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Escenarios de la palabra

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Escenarios de la palabra
Cartel electoral de Albert Rivera en 2006.

La importancia de llamarse Daniel Santos

Sí, señor. Daniel Santos es Daniel Santos. El Inquieto Anacobero creó el fenómeno de su largo mito de ensueños. Catarsis del macho bohemio que identificó los desvaríos de una sociedad y de su época. Y subyugó además el fenómeno de la modernidad este Daniel Santos de palabra violenta y dura cerviz.

“La modernidad se sitúa en las destrucciones que construyen, en la fragmentación como materia prima, en el vacío poblado de fechas direccionales. Hija de científicos que desequilibraron el poder, hija de descubridores de mundos, hija de ingeniosos hidalgos entre otros ilustres sementales, la modernidad se singulariza por la pluralidad, la ambivalencia es la característica, el atrevimiento es su certificación”. Palabras de Luis Rafael Sánchez.

Daniel Santos fue entonces la música. La música viajera y transportadora. La música discrepante y burladora. La música del amor pasional, hiriente y traumático. Al fin y al cabo, la música siempre –lo dice Luis Rafael- traduce, inmoviliza, transporta. “Todas, la acusada de transitoria, la acusada de modeladora, la que se reclina de un lecho de violines, la que se yergue de un par de tumbadoras. Todas, la que pide por caridad que la bailen, la que pide por caridad que la oigan. Todas, ‘Tiburón’ y la ‘Inconclusa’, el ‘Bolero’ de Ravel y el bolero ‘Amor perdido’. Toda música nos habita, nos desahucia, nos enerva la labia y nos glosa la mudez”.

Y Daniel Santos fue la música, y la música fue el bolero. El bolero de trasnoche y magia, el bolero de escape y grito, el bolero de dolor y amargue. “Amame en bolero. El bolero que me deja abedecearte. El bolero que demanda el beso devorador de los ombligos”.

Y el Inquieto Anacobero sigue aún devorando instintos, historiando la noche, ambulando sobre los recuerdos. Sobreviviendo. Su canto “sobrevive a los voltajes electrocutadores del pubis rotador de Elvis Presley; sobrevive a los opus en genio desgreñados de los chicos de Liverpool; sobrevive a la hiperestesia que Raphael tomó en préstamo trasatlántico a Berta Singerman...El cantar de Daniel Santos sobrevive a cuanto cantar salió loco de contento con su cargamento hacia la vapuleada modernidad”.

(Léase: “La importancia de llamarse Daniel Santos”. Luis Rafael Sánchez/ Ediciones del Norte, 1988).

Su dolor tenía raíces de amor

Doña Gabriela Mistral tenía su temperamento. Se afirma que era dulce como la miel para quienes la amaban, y agria, como la peor de las naranjas de vinagre, para quienes en cualquier ocasión la lastimaron con alguna malquerencia.

Ciro Alegría, que fue su amigo, decía –con sobrada razón- que el mundo de las letras tiene sus menudencias, sus oportunismos, sus miserias y sus ironías. Gabriela combatía esas menudencias. Cuando le entregaron el Nobel cientos pasaron por su casa para festejar con ella el premio. Sólo a muy contados amigos recibió, a los demás les hizo saber que no tenía motivos para aceptar sus congratulaciones. En una ocasión le dijo a un reconocido escritor colombiano, que escribía bien, pero que no le tenía mucha fe. “Está usted siempre riendo. Y no se puede reír siempre. Además, es usted un hombre a la intemperie”.

Aún así, Ciro Alegría que la trató en la intimidad decía que “vista a fondo, era ella una gran mujer, un ser humano de primera clase, tanto o más rico e interesante que su propia obra literaria”. Respetaba la intimidad hogareña –escribió el autor de El Mundo es ancho y ajeno-, era generosa hasta la prodigalidad, pero le disgustaba profundamente cualquier forma de hipocresía social.

Aunque muchas conjeturas se tejieron a raíz de su muerte, se cree que dos suicidios minaron profundamente su existencia. Gabriela fue mujer apasionada y recia. Sus brillantes ojos verdes siempre fueron expresión de buen ánimo. Pero, de pronto, estalló en ella el dolor como una tormenta imprevista. “Su dolor tenía raíces de amor. Para Gabriela Mistral, el amor significó, de modo casi exclusivo, tormento”.

El suicidio de su novio Romelio Ureta, y luego de un sobrino que educaba y amaba hondamente, la afectaron tanto que en lo adelante sus bellos ojos cambiaron su expresión de alegría por la de dolor. Un dolor que la acompañaría hasta la muerte. Pero, Gabriela, lo dijo el peruano Alegría, no pertenece a esa clase de artistas que mueren al día siguiente de su muerte, o cinco, o diez o treinta años después. Ella interesará siempre como fenómeno estético y humano de alta jerarquía.

(Léase: “Gabriela Mistral íntima”. Ciro Alegría. Editorial Universo, Perú, 1988).

Aquiles Vargas, fantasma

Aquiles Vargas, el personaje que da título a la novela de Manuel García Cartagena, fue como muchos jóvenes de su tiempo, un asimilado teórico de la literatura.

“En aquella época de cataclismos interiores –explica en algún lugar de la obra- en la que cada uno de nosotros significaba un horizonte distinto para los demás, el arte y la literatura vinieron a convertirse en nuestros únicos muros de contención”. Para ellos –Aquiles es un fantasma de muchos fantasmas- el mundo sólo importaba si se miraba a través del cristal del arte y la literatura, o sea, como él mismo lo describe, a través de un libro, de un cuadro, de una escultura, de una pieza musical, de una película, de una mujer o de una luna llena.

Era entonces la poesía con su traje adánico violentando pudores y pertrechando las conciencias de una generación aplastada por la realidad. Por eso, el arte era visto mucho tiempo después de haber constituido un horizonte, como aquella “miseria que uno se pone en los ojos para entender o dejar de entender aquella otra miseria peor que viene a ser la vida”. Y Aquiles Vargas sucumbió ante el desgaste que aquella realidad le insuflaba en su ser. Y se volvió ácido. Y renegó entonces, de todo en cuanto había creído.

“Del único modo –explicaba a sus alumnos con rabia y dolor- en que uno puede acercarse a la literatura dominicana es con pena”. Y retorcía el cuello al cisne de sus sueños: “Estudiar la literatura dominicana se asemeja en mucho a la pasión de dedicarse a la cacería de fantasmas”. Y para acotejar su criterio valiente, que entraña suspicacias arteras, con el tiempo de su tiempo, concluía afirmando: “La literatura dominicana no es ni ha sido nunca otra cosa que el eco inverosímil de otras voces, de otros libros, y cuando no ha sido esto, ha sido el fatigoso espejo en que han pretendido verse personas que confundieron la verdadera literatura con el testimonio, más o menos indirecto, de la realidad”.

Y Aquiles acabó tomando una decisión, tan sentenciosamente brillante, irónica y mordaz como su propia vida. Se dijo a sí mismo, a la hora de emprender su vuelo: “Busca tu droga de tinta, coloca tus velas de papel y zarpa hacia el nunca, pues los que viven colgados de una vida mentida rebotan a cada paso con cada esquina del mundo, y sus cabezas estallan sin atrapar sus sueños”.

(Léase: “Aquiles Vargas, fantasma”. Manuel García Cartagena. Taller, 1989).

Machado, ligero de equipaje

Me he leído una biografía de Antonio Machado escrita por José Luis Cano, sólo para redescubrir al final que la historia de la poesía es una iteración de sueños, de mitos y de imágenes. Y sólo también para redemostrarme que la vida de los poetas corre siempre, en todas las geografías, la misma suerte de candidez ingénita y cuenta la misma crónica de olvidos, acechanzas y delirios que, a veces, sólo desaparecen una vez se hincha la aureola gris de la vejez o los soponcios oscuros de los días finales.

Antonio creyó, como la juventud de su tiempo, que era necesario luchar por una España nueva y más limpia. Se entregó a ese objetivo junto a los demás jóvenes importantes de su época –Unamuno, Pío Baroja, Valle-Inclán, Benavente, Azorín- y ese “noble impulso de ganar batallas de luz y de justicia para la nueva patria” dio nacimiento a la generación del 98.

Y luego, en la aventura modernista, fue Rubén. “Lo único que hoy tenemos, todo lo demás es nada”, sentenciaría Juan Ramón Jiménez. Y Machado asiente: “Es nuestro hermano mayor”. Recuerdo ahora a Domingo Moreno Jimenes, que en una tarde inolvidable de larga conversación en su humilde casa del Barrio de Mejoramiento Social, me decía: “Entonces habían muchas estrellas, pero el único sol era Darío”. El gran nicaragüense diría luego de Machado: “La luz de su pensamiento casi siempre se veía arder... Era luminoso y profundo como era hombre de buena fe”.

Y entre los poetas, siempre ayer y hoy, el zarpazo de la envidia y el denuesto, no en labios de Antonio, sino de Juan Ramón que era ardiente y polémico, y quien al recibir un ejemplar de “Soledades” escribió: “Es consolador que en estos tiempos de concursos poéticos se publiquen libros como éste. Y sin embargo, con qué desdén mirarían a Antonio Machado los señores Balart, Zapata y Blasco y los poetitas premiados por esos buenos señores, si se encontraran en su camino”. Total, después Juan Ramón acabó enemistándose también con Machado. Así las cosas, ayer y hoy. Siempre.

Pero, Machado, que era un poeta a quien le pesaba y dolía el corazón (“Oh, el alma sin amores que el universo copia/ con un irremediable bostezo universal”) hizo un camino andando sobre piedras y sobre zarzas, pero también sobre nardos y laureles, porque para él “ser literato” valía tanto “como ser zapatero de viejo o constructor de jaulas para grillos”. Y al llegar el día del último viaje, y al partir en la nave que nunca ha de tornar, lo encontraron a bordo ligero de equipaje, casi desnudo, como los hijos de la mar.

(Léase: “Antonio Machado, biografía ilustrada”. José Luis Cano. Ediciones Destino, 1975).

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