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En busca del Trump perdido

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En busca del Trump perdido

En las noches de los dos debates electorales en los Estados Unidos –bien entrada ya la madrugada en la Europa donde resido– , me he sentido como Marcel Proust en el inicio de su obra magna, con la idea de que ya era hora de buscar el sueño. Y llegado éste, he sufrido sin cesar lo visto y oído al calor de reflexiones disparatadas.

Si el insigne escritor francés se despertaba de cuando en vez para encontrarse nuevamente con uno de sus miedos de niño, los míos eran los del adulto incrédulo ante una realidad que ya quisiese fuese parte del mundo onírico. Porque la amenaza no es el candidato, sino la extinción de una tradición política montada sobre la serenidad y el respeto mutuo. Así advenían las horas jóvenes de la mañana ya cercana, mientras ponía empeño en convencerme de que aquellos debates eran pura pesadilla.

La civilidad se ha escapado de la campaña electoral norteamericana, reemplazada por el insulto y la acusación artera. Víctimas son la razón y el discurrir aleccionador, atropellados por una personalidad que encarna la acción barriobajera y vive de ilusiones alentadas por la vanidad y el egoísmo. De creer en la metempsícosis, el Donald Trump de la otra vida fue un mentiroso contumaz, impostor execrable y rico, sí, pero en falsía. Un evasor mañoso de impuestos, machista engreído y porfiado.

Ahora ha reencarnado en el mismo molde, y hay que darlo definitivamente por irreparable, como el tiempo de Proust que, sin embargo, este recupera en el volumen séptimo de sus dilatadas memorias. La inquietud en los cortos sueños luego del espectáculo televisivo y poco antes de la jornada laboral se anida en el temor a que el electorado norteamericano se deje convencer por el lenguaje del odio y el chovinismo, y que la pérdida no sea el magnate inmobiliario sino valores adscritos a la democracia norteamericana.

Republicano en los Estados Unidos encuentra equivalente en el conservador europeo. Del mayor espacio posible a la iniciativa privada en detrimento del Estado omnipresente, han hecho toda una bandera de lucha, a la que añaden el patrocinio de impuestos bajos y el libre comercio. Incorrecto que sea la reproducción fiel del capitalismo salvaje. El conservadurismo incluye también una fuerte dosis de responsabilidad social y en modo alguno se aferra al chovinismo inclemente, mucho menos al proteccionismo.

Aunque sin el convencimiento profundo del liberal europeo, demócratas y republicanos norteamericanos se adhieren al reclamo de la igualdad de género y reivindicaciones libertarias. Con la política cada vez más al centro, las diferencias entre ellos son cada vez menores. George W. Bush, Hillary Clinton y Barack Obama comparten más o menos las mismas ideas sobre la inmigración y el comercio. Y rechazan con ardor similar la discriminación racial. Diferencias quizás en el énfasis, hasta que llegó el candidato Donald Trump y como elefante en una cristalería rompió con los consensos en la sociedad norteamericana.

Los mexicanos y por extensión los latinos dejaron de ser mano de obra esforzada para devenir violadores, pedigüeños, narcotraficantes; en fin, verdadera escoria social. A los musulmanes, no importa cuán pacíficos sean y que suman una minoría de varios millones integrada plenamente, hay que someterlos a restricciones extremas de sus derechos y cerrarles las fronteras norteamericanas a sus correligionarios.

El código de tratamiento a las mujeres está descrito de manera muy explícita en el vídeo recientemente divulgado, y en el que Trump se revela como un redomado depredador sexual, con las fauces abiertas para atenazar los labios de la víctima y asirle a seguidas las partes más íntimas, prevalido de que su estatus de celebridad le garantiza de antemano la impunidad.

Ese es el tremendismo con que hemos tropezado en esta campaña electoral memorable y no precisamente por el intercambio de fórmulas innovadoras para atacar los tantos problemas de los Estados Unidos y prevenir o resolver los múltiples conflictos que se ciernen sobre un mundo a merced de fanatismos exacerbados. Dada la importancia de ese enorme país y su peso en la comunidad de naciones, la política interna de allí es cuestión de todos. Trasnocharse con tal de percatarse de cómo marcha la campaña es casi una obligación.

Las figuraciones ficcionales de Proust duraban apenas unos segundos después de haberse despertado. Imaginar un mundo en el que Donald Trump sea protagonista provoca desconcierto cuando no desolación e incertidumbre. No sólo lo que dice y cómo lo dice, sino la escasez de imaginación y la ignorancia supina que permea la verbalización de su torpe representación mental.

El periódico norteamericano The New York Times encabezaba un esclarecedor editorial con el párrafo siguiente, a propósito de los intentos de Trump de impedir la publicación de los testimonios de mujeres que se dicen agredidas sexualmente por él en el pasado: “No debe sorprender que Donald Trump, el republicano nominado para presidente, sea tan ignorante de la ley constitucional como lo de es de otros asuntos pertinentes para el despacho más importante de la nación”.

Y sí debe sorprender. Aunque atrás en las encuestas y mermadas sus posibilidades de acceder a la Casa Blanca en enero, suman decenas de millones los ciudadanos hechizados por el discurso irrespetuoso y sexista del candidato republicano y a quienes poco importa la conducta reprochable de alguien que aspira a convertirse en un ejemplo para toda la sociedad norteamericana. He aquí la otra gran tragedia que emerge de esos debates que a mis madrugadas han plagado de pesadillas. ¿Cómo es posible que en la mayor democracia del mundo, en la única gran potencia, puedan arraigar ideas tan atrasadas, tanto tremendismo e infamia?

Tiempos son de crisis y de aferrarse al buen sentido de la admonición aquella de que los pueblos se dan los gobernantes que se merecen. El país con más premios Nobel, que marcha con ventaja en la conquista del espacio, a la cabeza de la revolución tecnológica y pregón persistente del carácter universal de los derechos humanos, corre el riesgo de adoptar la demagogia y la truculencia como sostén de sus políticas internas y externas. El discurso autoritario, amenazante y excluyente, ha encontrado oídos en la geografía cuyos padres fundadores huyeron de la opresión y el control forzoso del pensamiento en la Europa de entonces. Cuando se retorna a la oratoria apocalíptica de Trump, se disuelve el entusiasmo de saber que por primera vez se ha dado el premio mayor de literatura a un poeta de la canción popular, al norteamericano Bob Dylan, otro hito en el largo catálogo de éxitos de los Estados Unidos.

De Proust es la sentencia de que cada clase social tiene su propia patología. Trump, con sus bravuconadas, fantochería y desaprensión afines al talante de un matón de barrio, es material para el examen siquiátrico. Habría, sin embargo, que llevar a millones al diván del sicoanalista para explicar la aceptación tácita y explícita de una conducta que riñe con los principios básicos de toda sociedad civilizada, caso de las múltiples ofensas del candidato republicano y del irrespeto insistente a la mujer e, incluso, a su rival demócrata. Las amenazas de encarcelarla se corresponden con la política en un país subdesarrollado.

En unas pocas semanas nos curaremos de espanto. Sabremos si la ficción se habrá transformado en realidad; si la zafiedad se habrá aliado con la chabacanería para hacer de la sociedad norteamericana un programa malo de televisión. Como el que protagonizaba Trump.

adecarod@aol.com

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