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Explosión de amor

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Explosión de amor

Quedó aterrada, aún aterida en la sábana que dos segundos antes había servido de suave cobija ahora cubierta de la adherente sustancia que indistinguible se había proyectado también sobre toda su cara y cuerpo... y las paredes... y el techo. No sabía cómo mover o apartarse del poco resto humano que irreconocible quedaba aún en las entresábanas del lecho carnal que sirvió a sus pasiones. Un grito informe como nunca había dado terminó por despertar a su compañera en la habitación contigua del hotel de cuatro estrellas, que poco antes había sido traída de su sueño de vencimiento por el estremecimiento de un ruido sordo, como de una fuerte explosión contenida. Dejó al compañero ocasional aun durmiendo, probablemente enredado en el cuarto nivel de dormición, la inevitable catalepsia que todos tenemos por casi media hora cada noche, y a medio vestir corrió a la puerta de al lado.

Una, dos, a la tercera ronda de golpes unos brazos pegajosos que salieron del primer entrevero se abrazaron a su cuello y espaldas y tuvo que sostener por buen rato la convulsa humanidad que jadeaba sollozante, híper ventilando con ningún control, articulando incoherencias. Sin indagar más y temiendo estar en presencia del desenlace de alguna situación homicida, la alejó de allí conduciéndola a su habitación. El semental de esa noche, el suyo, otro piloto de la aerolínea europea aún dormía impertérrito en aquella habitación. La recostó en el sillón acolchado frente a la mesita con lámpara y con dos toallas humedecidas inició una limpieza que parecía no terminar, sin atreverse aún a preguntar lo sucedido. El olor a vísceras, a sangre, a chifle, inundó la habitación y viéndola un poco más libre de las desagradables adherencias le prestó una blusa y pantalones, que no atinaba a ponerse, pues no controlaba sus manos. Hizo un esfuerzo para sacar de abajo, del fondo de sus reservas de carácter y evaluando la situación despertó, primero con toques enérgicos y luego con sacudidas, al piloto de los países bajos.

–Dussel, despierta... despierta... ¡Despierta, coño! Con dificultad, unos ojos grises se abrieron a la insistencia de la mano cetrina que le removía el cuerpo y palmoteaba la cara, casi con categoría de bofetadas.

–Wat er gebeurt? (En holandés-¿Qué sucede?)

–Algo terrible ha sucedido a tu amigo.

–La miró confuso, como quien no entiende español. Sacudió la cabeza para tomar posesión del lugar, la hora y la circunstancia. Volteó entonces hacia la mesita y allí vio, solitaria, a la pareja de su amigo Roland, con la que hicieron el ‘deux pour deux’ en la doble cita de esa noche.

–Qué pasa, carraspeó en su mal español.

–Tu amigo, el otro piloto está en la habitación de al lado y creo que algo muy malo le pasó.

Volvió a mirar a la temblorosa amiga, que ahora le devolvía la vista con ojos angustiados.

–¿Qué pasó le a Roland?

No contestó.

–Vamos, levántate. Aquí está tu uniforme. Ponte al menos los pantalones. Sacó las piernas fuera de la cama en un giro y entalló sus manos en ellos, logrando llevarlos hasta la cintura con un último impulso simultáneo que presuroso hizo al levantarse. Descalzo y en “T-shirt” cruzó la puerta seguido de su cita.

–Grina, nno- mme- dejes a-aquí sola. Por fin habló. Recordó entonces que pocas horas antes habían estado en la terraza-bar del Malecón intentando pescar alguno de los parroquianos extranjeros que la frecuentaban. Al ver entrar aquellos altos, engalanados fuereños en sus trajes de piloto, azul cerrado con decoraciones y botones dorados, Grina le susurró sin apartar la vista -Estos dos son los que nos trajo el avión. El resto fue ya un “work out”* que dominaban las compañeras de aventuras y negocios que colocó a Dussel, el más alto y joven, pelo muy rubio, ojos que al parecer intentaron ser azules pero sólo llegaron al gris triste y a Roland, el mayor, tal vez mediaba en los cuarenta, en la mesa de las chicas ninfómanas.

–Tranquila, Marisol, regreso en seguida. Tenemos que ver qué pasó. Estamos en problemas.

La alfombra silenciaba los sonidos de los cuatro pies avanzando hasta encontrar, entornada, la puerta que en letras plásticas doradas tenía el número 406. Dussel no quiso tocar el picaporte y con su estatura de más de seis pies y en alto el brazo hizo girarla lentamente, hasta estar bien abierta, por la esquina superior usando la mano ahuecada como base de eje para moverla. La oscuridad era reducida a una penumbra tolerada gracias a la luz que entraba por la cortina ligera del amplio ventanal de pared a pared. Los disparejos aparejados circunstancialmente: capitán piloto de aeronave comercial, blanco, muy alto, pelo y vellosidad blonda, visible en el pecho y hasta en el rostro cuadrado, suavizado en el mentón, delgado y fuerte, pantalón “Navy blue” rayas negras a cada lado, contrastando a una mediana, más bien pequeña, veinteañera caribeña, tez oscura, pelo corto, labios gruesos, nariz reducida, senos y nalgas prominentes, pantalones oscuros ceñidos, y blusa rosada de muselina, peinaron con la vista, lenta y cuidadosamente desde el umbral, de extremo a extremo, la habitación con el ánimo de distinguir, de saber de primera impresión, lo que tenían en frente.

Centraron una vez más sus miradas en la litera, en realidad un lecho ‘King Size’ y creían advertir algunas leves eminencias en su superficie.

–NO; no hagas, le dijo en holandés y en mal español, -cierra, empuja puerta con lado otro de tu mano y encenderé la luz. Usando también el envés de su propia extremidad accionó el interruptor y la penumbra fue instantáneamente sustituida por una muy clara luminosidad, muy potente para sus ya apenumbrados ojos. El encandilamiento, no obstante, duró muy poco. Rápidamente empezaron a reconocer, o mejor dicho, a desconocer lo que con buena vista ya veían: dos piernas, o buena parte de ellas yacían en la cama; una completamente descubierta mostraba en el empeine elongaciones de fibras gruesas y restos de sangre. La otra, semicubierta por una frazada, mostraba un pie con los dedos hacia abajo, el talón erecto como un hueso, el tobillo y parte de la pierna, que se advertía continuaba debajo de ella hasta interrumpirse o colapsarse al ras de la cama sin ningún contorno más, que le continuara. Se acercaron más al centro de la habitación saliendo del breve pasillo de entrada y notaron que las paredes, todas las paredes que daban el frente al amplio ‘box spring’ y el techo, estaban embadurnadas de una extraña sustancia al parecer pegajosa, pues se encontraba fija, sin señas de moverse o bajar por gravedad, como los líquidos, ni siquiera lentamente. Era tan oscura, o al menos así lucía, como la brea, Parecía el producto de una incineración, el resto de un extraño fulminante que por demás despedía en toda la estancia un insoportable olor a carne quemada y fecales evisceradas. Se taparon las narices, pero la circunstancia les obligaba a permanecer, a indagar más.

En el piso, debajo de la mesa-escritorio, algo que brillaba impulsó a Dussel a acercarse, seguido a centímetros por su pareja. Tras unos segundos reconoció el origen del brillo, al observar el reloj de Roland, todavía sujeto a la muñeca del brazo doblado, que había llegado hasta la pared del fondo.

–¿Quéeee es esto, hizo una marcada mueca. Grina agarró reciamente el brazo de Dussel y le conminó: ¡Vámonos! ¡Vámonos ahora!

–Wacht een beetje, corrigió y volvió al precario español -Espera, un poco más, déjame ver, no encuentro, Kutje! (mala palabra en Holandés) lo que quiero ver de mi amigo. Esto es muy malo.

–¡Pues yo me voy! le amenazó Grina.

–Si muchacha la, lo mató, estás tú muy mal también. Déjame ver.

Volvió a acercarse al centro de la habitación y decidió descubrir con aprensión, usando la punta de los dedos y por el lado menos embreado, la frazada. Un amasijo informe de carne, entrañas y restos de costillas se les revelaba esparcido en toda la superficie del lecho cerca de los dos segmentos de piernas. Al remover dos de las tres almohadas apretujadas contra la cabecera acolchada los grises ojos del capitán se empequeñecieron. Grina vio la lágrima caer encima de la almohada; ahí estaba la cabeza de Roland, los ojos un poco abiertos, boca cerrada, extrañamente muy limpia y sin restos de sangre, salvo en la parte inferior de la base del cuello, que intacto estaba unido a la cabeza.

Quiso dejarse caer, pero Grina, más ágil y práctica, a despecho de su estatura, lo sostuvo con manos debajo de sus brazos y empujó fuerte para alejarlo de la cama, de la habitación, de la pesadilla.

Ya en el otro cuarto encontraron a Marisol, tiritando de frío y completamente vestida.

–Váamonos ahora mismo de aquí. Fueron sus únicas palabras.

–No. Dijo el capitán. Se dejó caer pesadamente en el otro sillón. -Ha habido una muerte y esto involucra a mí, a mi línea (aérea) y a ustedes también.

Marisol abrió los ojos en señal de desesperación. Iba a contestar pero Dussel, captó la intención y levantó la mano.

–Descuida. No te mala sucederá nada. Continuó maltratando el idioma. -Me he dado cuenta que no nada tuviste que ver con eso. Esto otra cosa pasó a él.

–¿Qué cosa? Pregunta Grina ¡Qué rayo ‘el diablo le cayó a ese hombre!

–Es fenómeno muy raro. Leí vez una sobre eso. Jamás pensé eso vería. Mucho menos a con mi querido amigo. Conozco a su familia, en Holanda. Esto va ser difícil para ellos.

–Difícil va a ser para nosotras con la policía.

–Prometo no. Voy llamar mi compañía y ellos enviarán alguien de aquí para ayuda comprobar lo que sospecho.

El día sorprendió al trío rodeado de ejecutivos del hotel, oficiales y técnicos de la Policía Nacional y finalmente se presentó un civil con cara que llamaba poco la atención. Era el experto que la compañía aérea hizo traer. Habiendo llegado horas después que los investigadores públicos, se unió a los exámenes de los remanentes del cuerpo y de la habitación y en menos de una hora recogió las evidencias con las cuales ayudó a llenar el parte médico de peritaje forense, para determinar la causa real del extraño deceso. No fue homicidio. Así logró demostrarlo a las autoridades y pudo consignarse el primer reporte legista en República Dominicana del que se tenga memoria, con la causa de una muerte tan extraña como poco comprensible al sentido común:

–Muerte por espontánea combustión explosiva de gases intestinales.

Grina y Marisol, no salieron de sus casas en mucho tiempo. El impacto les causó una profunda perturbación mental que requirió asistencia psicológica. Muchos meses después, reanudaron sus actividades de encuentros casuales. Pero con otros visitantes extranjeros. Ya no más pilotos.

–Parece que cogen mucho aire en el cielo, dice en su incipiente, escaso entendimiento, Marisol.