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El nombre de Pupo y el drama de los Román

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El nombre de Pupo y el drama de los Román

José René Román García, hijo de Pupo Román, acompañaba a Ramfis Trujillo en el momento en que éste salía de su casa de Boca Chica cuando le escuchó repetir una frase que el hijo mayor del tirano había pronunciado una vez bajara las escalerillas del avión: “Aquí van a morir hasta los mamandos”.

Ramfis había llegado en las primeras horas del miércoles 31 de mayo en un avión fletado de Air France que lo trasladó desde París donde se encontraba cuando ocurrió la muerte de su padre. Un grupo de oficiales estaba en la rampa para recibirle. Entre ellos estaba José René, a quien Ramfis le preguntó una vez descendió de la nave: “¿Qué tú crees de esto que le ha ocurrido a mi padre?”. El hijo de Pupo sólo atinó a responderle: “Ya usted está aquí, general”. Ignoraba la participación de su padre en el complot, pero con toda seguridad ya Ramfis tenía pistas de lo sucedido y de los protagonistas del hecho. “Aquí se va todo el que esté involucrado en esta vaina...Se van hasta los mamandos”. Esta última parte de la frase es la que repite una vez sale de su casa de Boca Chica –adonde había ido a cambiarse de ropa- para partir rumbo al velatorio de su progenitor. José René volvió a escucharla por segunda vez.

Dos días después del funeral del dictador, Pupo Román se sentaba junto a su familia para cenar. Era 4 de junio y ni él ni su esposa Mireya cayeron en la cuenta de que en esa fecha cumplían veintitrés años de casados. Ambos sabían la verdad; él trataba de obviarla, ella no dejaba de llorar porque estaba seguro de la participación de su esposo en la conjura. Pupo habló a su esposa y a sus hijos. Les dijo que había sido feliz con ella, que su conciencia estaba tranquila, que no se arrepentía de nada que hubiese hecho, que se encontraba satisfecho del comportamiento de sus vástagos, de que asumía cada uno de sus actos...Entonces, pronunció las palabras finales: “Ahora voy a sacrificarme por ustedes. Se que algún día me comprenderán”. Y abandonó inmediatamente el comedor dejando “tras de sí una lánguida estela de pesadumbres y preguntas insaciables, hasta el día de hoy”. La cena se quedó intacta en la mesa, nadie se sirvió de ella. Su familia no volvería a verlo jamás.

Al día siguiente, Luis –Nene- Trujillo convocó a Pupo a una reunión en el despacho de Ramfis en la base aérea de San Isidro. Allí lo apresaron. Su hijo, José René, a quien no se le dio entrada al despacho del hijo del Jefe, fue desarmado y también apresado. Lo mismo ocurrió con su hermano Alvaro y con su cuñado Papito Marrero. El chofer y los asistentes de Pupo –como se conocería después- fueron fusilados. Forman parte de las tantas víctimas anónimas de aquel sanguinario régimen. Una semana después, los Román regresaron a su casa de la César Nicolás Penson (donde hoy se ubica la Plaza de la Cultura, frente a la Nunciatura). El SIM vigilaba a la familia día y noche. En aquel estado de zozobra, la abuela Marina, hermana del dictador, optó por llevárselos a todos a su casa. La fiera de San Isidro estaba en acción. Uno de los hermanos del extinto (¿Héctor Bienvenido?), supo por boca de un oficial que se había dado la orden de no dejar vivos a los hijos y al yerno de Pupo. Mireya y José René llamaron a Petán: “Ustedes tranquilos. Nada les va a pasar. Hoy mismo se van del país”. Cuando terminaba la primera semana de julio, poco más de un mes de la muerte del dictador, los Román saldrían del país para evadir la sed de venganza de Ramfis. Antes, Marina Trujillo tuvo que jurar a su sobrino que sus nietos no hablarían del suceso en su destierro. Y Mireya se vio obligada a firmar una carta dirigida a su padre José García –se dice que redactada y enviada por Balaguer- solicitando el divorcio con Pupo. El calvario de los Román, que ya había comenzado, apenas estaba en sus primeras estaciones.

Antes de salir y aun en el exilio, la familia Román se vio acosada por agentes destinados a amedrentarlos y vigilar sus pasos; sufrieron el suicidio de Bibín, hermano de Pupo y colaborador de la conjura, quien se pegó un tiro cuando vio llegar a su casa a los agentes del SIM; habían visto cancelar a sus parientes de los puestos públicos que ocupaban; la altiva abuela Marina –como toda una Trujillo- quemó todas las pertenencias de Pupo y ordenó no mencionar jamás su nombre en la casa; en el exilio murió la pequeña Mireyita, víctima de una repentina enfermedad; a la casa miamense llegaron Petán, Héctor y Marina a la medianoche del 19 de noviembre, cuando comenzó la desbandada final de los parientes del dictador; y allí supieron, en diciembre, cómo torturaron, fusilaron y descuartizaron a Pupo antes de arrojar sus restos al mar, un mes antes del asesinato de los héroes en Hacienda María. El infortunio había llegado para establecerse en la casa de los Román, mientras el nombre del cabeza de familia era “injuriado, culpado y silenciado hasta la historia”. Ese nombre fue borrado de todos los archivos de las Fuerzas Armadas. Destrozaron su cuerpo y su memoria. Tiene razón su hija Sabrina, la niña de cinco años para mayo de 1961 que ahora a sus sesenta decidió contar las memorias de aquel suplicio: “La historia de Pupo Román es desgarradora desde cualquier ángulo en que se mire”. Cosieron sus párpados, achicharraron sus córneas y la retina, introdujeron un caballo drogado en su celda para que el animal en su inquietud lo pateara y mordiera a voluntad; cubrieron su cuerpo desnudo con miel y sobre ese cuerpo esparcieron hormigas gigantes traídas de México; finalmente, lo ataron a un árbol en la hacienda de Hainamosa y allí, con el revólver calibre 38 de su padre, Ramfis montó un circo disparándole por todo su cuerpo, mientras Pupo aún sacaba fuerzas para gritarle: “Cobarde, asesino”. El sadismo empleado por sus torturadores, como cree Sabrina, siguió con los años y las décadas. A la tortura física se agregaron los cuestionamientos, las dudas, los silencios, las humillaciones, las calumnias.

El general Román Fernández fue parte de la conspiración del 30 de mayo. Eje vital de la trama, le llamó Joaquín Balaguer. Bernard Diederich lo nombró “conspirador de palabra”. Juan Daniel Balcácer, quien es el autor que más profundo ha llegado en el juicio al rol de Pupo en el complot tiranicida, afirma que éste no pudo, por fuerza del azar que jugó sus cartas de forma adversa, ser contactado por los complotados que tenían esa misión. El mismo Balcácer subraya que Pupo ni se escondió ni se acobardó, sino que fue sorprendido por los hechos que se desarrollaron de forma abrupta. Quedan todavía muchas preguntas sin respuestas. Su hija Sabrina ha escrito unas memorias valientes, conmovedoras, moviéndose entre sus dos orillas, mostrando las varias caras de esta historia y, con un equilibrio sorprendente donde la poesía que habita su escritura convive con el dolor, intenta sanar sus heridas y calmar sus lágrimas con el perdón. Sus lágrimas saben a mar, porque en el inmenso Caribe que rodea la isla –en su huerto de peces, corales y arena- yacen perdidos los restos de su padre. Pero, en su alma habita el perdón y por eso sus lágrimas, y las de los suyos, saben también amar.

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