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Los gambusinos y el oro en la batea

La fiebre del oro se asentó en la España del siglo XV. Durante esa centuria, el oro escaseó y la moneda que circulaba era de plata. Los españoles buscaban los tesoros de las iglesias para acuñar sus monedas. Hasta que llegó el Almirante genovés y presentó su proyecto. Cuando salió con sus naos hacia estas tierras, su principal ambición fue encontrar oro. No lo encontró por cuenta propia en los primeros días, hasta que los indios llegaron a saludarles –recelosos aún- y los conquistadores observaron que traían en pechos, orejas y narices pendientes de oro.

Ahí comenzó la historia consabida. Los indios se desprendían de sus adornos en oro y los españoles les daban a cambio “cascabeles y cuentas de vidrio y sortijas de latón”. Colón y su gente asediaron a los indios con preguntas en torno a los lugares donde aparecía el metal, y los indígenas, obsequiosos, continuaban desprendiéndose de sus granos y hojuelas de oro por cualquier chafalonía que les facilitasen los nuevos habitantes de su tierra.

No fue tarea de un día para otro. Los españoles tardaron meses antes de aprender a comunicarse con los taínos que eran “gente de amor y sin codicia” como el mismo Colón les denominase. Aunque también, pendejos. En una ocasión en que los taínos pidieron ayuda al Almirante para enfrentar a los indios caribes que eran antropófagos y les vencían siempre en sus incursiones guerreras, Colón les dijo que destruiría a esos enemigos con sus armas y cuando quiso demostrarles su poder para vencer a los caribes hizo disparar una lombarda y una espingarda, y los indios asustados se tiraron al suelo y, casi al instante, trajeron oro suficiente que no habían visto todavía los españoles y adornaron el cuello del Descubridor con joyas finas de oro y regalaron por igual a todo el resto de la expedición conquistadora.

Hasta que los indios comenzaron a ser hostiles. Salieron de su ingenuidad. Conocieron la mala fe, las rencillas por mujeres y por oro, y Caonabo enfrentó las contingencias y al final miles de indios –hastiados, perseguidos, humillados- abandonaron sus tierras labradas, huyeron hacia los montes y por los nuevos predios murieron de hambre y enfermedades. Ya no estaban dispuestos a buscar oro para los españoles ni a cambiar sus láminas auríferas por baratijas.

Para entonces, ya Colón sabía que había minas en Haina y en el Cibao, y de esos lugares salió el oro que el Almirante envió a España en los últimos años del siglo XV. El oro era la movida. El Almirante menciona la palabra oro 143 veces en su Diario. Sus compañeros de travesía –andaluces y extremeños, en su mayoría- solo tenían como meta encontrar oro. Creían ciegamente que lo encontrarían a tierra vista y se pasaban los días hurgando en los ríos. Pero, los indios no sabían extraer oro. El que encontraban era oro aluvional. La batea taína fue el recipiente. Luego, por las recomendaciones colombinas se establecieron fundiciones en La Vega y en los alrededores de Villa Altagracia. Y el tiempo fue pasando. Y llegó Nicolás de Ovando quien se planteó el propósito firme de hacer de La Española un gran centro productor de oro. Y en la isla siguió apareciendo oro hasta muy avanzado el siglo XVI. Ya no con los indios sino con esclavos africanos y con indios yucatecos que importaron, a fuerza de látigo y sangre, con esa exclusiva finalidad.

Para entonces, las minas de Cotuí ya eran muy apetecidas. La explotación aurífera se sostuvo en el siglo XVI gracias a las minas del Cibao y las de Cotuí. Pero, luego declinó la producción de oro. A los ibéricos ricos les faltaba ahora azúcar. Y vino la demanda por el dulce que resultaba amarga producirla a los esclavos africanos. La fiebre del oro cedió y durante todo el siglo XVII no se volvió a hablar del precioso metal. Las Devastaciones de Osorio habían cambiado por completo la actividad económica y social de la Española.

Y arribó Juan Nieto Valcárcel. Pidió licencia para buscar en la isla no solo oro, sino plata, azogue, plomo, estaño, lo que apareciese. Tenía apoyo político y consiguió el respaldo económico de tres españoles que residían en estas tierras. Exploró las minas de oro de Cotuí minuciosamente. Se empleó a fondo a pesar de todos los inconvenientes que encontró en su aventura empresarial. Hizo un inventario (por el que se convirtió en referencia obligada en esta materia en los años por venir) de las minas de La Española, viajando por toda la isla, pero murió antes de que la Corona española le concediese en donación las minas de Cotuí. Mientras, el oro seguía ahí. Medio oculto. Y los gambusinos lo lavaban en ríos y arroyos. Gambusinas, que fundamentalmente siempre fue tarea de mujeres. Y pobres. Era más rentable entonces ocuparse de la ganadería, el contrabando, el cultivo de jengibre, tabaco y cacao, el corte de caoba, la pesca y la piratería.

Y siguieron llegando los aventureros del oro. Y “las historias y leyendas acerca de las fabulosas minas de la Española conservadas en la memoria popular por más de tres siglos” continuaron generando apetencias. La vida es oro y el oro es oro. Aparte de españoles, vinieron ingleses y norteamericanos. Hasta que los haitianos entraron en la lid. Pero, el negocio no funcionó. Boyer no logró su objetivo. Se proclamó la independencia y Pedro Santana, desconfiando de una propuesta inglesa, le pasó la papa caliente al Congreso quien también escurrió el bulto. No hubo forma. Entretanto, la batea seguía en función. Las mujeres pobres seguían “lavando arenas, lodos y cascajos en los ríos y arroyos que explotaron los españoles varios siglos antes”.

En el siglo XIX la fiebre del oro alcanzó su mejor momento. Las autoridades de turno estaban de acuerdo en dar las facilidades que fuesen necesarias y los gobiernos de la naciente República coincidieron todos en esta finalidad. Se descubrieron nuevas minas –Haina, San Cristóbal, Santo Domingo, Jánico, San José de las Matas, Pedro Brand- y el general Lilís no se quedó atrás en otorgar concesiones para la explotación, aunque no fue mucho lo que se logró durante ese periodo. Y entonces, llegó el Brigadier y mandó a parar. Trujillo logró, muy pronto, controlar todo el mercado del oro, el aluvional y el minero. Fue suyo entonces todo el oro del país. El marine norteamericano Charles McLaughlin, cuya hija se desposaría con el hermano del tirano, encabezaría la lista de aventureros y favorecidos que contribuyeron a que el Jefe acrecentara su fortuna con la explotación del oro.

Y, pasando etapas, vino Guzmán (“ya es nuestro todo el oro del país”) y las masas se lanzaron al malecón capitalino a celebrar el suceso que resultó, poco tiempo después, en fiasco. Y siguió el oro creando discrepancias políticas, debates monetaristas, controversias mediáticas. Y la Rosario, y Placer Dome, y la Barrick. Pero, quinientos años después de la llegada del Almirante lo que siempre se ha mantenido igual, siglo tras siglo, es el lavado del oro en la batea. Frank Moya Pons, el historiador que nos cuenta toda esta historia, ha comprobado que se sigue extrayendo oro de ríos y arroyos en Miches, Juncalito, en la Cordillera Central, en Haina. Los gambusinos continúan la tradición indígena, y está activa, y sigue sirviendo a la sobrevivencia de muchas familias pobres. Sus precios no se miden en onzas troy sino en gramos, pero la comercialización del metal se abre caminos todavía entre compradores locales y regionales. Las gambusinas siguen ahí, cinco siglos después. Y usted no se ha enterado.

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