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Ni salvados por un pelo

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Ni salvados por un pelo

No fue el despelote total, mas de las cosas dichas el sábado pasado en referencia a un malhadado artículo del New York Times en enero sobre los rizos dominicanos, algunas necesitan extensiones. No serán rusas, adelanto, cultivadas en cráneos pobres donde las cabelleras crecen como liquen en la taiga siberiana y cortadas a conveniencia por unos cuantos rublos van a parar posteriormente en las cabezas de británicas, norteamericanas y occidentales ricas a precios casi cien veces más altos. Preferible pelo virgen, suave; trenzado, estropea o añade otra dimensión cultural a artistas famosísimas, la afroamericana Beyoncé por ejemplo, amenizadora en directo de la segunda y última jura de Barack Obama como presidente.

Culpas son mías y no del tiempo la confusión entre mis referencias a un artículo (http://www.nytimes.com/ 2016/01/03/travel/santo-domingo-dominican-hair-salon.html), escrito por una banileja con 10 años sin visitar el país, con otro, 36 Hours in Santo Domingo (http://www.nytimes.com/interactive/2016/ 01/18/ travel/36-hours-in-santo-domingo-dominican-republic.html?_r=0), en la sección de viajes de dos domingos atrás. En este, día y medio se convierten en estadía memorable en la capital más vieja del Nuevo Mundo.

Aquel exalta un salón de belleza de la Zona Colonial porque abjura del alisado en favor del cabello tal cual. Traído por los pelos, el servicio comercial sirve para abochornarnos con una alegada negativa de nuestra herencia africana, tantas veces ignorada en aras de una pretendida blancura. Vaya paquete de periodismo latoso, encorsetado en la acusación mal encubierta de racistas. En la cabeza se anidan las obsesiones, y también el cabello. Ambos echan raíces de tantas maneras como faces presentan los humanos. Soltura ninguna exhibe la etiqueta que nos quieren colgar con el argumento soso de que burlar la naturaleza allá en el piso alto equivale a renegar de la herencia africana. Primer error, confundir color y el pelo anejo con cultura, porque de esta se valen quienes nos lapidan desde el norte, como si la historia en esta media isla fuese la misma que en una plantación de Dixie.

Epidermis alta en melatonina y melena, copia de un viejo amigo sudafricano en mi Londres de estudiante, abundan en el subcontinente asiático de donde fueron exportados a lo largo y ancho del imperio británico. Pelo como el que en el salón de marras manejan au naturel lo hay en miles de cabezas en Papúa Nueva Guinea. Pena si yerro mis lecciones de geografía en la primaria, India no queda en África; el otro país, mitad de una isla como nosotros, pertenece a Oceanía. Interesa el nombre, porque Guinea es un país africano y Papúa proviene de una palabra indonesia que precisamente significa rizado. También los colonialistas se equivocaban, como la dominicana en su jornada personal en las páginas del NYT.

Si Papúa Nueva Guinea es sinónimo de riqueza cultural con un inventario de lenguas que sobrepasa los ocho centenares, amén de que orgullosamente son negros con o sin alboroto capilar, ¿de cuál herencia africana hablamos aquí? Cuando en nuestro lado de la isla había esclavos, los dueños se cuidaban de no mezclar etnias apostando a la torre de Babel como barrera contra la sublevación. La manipulación lingüística no impidió el alzamiento de esclavos del 1521, el primero en la historia del Nuevo Mundo y que sí deberíamos celebrar porque se adelantó a la gesta haitiana en varios siglos.

Necesarios muchos pelos de tonto para apelar a “lo africano” como elemento definitorio o preponderante de la cultura dominicana a partir del cabello o el color de la piel, vistos nuestra manifiesta heterogeneidad racial y devenir histórico. Me valgo de los aportes invaluables del querido historiador Genaro Rodríguez, al pie del cañón en investigaciones trascendentes en el Archivo General de Indias, para algunas aclaraciones pertinentes. El grueso de los esclavos africanos llegó a este jirón insular en la primera mitad del siglo XVI, tras un permiso real de 1518 para la importación de 4,500 almas. Cuántos en realidad fueron traídos pertenece a la especulación. La falsificación de documentos competía con el número de peines y cepillos, amén de que los cargamentos humanos eran desviados a latitudes indianas con más recursos para el alto precio de brazos para los que no había uso intensivo que justificara la inversión en el Santo Domingo colonial, rezagado frente al auge de los virreinatos.

Tan temprano como en el 1560, el 60 por ciento de la población esclava ya había nacido en la tierra que más amó Colón. La crisálida de la dominicanidad asomaba, creciendo con cada calendario más lejos del África original y el alimento vital que significó la contraposición ulterior a la fuerza que nos llegaba de la colonia francesa del occidente, devenida Haití en los albores del siglo XIX, primera y única república negra en las Américas. Lo criollo se impuso: en la cultura forjada en siglos de estancamiento y desdén metropolitano, la raza con su pelo y color sucumbieron frente a los trazos del conquistador enquistados en el nativo de la realidad insular.

En el capítulo Haiti and the Dominican Republic: an island divided, del serial de la televisión pública norteamericana Black in Latin America, el profesor Frank Moya Pons explica con brillantez las razones por las cuales la esclavitud no tuvo aquí las mismas consecuencias ni características que en Haití o en los Estados Unidos. La principal actividad productiva en la despoblada porción oriental de La Española giraba en torno al ganado. En el manejo del hato, amo y esclavo compartían adversidades con una impronta inconfundible en la organización social de entonces, en contraste con la plantación como el modo de producción predominante en los Estados Unidos y la colonia francesa vecina. El látigo se usaba para arrear las reses. Unidos en la faena a la intemperie, también lo estaban en el idioma, costumbres; lo racial o étnico nunca cristalizó en cultura con especificidad propia. No tuvimos jazz, blues ni gospel. Tampoco Kunta Kinte. De esa relación, desigual sin dudas y en modo alguno ideal, no dimanan como regla los relatos infames que han informado el racismo en los Estados Unidos. El cordón umbilical con las muchas culturas de Madre África se perdió en el tiempo sin parir afrodominicanos.

Los vestigios culturales allende el Atlántico están presentes, dinámicos e inocultables, en varias manifestaciones: la música, la gastronomía y algo del sincretismo religioso estudiado con rigor por varios intelectuales. ¿Hay dominicano que desdiga del merengue? ¿Juan Luis Guerra no importó del occidente africano unos ritmos e instrumentos que enriquecieron esa música sin fronteras con la que ha conquistado multitudes en varios continentes? Mi admirado Hugo Tolentino Dipp desvela en su Itinerario histórico de la gastronomía dominicana las raíces ciertas de los fogones criollos y a nadie he oído desmentirlo. En la cita de un periodista norteamericano sobre un desayuno en Santiago en el siglo XVIII, el historiador nos deja un retrato acabado de cultura, no la caricatura con que se nos quiere tomar el pelo: se sirvió “bistec y una cuota de pan y plátanos fritos, mojados con una cantidad de clarete”.

Ni por un pelo nos salvamos del NYT y las fuerzas detrás, empeñados en pintarnos de racistas. Si la banileja periodista hubiese sido más acuciosa o menos susceptible a los supuestos sobre una dialéctica racial inexistente en nuestro país, habría reparado en que los productos utilizados para el cuidado capilar de las dominicanas son Made in USA. ¿Para quiénes? Pues para las afroamericanas como Michelle Obama y sus dos hijas, la súper modelo Tyra Banks, Oprah Winfrey, Whoopi Goldberg, Halle Berry y millones de mujeres que, como la no menos famosa celebridad británica Naomi Campbell, se alisan el pelo. Atrevimiento sería atribuirlo al menosprecio de herencia cultural alguna. Probablemente, entre otras cosas, buscan facilitar el peinado. Porque de eso se trata, manifiesto en el amplio debate sobre el tema en Sudáfrica, verbigracia, o en los Estados Unidos gran hermano.

Que alguien me explique por qué una práctica extendida urbi et orbe muta en terrorismo cultural en la República Dominicana, hasta el punto de que un reportaje acerca de un salón de belleza, torpemente escrito y documentado, merezca la primera página del periódico más influyente del este norteamericano. Si escurrir el bulto a lo artificial prima, ¿por qué valerse de aceites a no ser por la misma causa que del permanente: domesticar la pelambrera? Curiosamente, el Jamaican black castor oil (aceite de castor negro jamaiquino) que aparece en una de las fotos que acompañan el reportaje, es fabricado por Shea Moisture, compañía fundada en el barrio negro de Nueva York, Harlem, por una pareja de liberianos. Estos a su vez aprendieron el negocio de una abuela de Sierra Leona. Sin embargo, uno de sus anuncios del año pasado tenía a una niña blanca, rubia, como protagonista, lo que alborotó a más de una cabellera, alisada o en brazos de la naturaleza.

Alisarse no es monopolio de negros. Es receta para las pelirrojas, por razones genéticas indispuestas contra el peine fácil. Mediarán otras razones; quizás el pelo liso aviva aires más profesionales, moldea el rostro o hace creer más guapas a las usuarias. Como ejercicio, les dejo buscar fotos de Hillary y Chelsea Clinton, Sarah Jessica Parker (Sexo en la ciudad) y la australiana Nicole Kidman, todas blancas, en sus veintitantos años. Les sorprenderá la diferencia con sus cabelleras en la actualidad. Parecería que el control capilar adviene con los años. Interviene otra baza, altar en que se inmolan y renacen el grueso de las mujeres y muchos de nosotros: la moda. Al compás de esos vaivenes, Naomi Campbell y la señora Obama exhiben pollinas y Oprah, un cuadro capilar de museo. En las pasarelas desfilan negras escuálidas con afros a lo medusa, cabezas raspadas o pelucas al estilo cantantes de jazz del siglo pasado. Décadas atrás, también los afroamericanos querían melena. Atestiguan las fotos de Nat King Cole y Sammy Davis Jr. Para no quedarse en la gatera un pelín, el merenguero Félix Cumbé, haitiano para más seña, combina melena y música.

No puedo mesarme el pelo porque calvo soy. Ni me despeinan las sobradas ganas cuando advierto sin el cavilar abrasante de los folículos pilosos que una vez más se reduce la mujer a carga de culpas.

(adecarod@aol.com)