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Otra manera de leer

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Otra manera de leer

La lectura es una pasión que comienza con la conquista del significado de las letras y pronto conduce a otra: la de la libertad. Para entender al mundo y a nosotros mismos, para extender nuestras posibilidades a niveles insospechados, para ensanchar la imaginación, para vivir.

Con la maestría que lo caracteriza, lo dijo Mario Vargas-Llosa en ocasión de recibir el Premio Nobel de Literatura: “Aprendí a leer a los cinco años, en la clase del hermano Justiniano, en el Colegio de la Salle, en Cochabamba (Bolivia). Es la cosa más importante que me ha pasado en la vida. Casi setenta años después recuerdo con nitidez cómo esa magia, traducir las palabras de los libros en imágenes, enriqueció mi vida, rompiendo las barreras del tiempo y del espacio... la lectura convertía el sueño en vida y la vida en sueño y ponía al alcance del pedacito de hombre que era yo el universo de la literatura”.

Aprendió a leer y a ser libre. Para viajar, como cuenta, junto al capitán Nemo, el infatigable personaje de Julio Verne que recorrió 20 mil leguas de aventuras en el submarino Nautilus; para luchar junto a Los tres Mosqueteros y vivir, cortesía del talento literario de Víctor Hugo, las peripecias del exconvicto Jean Valjean en la búsqueda no propuesta de su propia redención, gracias a la grandeza humana del obispo Myriel. Leer nos abre mundos, de la mano de autores cuya experiencia, conocimientos y sentido estético se despliegan en páginas de un vigor insospechado. Y nos engrandecen con la belleza de descripciones literarias capaces de transmitir emociones y despertar sentimientos desconocidos o quizás aletargados por la implacabilidad del tiempo o la dureza de la vida cotidiana.

Aunque se la conciba como un ejercicio individual, la lectura acarrea un fin social innegable. Nos une a una comunidad hermanada en la misma pasión y nos hace partícipes de las ideas, teorías y propuestas que mueven a las sociedades y crean tendencias que de una manera u otra nos tocan. Porque la palabra impresa ha sido y seguirá siendo un vehículo eficiente de cambio sociales y de mentalidades.

La primera gran revolución en nuestras vidas adviene con esa magia, como adecuadamente designa Vargas-Llosa la capacidad de aprehender el texto. Y es el libro, precisamente, vehículo por excelencia para la lectura liberadora, la que nos marca y deja sedimentos ocultos que luego actúan inadvertidamente; o la que de inmediato nos llega con un mensaje cargado, profundo, subversivo de nuestra calma o sedante de nuestras inquietudes. Amor por la lectura es sinónimo de amor por el libro: los lectores más voraces son los mayores bibliófilos.

Hay quienes disfrutan la posesión del libro, el acto de comprarlo, hacerlo suyo, hojear sus páginas, oler el papel nuevo y desvelar el secreto de esas páginas a las que nunca han llegado manos humanas. Anticipan el placer de leerlo o de revisarlo con más detenimiento una vez lo hagan suyo y se dejen seducir. He visto amigos queridos transformarse cuando encuentran el ejemplar buscado, acariciarlo, mirarlo con insistencia y mimarlo como si se tratara de algo tan frágil como un niño recién nacido. E incluso como simple objeto, el libro trasciende la experiencia táctil o el efecto visual de la portada llamativa y la edición cuidada con esmero. Tenerlo a mano es ya un desafío a la imaginación, a desentrañar la intimidad de un contenido capaz de provocar sensaciones, aportarnos conocimientos enriquecedores, enfrentarnos a realidades desconocidas, tal vez abrir o cerrar incógnitas.

Empero, debo confesar que prácticamente he abandonado el libro impreso, no la lectura. Ni culpable ni arrepentido, aunque una y otra vez escuche voces autorizadas que reiteran la gracia del material y las bondades de sentir la carga y textura de un tomo con aroma de tintas apenas secadas y papel que los años no han amarilleado. Me he descantado por el libro digital, y con una ganancia extra: ahora viajo con una biblioteca a cuestas y no tengo que cuidarme de las miradas asombradas o despreciativas cuando se enteran del libro que me entusiasma en el momento. Me he quitado un gran peso de encima, en todos los sentidos.

El mundo de los libros en el que echó raíces la vocación de escritor de Vargas Llosa y en el que hemos vivido por décadas acusa cambios tan radicales como los que desencadena aprender a leer. Las pequeñas librerías han desaparecido, engullidas por compañías cuyo secreto es la economía de escala que generan sus grandes operaciones. También las grandes han acusado las consecuencias de la revolución digital. Ahora los libros se compran por Internet, en una operación impersonal en que no intervienen la sabiduría del librero amigo ni la recomendación atrevida del vecino que también curiosea títulos. Media, sí, un mercadeo inteligente que no pierde un solo detalle de gustos y preferencias para el consabido bombardeo con ofertas de cuanto se parezca al ejemplar acabado de comprar.

Tiempo ha que sucumbí a la moda y comodidad de comprar casi todos mis libros por Internet. Y lo sigo haciendo, pero pocas veces los recibo físicamente. Me llegan de forma inalámbrica a una aplicación que reproduzco hasta en el teléfono móvil aunque carezca de wifi. La magia de la lectura ahora la practico en Kindle, compañero de viaje con el que me acuesto, me levanto, trabajo, vacaciono y a veces dobla como enemigo de mis exiguos recursos económicos. La conveniencia digital me permite socializar la biblioteca con amigos y familiares, sin importar distancias. Puedo hacerles anotaciones a los textos digitales, subrayar los pasajes más relevantes, colorearlos a gusto a partir de un arco iris de posibilidades, repasarlos ad nauseam y sostener decenas de volúmenes en mis manos con un mínimo esfuerzo. Con el almacenamiento en las nubes como iCloud, lo infinito aplica en un artilugio minúsculo.

No tengo que preocuparme por marcar la última página leída. Tan pronto accedo a la aplicación, de inmediato aparece en pantalla el libro que me ocupa en la página donde lo dejé. Aumento o disminuyo a mi antojo el tamaño de las letras y si la erudición del escritor se impone a mis rudimentos del idioma, con oprimir la palabra desconocida, de inmediato obtengo la definición. Y hasta la traducción, si me he escapado de Cervantes. El problema de la luz lo resolví sin necesidad de las Edes, y disminuyo o aumento la intensidad en un santiamén.

Y no leo solo libros, sino que a disposición tengo todo un catálogo de publicaciones académicas y noticiosas, siempre a tiempo, sin necesidad de carteros. No solo camino con la biblioteca a cuestas, sino que la librería siempre está disponible para mí. Abro Kindle, y accedo a un universo con miles y miles de títulos que puedo examinar a voluntad. Y si quiero y sin que me cueste nada recibir una muestra del libro, quedarme con ella cuanto tiempo desee, a mi mejor conveniencia, decidir cuándo comprar el ejemplar completo o tomarlo prestado.

Las cifras indican que no soy el único convertido a la religión del libro electrónico. Mi rezo es para que los precios bajen del cielo y podamos disfrutar más de las bendiciones de las buenas lecturas. Los impulsos electrónicos son más baratos que el papel y la tinta. Y, debo decirlo, el impulso para leer es ahora más frecuente. De lamentarse solamente que ya no cuento con un volumen de esos tan pesados como el contenido, mi parapeto favorito para refugiarme ante las embestidas verbales de un compañero de asiento en el avión.

adecarod@aol.com