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La increíble historia de Marita Lorenz

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La increíble historia de Marita Lorenz
Marita Lorenz. (FUENTE EXTERNA)

Desde su habitación en el hotel Habana Hilton, que pronto denominaría Habana Libre, el Comandante alcanzó a ver fondeado en la bahía habanera un enorme barco que poco más tarde comprobaría que se destinaba a realizar cruceros por el Caribe. Hacía poco menos de dos meses que el Comandante había entrado triunfal a La Habana luego de su exitosa campaña en la Sierra Maestra. Fulgencio Batista que puso ruta hacia Santo Domingo apenas iniciado el año, se encontraba refugiado en los poderosos brazos de su enemigo silente, Rafael Leónidas Trujillo Molina que, muy pronto, habría de infligirle nuevos tormentos a su ya ominosa situación.

En el Habana Hilton el Comandante había establecido su cuartel general y al minuto de observar el Berlín, como se nombraba el barco, ordenó preparar dos lanchas con sus barbudos armados, recién estrenados en el poder y aureolados con la majestad de la victoria, emprendiendo rápida navegación hacia el objetivo. El Berlín, que había zarpado desde Estados Unidos, venía de hacer una ruta que incluía a Panamá, Colombia, Saint Thomas, Puerto Príncipe y Santo Domingo, destino este último desde donde se había echado de nuevo al mar para recalar en su última parada, La Habana. Era 27 de febrero de 1959 cuando llegó a la capital cubana con su carga de pasajeros excitados y nerviosos al arribar al puerto de una ciudad que estaba viviendo en esos momentos la algarabía y los augurios de una Revolución que apenas daba sus primeros pasos. La excitación de los felices cruceristas que anhelaban conocer la vida nocturna de La Habana “que se había ganado la fama de ser la más salvaje en todo el hemisferio oeste”, pronto se convirtió en temor cuando vieron acercarse aquellas dos lanchas repletas de hombres armados con ropas militares.

Marita Lorenz, la hija del capitán del barco que en ese momento tomaba su acostumbrada siesta, sería la encargada de dar la bienvenida a los barbudos del Comandante. “¿Qué quieren?”, les preguntó la joven que apenas comenzaba a alcanzar la mayoría de edad. El Comandante, el más alto de todo el grupo, fue el encargado de responder: “Quiero subir al barco, mirar”. Ella hablaba algo de español y él algo de inglés. Apenas desembarcó de su lancha subió las escalerillas, llevando un puro en las manos y otros más en el bolsillo izquierdo de su casaca. Ella le pidió que dejaran sus armas (“No les hacen falta aquí”) y él instruyó a sus compañeros a que se desprendieran de ellas y las dejaran en el suelo contra una pared. El Comandante, sin embargo, nunca abandonó su pistola al cinto.

El flechazo fue inmediato. Apenas el Comandante tocó la mano derecha de Ilona Marita Lorenz “una descarga de electricidad me recorrió entera”. Recorrieron el barco mientras la tripulación y los pasajeros estaban estupefactos ante aquél grupo de cubanos con vestimenta militar. El Comandante, que apenas había cumplido treinta y tres años, y estaba de seguro arrecho después de una larga campaña guerrillera con escasas escapadas para el amor, volvería en cuanto pudo a tomar las manos de “Marita alemanita” como la llamó entonces y la seguiría llamando del mismo modo por largo tiempo. La sala de máquinas, la cocina, las tiendas, las escalinatas, los camarotes de la clase turista y luego los de primera clase...y ella le indicó por cortesía cuál era su camarote. “Quiero verlo”, le dijo a ella el Comandante. Y apenas abrió la puerta la cogió del brazo, la empujó dentro y sin ceremonia alguna la abrazó y la besó con pasión. “Yo soy Cuba” había dicho el Comandante al presentarse a Marita Lorenz. Era la primera vez que ella era besada. Hubo un chico anterior, en su nativa Alemania, que lo intentó una vez pero a ella no le gustó. Cuando el Comandante la zarandeó con el beso ella quedó en shock. Y fue feliz. Sería el inicio de una larga y tormentosa historia de amor y odio que, cincuenta y siete años más tarde, aún continúa.

“En aquél camarote no llegamos a hacer el amor, pero exploramos cada rincón de nuestros cuerpos, yo sintiendo el suyo, él descubriendo el mío... después de un rato de apasionado encuentro le insistí en que deberíamos irnos y cuando conseguí desenredar nuestro cuerpo salimos de mi cuarto... Sé que los barbudos sabían perfectamente lo que había pasado, pero no dijeron nada”. Marita Lorenz había cruzado la línea de fuego sin imaginar las consecuencias. Como en su época de dirigente estudiantil y político, como en su campaña guerrillera, como en su liderato revolucionario, el Comandante era brioso y persistente. Cuando el capitán del barco concluyó su siesta, advertido con toda certeza por algunos de sus ayudantes de lo que estaba ocurriendo en su nave, llamó a su hija para que se presentara de inmediato al puente de mando. Ella obedeció al instante, pero el Comandante siguió sus pasos luego de concluir una cerveza Becks que Marita le había ofrecido y él saboreó con agrado. Camino al lugar del capitán, el Comandante la metió entre dos botes salvavidas, haciéndose que observaba el paisaje, y de nuevo la abrazó, la besó y la hizo que volviera “a sentirme en el cielo”.

Cuando saludó al capitán, el Comandante le habló de su propio barco, el Gramma, y le contó al padre de Marita su histórica travesía navegando desde el puerto de Tuxplán hasta Alegría de Pío, mientras el jefe del Berlín le brindaba vino, caviar y champán. El Comandante hizo empatía de inmediato con el capitán y conversó largas horas con él sobre sus obligaciones políticas, de las promesas que debía cumplir, del azúcar cubano que se vendía –un 58%- en el mercado norteamericano, del juego en los casinos y de la mafia que quería fuera de Cuba. “Hagas lo que hagas, no enfades al hermano del norte” le alcanzó a decir el papá de Marita. “Capitán, Rockefeller es dueño de tres cuartas partes de la isla y eso no es justo”, le ripostó el Comandante. “Hay formas de hacer las cosas y formas de no hacerlas. Estás en una situación muy delicada. Tienes que ser muy cuidadoso”, volvió a insistir el capitán sin siquiera presentir todo lo que ocurriría después.

El Comandante se quedó hasta la cena. Siempre fue amigo de pláticas sin término. Cuando avanzada la noche abandonó el barco, ya la apuesta estaba hecha. Ella se había enamorado de él y la historia apenas comenzaba, la de Cuba y la de ambos. Ella le anotó en una caja de cerillas su número de teléfono en New York. Y él, al despedirse, le dijo: “Te voy a ver de nuevo muy pronto”. No era un cumplido. Unos días después, un hermano de Marita nombrado Joe que asistía a una conferencia en Columbia en la cual el hijo del embajador cubano Raúl Roa charlaba sobre la reforma agraria que realizaría el Comandante, el delegado diplomático cubano se acercó al hermano –nada obraba por casualidad- y le dijo que tenía que darle un mensaje personal de su jefe. “Tu hermana es siempre bienvenida en Cuba como invitada del Estado. Cuidaremos de ella lo mejor posible”, le dijo Roa. Pero, unos días después, el propio Comandante, asido a su prenda, la llamó por teléfono para decirle: “Mañana envío un avión por ti”. La Revolución solo tenía dos meses de iniciada. Era 4 de marzo de 1959 “cuando me marché de casa con los tres cubanos que habían venido a recogerme”, entre ellos dos que nombra Marita: Pedro Pérez Fonte y Jesús Yáñez Pelletier. El aeropuerto neoyorquino aún no llevaba las siglas JFK, era Idlewild. Allí embarcó Marita en Cubana Airlines con solo ella, sus tres acompañantes y una azafata como pasajeros. La historia que se había iniciado en el Berlín llegaría ahora a su clímax en la suite 2408 que el Comandante ocupaba en el ya designado Habana Libre, una habitación conectada a la de su hermano Raúl y sus colegas Ernesto Che Guevara y Camilo Cienfuegos. Cuando El Comandante ordenó a Celia Sánchez que lo dejara solo con Marita, que no le pasaran llamadas ni le interrumpiesen para nada, la pasión del amor alcanzaba niveles de crucero.

“Todo lo que ves es mi Cuba. Yo soy Cuba. Tú eres ahora la primera dama de Cuba”, le dijo el Comandante a Marita mientras hacían el amor hasta el delirio. Un cumplido de caballero que ella quiso creer para sentirse en ese momento como una reina. Pronto, comenzaría la decepción y ella se enredaría en una telaraña de episodios sombríos que habrían de convertirla en un capítulo ignorado, y manipulado, de la terrible guerra fría.

(Lea el sábado el próximo capítulo de esta saga: “Marita Lorenz entre las patas del Caballo”).