer lectores en los medios considerados serios o impermeables al periodismo amarillo. Poco importa ya, repito, la objetividad, esa meta elusiva para todo profesional que quisiese servir la información con el mínimo posible de salsa de cocina propia. Aprendimos algo novedoso, esta vez de boca del vocero de la nueva administración norteamericana: hechos alternativos. Es decir, los hechos ya no son tozudos, sino que admiten competencia y esta puede, incluso, ganar la partida.

En la posverdad se agazapa otro de los fenómenos del nuevo orden informativo y es lo viral. A los grandes hermanos de la comunicación les importa sobremanera aquello que genera más tráfico, lo que se convierte en un aluvión que arrastra atenciones, despierta emociones aun sean bastardas y, al amparo de la controversia, pasa a estadios exponenciales de difusión. Doy vueltas y regreso a otro período de mi historia, a cuya definición musical no aludiré, cuando aprendí que virus, latín, se traducía al español como veneno, ponzoña.

Tanto bulo en las redes ha terminado por despertar la conciencia crítica de los gestores de Facebook, que idean modos de contener las trampas informativas, ojos puestos en las recientes elecciones norteamericanas. Acontece, empero, que el lenguaje de signos, grafías ininteligibles para el profano y fórmulas que componen la esencia vital en la tecnología de las redes, catapulta precisamente la posverdad, o sea, lo viral. Tampoco puede confiarse en el aporte de los usuarios como árbitros de una verdad que aparece traicionada en la savia misma de estos canales de comunicación tan exitosos como perversos.

Este envío de la razón al cesto de los desperdicios, lo sesudo devenido detritus, consumido el juicio en el altar de las emociones y la vacuidad de las pasiones, definitivamente no catalogan como piezas importantes en el mundo que conocimos. No apresuremos, so pena de padecer del mal que condenamos, sentencia definitiva. Porque la posverdad tiene mucho de déjà vu.

“Carece de sentido tratar de convertir a los intelectuales, porque nunca se logrará convertirlos y de todas maneras se rendirán al más fuerte, que siempre será el hombre de a pie. Por consiguiente, los argumentos deben ser crudos, claros y contundentes; y apelar a las emociones y a los instintos, no al intelecto. La verdad no importa y debe subordinarse por completo a las tácticas y a la sicología”.

La cita pertenece a Joseph Goebbels, el cerebro maquiavélico de la maquinaria nazi trituradora de la razón. A su ensayo sobre la propaganda, corresponde también este aserto sin desperdicios en el mundo basura de la posverdad y las redes de lo viral:

“Es de vital importancia para el Estado el uso de todo su poder para reprimir la disensión, porque la verdad es el enemigo mortal de la mentira y así, por extensión, la verdad es el mayor enemigo del Estado”.

adecarod@aol.com

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