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La historia chiquita de Carreras Aguilera

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La historia chiquita de Carreras Aguilera (RAMÓN L.SANDOVAL)

Pedro Carreras Aguilera es un escritor poco mencionado y, probablemente, un desconocido en los círculos de la intelectualidad criolla. Tiene 62 años, es nativo de una comunidad rural de la provincia Santiago Rodríguez, pero parece que reside en Tenares porque el cabildo de esa comunidad le otorgó el título de hijo adoptivo.

Yo mismo no le conozco, salvo haberle visto fugazmente en una ocasión recibiendo un premio por uno de sus libros. Por cierto, en su carrera literaria lleva consigo varios lauros obtenidos aquí y allí, todos en buena lid pues se trata de un escritor de poca visibilidad en el medio. Es novelista y ensayista, pero sus temas son variados, de lectura acogedora, con un estilo que absorbe la atención del lector.

Poseo solo algunos de sus libros, pero entre ellos hay dos que a mí me parecen joyas breves del ensayo nacional. Su escritura no es voluminosa, va directo al tema, lo desarrolla con buena base documental, convirtiéndolo en un jugoso deleite. Quiero decir, sus textos nos ofertan conocimientos que no poseemos, o no los tenemos bien delineados, con un sustancioso y entretenido enfoque. Uno de ellos trata el tema del acordeón en nuestra historia vernácula, y uno no puede imaginarse que aquel artefacto sonoro que nos llegó de Alemania “entre asombro y embeleso” tuvo en su momento una relevancia por encima de cualquier vaticinio, sufriendo la degradación de figuras importantes de la vida intelectual y política del país.

Con Carreras Aguilera cabalgamos en el ruralismo dominicano de aquellos tiempos con el acordeón a cuestas y conocemos el rol de las galleras en su difusión; el porqué en sus inicios tuvo problemas para desplazarse debido a que en el país, como señalaba Juan Bosch citando a José Ramón Abad, no existían carreteras, sino “trochas abiertas a través de los bosques, o brechas por entre las montañas, o trillados laberintos por las sabanas”; la política montonera en su auge; el retrato social, muchas veces de situaciones personales que desconocerían incluso los que, con los años, serían intérpretes de aquellas primeras piezas merengueras; el doble sentido de naturaleza sexual que poseían en sus letras las composiciones de la época; las distintas generaciones de acordeonistas, hasta llegar a la importancia que Trujillo otorgó al “perico ripiao” en sus campañas políticas y del merengue durante el dominio de su Era; y conocer quiénes fueron nuestros principales acordeonistas y, en especial, los compositores que loaron al Perínclito, encabezados por Toño Abreu, mientras Ñico Lora se mantuvo aparte de esa encerrona merenguera y siguió amenizando fiestas en enramadas y bachatas campestres.

Es poco lo que digo sobre este ensayo de Carreras Aguilera, pues es mucho más lo que nos cuenta y nos enseña, siguiendo las huellas de Rafael Chaljub Mejía que nos hizo un relato amplio del merengue de tierra adentro, antes de que fuese asimilado por la posmodernidad y pasara a un nuevo nivel de proyección a causa de los nuevos instrumentos que les han sido agregados. En nuestro concepto el merengue típico no se ha ido –se fue el original o quedan pocos vestigios del mismo-, sino que cambió de casaca conforme los signos de los tiempos y existen ejemplos irrefutables en los nuevos rostros y en los novedosos acordes del género: El Prodigio, Fefita la Grande, María Díaz, Yovanny Polanco y, entre otros, el jovencito Jayson Guzmán que representa el relevo generacional de un ritmo que no muere y que está incluso más activo que el merengue orquestal de las grandes y admiradas figuras de nuestra danza nacional.

Pero, Carreras Aguilera tiene otro ensayo novedoso, igualmente premiado, que probablemente poca gente ha leído. Es un texto bien alimentado con referencias que agregan un valor incuestionable a la evaluación histórica que hace el autor. Carreras ha decidido escribir la “historia chiquita” del país, o sea, esos elementos que se alejan del lenguaje y el examen tradicional del historiador: las revoluciones, las grandes personalidades políticas, los acontecimientos señeros, los episodios fundamentales. Hay otra narrativa que surca nuestra historia y que está más cercana de la cotidianidad. Bernardo Vega nos ha contado cómo los cangrejos y los cocuyos intimidaron a las tropas inglesas y se convirtieron en contribuyentes en la derrota de Penn y Venables en 1655. Eso es “historia chiquita”, tan relevante como la historia mayor. Las armas biológicas de los conquistadores, por ejemplo. Los españoles trajeron con sus naves, además de la cucaracha, una serie de dolencias que los nativos desconocían: sarampión, catarro, tifus, fiebre amarilla, que terminaron diezmando poco a poco a la población indígena. Pero, los indios nuestros hicieron su aporte en la lucha contra los conquistadores con la sífilis y el rámpano (que estuvo activo hasta hace pocas décadas), que los españoles contraían en sus ayuntamientos con las nativas. De modo que hubo un intercambio de enfermedades, y como decía Fray Jerónimo de Mendieta: “España descubrió a América y América sifilizó a Europa”.

Pero, además, cuál fue el rol de la cocina en la colonia de Santo Domingo; cómo fue la gastronomía isleña; cómo fueron las tabernas, el aguardiente, “las mujeres públicas” y las videntes durante ese período (desde entonces tenemos romo, hetairas y brujas en nuestros andenes); la semilla de las intrigas; la lujuria que despertaban en los ibéricos la belleza de nuestras indígenas; la prueba del casabe que terminó por ser alimento apetecido, junto a la yuca, por los nuevos habitantes; la morcilla, el mondongo, la manteca, los cerdos que de tantos que había algunos se alzaron hacia los montes y se volvieron salvajes; el guarapo, el rulo, el chocolate; el guineo verde que ahora es de tan alto consumo, pero que hasta hace un par de décadas tal vez fue un alimento menor a quien apodaban en algunos campos “cachirulo” y en otros “ñirre”; la yagua y el bohío, que fue cobija dominicana hasta muy entrado el siglo veinte; la hamaca, la pelliza; la ingesta de habichuelas con dulce que, por mucho tiempo, estuvo reservada a las élites, de modo que la servidumbre y los más pobres no tenían acceso a esta exquisitez; el sancocho, que ninguna relación parece tener ni con indios ni con conquistadores ni con africanos, sino que fue aporte de canarios que terminó diseminándose por el Caribe y algunas partes de Latinoamérica con otros nombres, pero ninguno con el estilo criollo; y la “bandera dominicana” ¿cuál es su origen? Nos llevaremos una buena sorpresa cuando descubramos que primero fue manjar de los interventores norteamericanos y que de ellos aprendimos a consumirlo y convertirlo con el paso de los años en nuestra comida cumbre, como el moro hizo su entrada con la guerra restauradora, o como de los haitianos heredamos el chambre, el churumbo y el chenchén, y también de nuestros vecinos vienen los vocablos mangú, concón, pitipuá (petit pois), cirica (especie de jaiba), y coconete, entre otros.

En fin, Pedro Carreras Aguilera es un cronista “chiquito” que nos enseña cosas grandes, con el acopio de buenas fuentes y un estilo que produce contento en el lector. No lo conozco, pero cuán instructivos y divertidos me resultan sus textos. Recomiendo leerlos.

www.jrlantigua.com

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