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Mostos y chascarrillos en confraternidad

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Mostos y chascarrillos en confraternidad
Ernest Hemingway y Umberto Eco (FUENTE EXTERNA)

Cultivadores de la amistad sin fisuras, estos contertulios en cuya hacienda de fraternidad arrimo esta noche mi carreta, me sorprenden desde que ingreso al cónclave con el pedimento de que suelte a la muchedumbre –son seis, apenas, pero configuran “un” fragoroso gentío– algunas anécdotas, que la vendimia nocturnal toma cuerpo esta vez en la chanzoneta dejando de lado el infaltable tema político o el comentario ad hoc que toda noticia en cartel origina y, casi, hasta promueve.

Cultivan la amistad entre caldos generosos que bien conocen y que yo, habitué ocasional, disfruto bajo las sapientes directrices de los que, entre ellos, hacen galas de sus conocimientos viticulturales. Hay un Malleolus sobre la mesa y recuerdo la historia que me hizo José Moro, hijo y nieto del fundador de aquel entonces modesto viñedo de la Ribera del Duero, cuando hace ya casi tres lustros me tocó ser parte de la organización y lanzamiento de sus vinos en el Hotel El Embajador. Por decenios, la producción de aquel viñador tenaz se realizaba artesanalmente y se distribuía en tabernas rurales y casa por casa. Vino bueno y barato que se degustaba en las cotidianas reuniones familiares y en las fiestas de guardar, mientras don Emilio iba y venía con su carga al hombro atendiendo la demanda inducida y limitada de aquella primera época. Cuenta la leyenda que cuando don Emilio llevaba años en aquella tarea que era la fuente para mantener a sus críos y darle algún nivel de estabilidad económica a la familia –eran los años treinta, antes, en el mero centro y después de la guerra civil– pasó por la Finca Resalso el ya rey Juan Carlos, probó el mosto, cató a gusto, y al conocer la historia de aquel viñatero de la ruralía española ordenó que en las próximas recepciones de Palacio sirvieran la producción de la que se había servido a voluntad en sus trajines reales por los caminos de España. Desde que los comensales de Palacio probaron aquel vino cundió el rumor de que habría de ser una producción diseñada especialmente para el monarca, percibiendo que no se trataba de los caldos habituados a degustar en las recepciones oficiales. Así nacieron al disfrute común los vinos de don Emilio Moro, a fines de los ochenta. El Malleolus de Sanchomartin que está sobre la mesa esta noche de tertulia es la añada más singular de la bodega riberiana, con tan solo una media docena de años en producción de gran escala. Legado de don Emilio, que también de Juan Carlos.

Sorprendo a mis interlocutores sabihondos –hondos sabios de vinos bien dispuestos– con la historia que cuento que ellos desconocían, y de ahí a cumplir con la encomienda de dejar política y la molienda de la cotidianidad para la próxima, les disparo diez o doce chascarrillos de escritores y culturosos, que de otros no podía ser. Tengo a bien saber que el gentío con el que brego en esta noche de deleitoso bochinche, son lectores consumados, aún cuando a diario tengan que afanarse con sus empresas y buenos cargos en la hacienda privada.

Les hace gracia, para entrar en el tema que me proponen, la anécdota de Paul Valéry, célebre autor de El cementerio marino. Era ya famoso, pero seguía siendo un hombre abandonado, mal vestido, desaliñado, maloliente incluso. Aun así le invitaban a las reuniones de la alta societé. Una dama le salió al paso en una recepción y le espetó: “Disculpe mi sinceridad, don Paul, pero su aspecto no está a la altura de su obra y de su fama. Las musas no parecen acompañarle. Si le encuentro en una calle nunca pensaré que es usted un gran poeta”. Valéry se le acerca y casi susurrando le dice: “Usted tiene razón, madame, es que soy de la poesía secreta”.

Se entusiasman las gradas. Le suelto ahora la de Jacinto Benavente, el dramaturgo de Los intereses creados que alcanzara el premio Nobel de Literatura. Era época en que se consideraba de buen gusto invitar a las celebridades literarias a tenidas de damas encopetadas, aunque muchas no fueran, digamos, tan cultas. Un grupo de ellas asedia a Benavente para que les dicte una conferencia en una augusta sala madrileña. Don Jacinto busca todas las maneras posibles para excusarse. Ellas insisten. El escritor seguía disculpándose. Hasta que la más aguerrida de este grupo de damas le sale al paso para sugerirle: “Don Jacinto, usted puede complacernos dictándonos una charla sobre cualquier tema y nosotras estaremos felices, al fin y al cabo, no necesita usted preparar nada especial para dejarnos admiradas con su talento”. Benavente, que era de armas tomar, les responde: “Distinguidas señoras, es que no puedo ir yo allí a hablarles a tontas y locas”. Obviamente, las damas fruncieron el ceño y salieron furiosas.

Les cuento esta otra de Arthur Conan Doyle, el creador de Sherlock Holmes. Tenía fama de ser un bromista triple A. En una ocasión le envió un telegrama –costumbre de la época– a varios de sus amigos con este texto: “Debes huir de inmediato. Lo han descubierto todo”. Lo grande fue que los destinatarios abandonaron sus respectivas residencias a toda prisa sin conocer los motivos.

No los dejo respirar cuando relato lo que le pasó a Alejandro Dumas, el autor de Los tres mosqueteros. Todos sabían que había nacido como producto de una incursión casual de su padre, que era general de las tropas de Napoleón, con una negra haitiana. En una recepción, uno de esos seres que nacen para hacerle la vida imposible a los demás, se le acerca y le dice: “Don Alejandro, debe usted disculparme si le pregunto si es usted cuarterón”. Dumas que no ocultaba su ascendencia, le contesta positivamente. “¿Y su padre?”. “Pues sí, era mulato”. “¿Y su abuelo?”. Ya Dumas comienza a incomodarse: “Era un negro, sin dudas”. “¿Y su bisabuelo?”, insiste el chinchoso caballero. Dumas pierde la compostura: “Mono, distinguido señor. Era un mono. Mi linaje comienza donde acaba el de usted”.

La de Umberto Eco nadie puede imaginársela, con lo circunspecto que siempre muestra ser el autor de El nombre de la rosa. Participando en la Feria del Libro de Frankfurt, hospedado como otros ilustres escritores en uno de los mejores hoteles de la ciudad, acordó con un par de amigos letrados como él gastarse una broma en grande, llamando desde un teléfono público al hotel para que le pusieran al habla con Marcel Proust, James Joyce, Ernest Hemingway... Regresaban rápido al hotel para ver al mensajero del establecimiento vocear los nombres de estos escritores fallecidos en el lobby, dejando a todos los presentes obviamente estupefactos.

Hemingway, por cierto, era de humor negro. En una ocasión, plena guerra fría, unos periodistas le preguntan si tenía ideas políticas. “Por supuesto”, le responde el autor de El hombre y el mar. “Creo que el socialismo se define de la siguiente manera: si tienes dos vacas, le das una a tu vecino. El fascismo consiste es que si tienes dos vacas, el gobierno te las quita y luego te dan un bono para que adquieras la leche. El comunismo consiste en que si tienes dos vacas, el gobierno te las quita”. Los periodistas le cuestionan: “¿Y qué pasa con la leche?”, Hemingway: “Bueno, si preguntas por la leche, el gobierno se limita a condenarte a unos años de trabajos forzados”. Al día siguiente, la noticia estaba en las primeras planas de todos los diarios de la época. Sin querer, los reporteros habían conseguido de un chiste cruel una auténtica primicia.

Les cuento anécdotas de Samuel Johnson, de Kafka, de Rudyard Kipling, de Unamuno, Valle Inclán, Lezama, Moreno Jimenes... Hasta que uno reclama que si no tengo en mi arsenal algunas de políticos. Los de Aznar, George W. Busch y Berlusconi son de antología. Entonces decidí contarles, cuando ya la noche y sus mostos daban fin a la faena compinche, dos de ex Ministras de Cultura. Para que vean que las habas cocidas... Esperanza Aguirre, por ejemplo, que fuera presidenta de la Comunidad de Madrid y sigue siendo mujer influyente en la política del PP. Pues sí, antes fue Ministra de Cultura y en un acto llegó a mencionar a la escritora Sara Mago, lo que puso furioso al fenecido escritor portugués, José Saramago, a quien se refería la funcionaria. Pero, mejor le pasó con Daniel Barenboim, el aclamado director de orquesta, a quien le dijo en una actividad: “¡Qué bien habla usted el español!”. ¿Cuándo lo aprendiste?”. Y Barenboim, pura cepa argentina, le respondió sin inmutarse: “Pues vea usted, señora, mi mamá me aseguró que dije las primeras palabras cuando tenía apenas un añito”.

Y a una que conocí, cordialísima. Estuve con ella en Madrid y en Córdoba en 2004 para los fastos del cuarto centenario de la primera parte de El Quijote. Tenía buena fama ya por meter las extremidades inferiores hasta donde dicen Cirilo. Carmen Calvo. Era la Ministra de Cultura de entonces. Otro ministro que ya conocía sus salidas, me hizo una lista en medio de una cena de algunas de sus célebres frases que más de un libro recoge. Estas, por ejemplo: “He sido cocinera antes que fraila... Estamos manejando dinero público y el dinero público no es de nadie... Un concierto de rock en español hace más por el castellano que el Instituto Cervantes... El español está lleno de anglicanismos... Me gusta madrugar para poder pasar más rato en el baño. Allí leo el periódico, oigo la radio, oigo música y hablo por teléfono con alcaldes en bragas”.

La fiesta acaba. El vino es pócima viable para las historietas. Algunas las hay impublicables. Me comprometen a regresar en dos semanas al mismo escenario de maravillas. A lo mejor se vuelva a hablar de política. Al fin y al cabo, la política criolla es un anecdotario sin fin.