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Miradas de Ida: poética de lo visual (2 de 2)

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Miradas de Ida:                     poética de lo visual (2 de 2)
Portada de “La mirada” de Ida Hernández Caamaño. (FUENTE EXTERNA)

(A propósito de un libro de Ida Hernández Caamaño)

En aquella mujer que, a sus años y en su pobreza, ensortija sus cabellos mustios con lazos azules y su cuello con un collar de iluminadas perlas pobres, y mira la vida desde su rostro cansado con una sonrisa que puede traducir alegría en medio del agotamiento de su andar vital, Ida Hernández ve a una mujer, que nombra Natalia, “que ha recorrido ya todas las edades (y) ha decidido instalarse en una de ellas”.

Ida inicia su camino de miradas con esta foto y ya el lector de su prosa límpida y mágica se obliga a continuar viendo el mundo que miran los fotógrafos con la mirada multiplicada de ella. “Natalia –dice Ida, traduciendo esta foto primera de su álbum- que es niña de nadie, nacida de la nada, es la dueña absoluta de la joven ingenua, de la mirada mansa de una mujer sin tiempo, de la vejez más tierna, femenina y coqueta, que encontramos un día entre un cambrón oscuro y retorcido y la orilla del mar lleno de espumas; es la infante, la púber, la señora o la anciana que no sabe volver sobre sus pasos, porque para ella no existen las huellas, ni tampoco horizontes. En ella solo existe el poder de convencernos de que en el mundo podemos convivir con la ternura y la inocencia de los otros”.

La imagen de aquel hombre, trashumante sempiterno de la vida y sus derroteros ambiguos, que camina sobre la mañana escoltado por su perro fiel –la simple estampa de una cotidianidad aburrida que al hombre le es costumbre-, Ida la transforma bajo un manto de dignidad poética y convierte el universo reducido de esa soledad humana y el can que sigue su destino, en el monólogo de una oquedad que convive con una rutina sin inmutarse. Ida pone a ese hombre a conversar consigo mismo: “Mi carga de esperanza y mi fiel compañía son los testigos de que alguien me aguarda para hacer la hoguera, encender el fuego o construir la covacha con el producto del recorrido por este inmenso mundo que me retiene entre sus dunas silenciosas...Esta leal y fiel compañía, que me sigue en todos los caminos, no importa dónde, no importa cuándo, no importa cómo, no importa nunca, libera los temores y cualquier sinsentido; junto al trabajo diario y a algún refugio, me redime del silencio de estas dunas, es la razón de ser en mi mundo de arena”.

Aquella imagen del barrio, la de un día cualquiera de un callejón de la marginalidad, entre piedras, cordeles de ropas, escaleras higienizadas y niños cargados por madres que ríen indiferentes a su calvario diario, sirven a Ida para escribir “La danza de las hadas y los fantasmas”, un retrato sugerente de la vida que corre entre esas avenidas apacibles de la pobreza acurrucada entre viviendas humildes donde las “manos fuertes y encallecidas” de Rufina, realizan a diario “el proceso de purificación” para lavar los humores de la vida, desaguados en canales ocultos, arrastrando las quejas de la miseria, bajo unos pocos metros de cielo. “Viento, risa, ropa, se contagian de un ritmo creado al son de una secreta solidaridad, y se funden en unitaria armonía que rebota entre las piedras ordenadas, soportes contra la incertidumbre, la soledad y el abandono”. La mirada de Ida.

Aquella mirada perdida que parece embelesada, tal vez desde un hondo pesar o desde una interrogante abierta a una realidad que desconoce, donde un hombre en el muelle observa el caminar de turistas que esperan por el barco que los llevará a conocer la isla, Ida lo piensa como el que, conociéndolo todo desde viejo, vuela en su mente como un filósofo escurre su estampa vital entre las aquietadas mareas del reposo. Ida pone en los labios de ese hombre este pensar: “En medio de mi geografía de mar y arena, sal y sol, lugar de siempre, todo me resulta natural y corriente. Sigo como testigo de pleamares y bajamares infinitas que me besan los pies o me los hieren; sigo sentado en este mirador que me fija a la vida, que le hace crecer raíces a mi alma, impidiéndome abandonar este lugar que me obliga a quedarme”.

Aquellas imágenes inmortalizadas por Juan Pérez Terrero del bravo hombre de pueblo que enfrenta con “un gesto terminante y audaz”, con “una mirada decidida y valiente”, con “un grito de impotencia y de rabia al mismo tiempo”, el fusil de un soldado invasor que no le intimida, Ida las recoge y las transforma como nadie antes lo hizo, porque nadie antes las vio con esa mirada. Es la mirada de Ida sobre la mirada de Pérez Terrero que retrata la mirada del hombre decidido que enfrenta no solo al fusil sino a la mirada desconcertada del soldado. Riesgo de tres. Por estos días se cumplen cincuenta años de esas tres imágenes que recorrieron el mundo y merecieron un Pulitzer. “Y todas las palabras colocadas por cada uno de nosotros, por los que han posado alguna vez su mirada en estos hombres y también en el tercero invisible, pueden salir sobrando, para dejar tan solo un rayo fulminante de provocación en la conciencia”. Miradas de Ida.

Son muchas más las imágenes de las miradas de nueve fotógrafos que Ida ha dibujado, sobre ellas, sus propias percepciones con los ojos de su letra vibrante y doliente. Su prosa se llena de fulgores y se acoge a las filigranas del verbo y su hacienda. Una prosa que se teje con el hilo de la poesía propia y de la poesía de otros, interconectando con las palabras para que en su telar se acoplen los hechizos del decir poético, con los del decir filosófico y con los del decir narrativo. Poesía que transmite efectos que la vida normal no mira. Narración que reescribe historias que en la vida corriente es tarea de vida. Filosofía que esparce sus caminos en la fronda amalgamada del pensar. Como un cultivo de auroras. Como un escenario de coartadas sin destino. Como un porvenir anclado en noches oscuras, en los juegos de la imaginación, en el banquete de la ternura, en la humildad arrellanada entre el tumulto de vidas paralelas de penas chicas y de penas hondas, frente al muestrario de la naturaleza impávida y las “playas infinitas, donde van a parar los pescadores de esperanzas”.

“La mirada” de Ida Hernández Caamaño es un prodigio de belleza. No solo la que nace de una prosa lavandera que baña la realidad para limpiarla de su miasma y hacerla que la veamos desde otras emanaciones y provisiones. Sino la que se oferta en ojos que buscan en el desamparo, en el desamor y en el juego irrefrenable de una niñez que se hace adulta a destiempo, vertientes y valores que, a simple vista, no vemos. Esta mujer de arrestos en la palabra, de desafíos en la imaginación, reconstruye las miradas de otros en una mirada múltiple para que todos sus lectores hagamos un enfoque correcto antes que el obturador de nuestros prejuicios simplifique la visión dramática que surge ante nuestro mirar común y corriente.

Virgilio de Jesús, Miguel Gómez, César Méndez, Alfredo Olaverría, Roberto Polanco, Martín Rodríguez, César Sánchez, Silverio Vidal, fotógrafos de veteranía acumulada, y por supuesto, el inmortal Juan Pérez Terrero, fraguaron alguna vez estas miradas suyas en la diaria tarea del reporterismo y fijaron sus cámaras en la cotidianidad puesta ante sus ojos. Sorprendidos y gozosos estuvieron, sin dudas, cuando Ida convirtió sus obras, que tal vez vieron simples en su momento, en escenarios para que la prosa y sus destellos las reconstruyeran con los trazos de una nueva visión del discurrir humano, en una especie de transliteración de la imagen y sus signos. Poética de lo visual, sin dudas, es “La mirada” de Ida Hernández Caamaño, conjunto de treinta y cuatro visiones escritas y visualizadas hace dieciséis años, entre 1998 y 1999, en la revista “Oh Magazine” de Listín Diario, y que leídas y degustadas al cabo de poco más de tres lustros adquieren una dimensión perdurable, desde las sensaciones que provoca y ante los sentimientos que genera. Yo festejo este libro como una mirada que cruza ante mis ojos para develar harapos y sonrisas, fronteras y futuros, presentes inciertos y estallidos de ebriedad, luces de infantes risueños ajenos al duelo de la vida y nudos tejidos en los contrastes de la imagen y su cristal. Júbilo de la imagen y su letra, de la visión y su palabra. Poética de lo visual, ya lo he dicho.

(La mirada. Ida Hernández Caamaño. Prólogo: José Alcántara Almánzar. Editora Corripio, 2015/ 83 pp.)

www. jrlantigua.com