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Crónica histórica
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Negros y Mulatos en la Costa Norte

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Negros y Mulatos en la Costa Norte
Plaza del mercado.

Hace ya 145 años, nos visitaron numerosos extranjeros para auscultarnos. Entre ellos, el escritor, ilustrador y editor Samuel Hazard (1834-75), quien llegó al país en 1871 como corresponsal del Philadelphia Press, para sumarse a la investigación de nuestras condiciones de cara a la anexión a Estados Unidos bajo las presidencias del general Ulises Grant y Buenaventura Báez, envuelto éste en negociaciones con aventureros como William Cazneau y Joseph Fabens. Hazard participó en la Guerra de Secesión como oficial del ejército unionista, dándose de baja por razones de salud con rango de mayor. Parte de una familia de editores, de sus viajes por el Caribe quedó Cuba with Pen and Pencil (1870) y Santo Domingo, Past and Present, with a Glance at Hayti (1873). Dos joyas bibliográficas, ambas con excelentes ilustraciones suyas. La segunda editada por la Sociedad Dominicana de Bibliófilos en 1974 como cuarto título de su colección.

Al arribar a Puerto Plata desde New York, encontró Hazard allí ocho navíos alemanes varados por meses a causa de la Guerra Franco-Alemana. “Habían venido por cargamentos de tabaco, del que los alemanes tienen un monopolio casi exclusivo en la isla”. Para desembarcar, los pasajeros debían montar a espaldas “de los forzudos barqueros negros para llegar a tierra firme de un modo ciertamente ridículo”. Las naves, fondeadas a distancia del puerto, se cargaban mediante grandes barcazas. La primera impresión que recibieron los viajeros, al compararnos con Cuba, fue sumamente negativa. “Barro y suciedad, estrechas callejas envueltas en la oscuridad, caras tostadas y alojamientos humildísimos”. De los cuales se podían sacar dos establecimientos, uno regenteado por un alemán, Emil, con dos o tres habitaciones y el hotel francés, similar pero con mejor comida.

La jornada de trabajo y gastronómica se ajustaba al clima tropical. La gente se levantaba temprano, entre 5 y 6, “toman una taza de café o chocolate, un panecillo y un poco de fruta y van al trabajo hasta las doce, la hora del almuerzo, al que sigue la siesta hasta las dos; trabajan de nuevo de dos a cuatro y cenan a las seis. Es costumbre entre los que tienen caballos efectuar a esta hora su ‘paseo’ a lomo de caballo, pues el atardecer es deliciosamente fresco”.

Estimando la población entre 2 a 3 mil habitantes, Hazard comenta: “la mayoría ‘población de color’, expresión aplicada tanto a los negros como el azabache, como a los mulatos y blancos mestizados. Sin embargo, esta denominación no se aplica mientras sea posible a un dominicano, pues son muy ‘sensibles’ en esta materia por ser todos ellos ciudadanos iguales.” Refiere las categorías gruesas empleadas en las islas españolas para identificar los colores de la gente. “Criollo, descendiente de europeos establecidos en América; mulatos, descendientes de negros y europeos; mestizos, de indios y europeos; negros o africanos de pura raza”.

Apunta sobre la estratificación social y los orígenes étnicos. “De esta población, los blancos y mulatos son los mercaderes y comerciantes de la ciudad, y los negros y mestizos son los trabajadores empleados en el puerto, almacenes, etc. Aquí en Puerto Plata hay gran número de negros procedentes de las islas inglesas de Nassau, Santo Tomás, Jamaica, etc., cuya mayoría habla el inglés a la perfección; de hecho gran número de la población de color conoce dos o tres idiomas”. Contrastando el perfil de estos negros con los que conoció en Cuba, nuestro autor reflexiona: “Quedé admirado del aspecto libre, franco y noble de estos hombres, que se denota asimismo en su conversación, muy diferente del de la población cubana de su clase, que no posee como ellos la conciencia de la dignidad como hombres libres”.

Acerca de las condiciones laborales, señala que “las mujeres se ganan la vida principalmente como lavanderas, y como me dijo un inteligente negro de Nassau, trabajan más y mejor que los hombres. Los procedentes de Norte América parecen especialmente inteligentes y retienen todos los hábitos de educación propios de nuestros mejores negros. Algunos de ellos eran modelos con sus vistosos pañuelos de seda y vestidos listados de alegres colores... Deseaban trabajar con asiduidad si recibían su paga, (incluso) como jornaleros en las granjas de la vecindad, pero la agricultura no está extendida y los granjeros no tienen demasiados recursos, por lo que no pueden emplear jornaleros”. Añade, “trabajando mucho se pueden obtener de 1 a 3 dólares diarios, y todos están dispuestos a trabajar por 10 a 12 dólares al mes. Encontré a muchos negros procedentes de Estados Unidos que llegaron hace unos cuarenta años con el gran plan de emigración. Parecen inteligentes, trabajadores y bastante acomodados”.

En este sentido, en su recorrido exploratorio por el camino de Santiago a Puerto Plata, el geólogo William M. Gabb halló una hermosa finca de plátanos y cocos propiedad de un anciano español, don Narciso Roca, “quien ha vivido en el país por muchos años y dirige su pequeño reino como un príncipe”. En Batey, la finca de un americano, el Sr. C. Schaffenberg, cuyas edificaciones, cercas, portones y campos, “evidencian ideas más avanzadas de las que tienen la mayoría de sus vecinos”. Y en Cabarete, la colonia del patriarca Zephaniah Kingsley -plantador y traficante de esclavos de La Florida- y sus descendientes, establecida durante la ocupación haitiana. “Sus hijos, de color, y sus antiguos esclavos, ahora forman una colonia, armoniosa, industrial y floreciente, y nadie en la costa norte es más respetado o admirado que los ‘Chicos de Kinsley’”, nos observa Gabb.

En el trayecto Santiago-Puerto Plata, Hazard anota el tránsito diario de “unos doscientos caballos y mulas cargados con dos balas o pacas de tabaco cada una”, señal del inicio de la cosecha que se anunciaba buena.

Volviendo a la ciudad, comenta lo reducida que era la alta sociedad de Puerto Plata, “limitándose a muy pocas familias compuestas principalmente por extranjeros; sus casas, con una o dos excepciones, son de madera: planta baja con tres o cuatro habitaciones”. La religión predominante, la católica, existiendo una iglesia metodista. Las fiestas de guardar, como en domingo, se observan estrictamente, con cierre de comercio, al grado que se le dificultó conseguir un mozo negro para que le llevara el equipaje el día de su partida. Las calles desempedradas “llenas de barro y suciedad”. Una visita a la plaza del mercado, “cuyo aspecto no puede ser más ridículo”. En puestos de carnicería “fabricados con una armazón de madera que sostenía un techo de paja, estaban expuestos enormes pedazos de distintas carnes. Alrededor de la plaza estaban sentados grupos de mujeres y niños con las ropas extendidas en el suelo, en las que exponían diversas frutas en pequeña cantidad, verduras, vegetales para ensalada, huevos en paquetes de ocho a diez, guisantes a tazones, etc.”

Conoció el chocolate nativo que se vendía en pequeñas barras de un cuarto o media libra. “Preparado de este modo no tiene un aspecto atractivo: el método de elaboración es tan primitivo que el aceite natural del cacao da a los ladrillos una apariencia crasa y un color muy oscuro.” El producto procede de una pequeña villa llamada Cacao, a poca distancia de la ciudad, ubicada a orillas del río San Juan. Sus habitantes venden chocolate y bananos. En el río que abastece de agua a la ciudad se aprovisionan los aguateros que venden el líquido casa por casa en sendos recipientes soportados en árganas. En un recodo, unas 40 o 50 mujeres de distintas edades lavaban ropa, algunas enteramente desnudas, otras con un trapo en la cintura y los senos al descuido, “charlando como cotorras”.

“Al marcharnos de Puerto Plata y subir al vapor, encontramos gran número de pasajeros, algunos de ellos negros, que aprovechaban la oportunidad para ir a Samaná y a la ciudad de Santo Domingo, admirándonos del trato de igualdad que se les concedió en alojamiento y mesa.”

En Samaná, Hazard estimó que “la población de la ciudad no sobrepasa las 800 a 1,000 almas, la mayoría de la cual es de raza negra, emigrantes llegados allí por su voluntad o descendientes de los que vinieron de Estados Unidos en tiempos de Boyer.” Sabana de la Mar, más al Este, “es un pequeño caserío formado por un centenar de viviendas, que en sus orígenes se pobló con emigrantes procedentes de las Islas Canarias”, con unas 300 almas. Al igual que en Puerto Plata, se desembarcaba montado “a las espaldas de un negro”.

El entorno de Samaná se hallaba despoblado, con bohíos dispersos, pequeños huertos con frutos tropicales. Las mujeres, vestidas con buen gusto con batas holgadas y aviadas “con lindos abalorios”, se empleaban en el lavado de ropa transportada en pesadas canastas sobre sus cabezas. Los niños las seguían en procesión desnudos. La alimentación básica consistía en plátanos asados o hervidos. Un joven llegado de Maine junto a su esposa había invertido 2,500 dólares en una exitosa plantación de plátanos y cocos, sintiéndose a gusto con el clima hospitalario y el ambiente de negocios.

Al llegar a Santo Domingo, donde ya se hallaba la Comisión oficial de EEUU, Hazard presenció una reunión en la Fortaleza Ozama de unos 600 hombres “con diversas tonalidades de color por lo que respecta a su piel; la mayoría la constituyen los nativos de piel oscura y los criollos de tez blanca”. Arengados por un cura para que apoyasen la anexión.

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