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Para vencer la toxicidad humana hoy

Hay alimentos tóxicos. Plantas tóxicas. Aires tóxicos. Actitudes tóxicas. Temperamentos tóxicos. Relaciones tóxicas. Líderes tóxicos. Organizaciones tóxicas. Pensamientos tóxicos. La toxicidad es un veneno y los venenos destruyen arterias, dañan la sangre, afectan el cerebro, apolillan los tejidos óseos, destruyen la vitalidad y pudren el alma. Lo tóxico, donde quiera que se asienta, emponzoña el trajín vital y convierte la existencia en una gravitante maraña de posibilidades marchitas, truncas o muertas.

Con frecuencia, aunque nos demos cuenta de que la toxicidad nos asedia, no le otorgamos la importancia que tiene en el discurrir de nuestras vidas y el malestar –muchas veces perenne– que provoca en nuestro espíritu y en nuestra salud. Convivimos con los ambientes tóxicos sin que reparemos en su daño y en el freno que coloca a nuestras aspiraciones, a nuestros desvelos, a nuestra vitalidad física y emocional.

Nunca como en nuestros tiempos, tal vez, los humanos confrontamos el cerco infame de la toxicidad en nuestra vida diaria. Son múltiples las situaciones que afectan nuestra tranquilidad espiritual: las vulgaridades, mentiras, difamaciones, atropellos lingüísticos, cosificación y socialización viciada que proporcionan las redes sociales; los ruidos internos y externos que corrompen nuestro sosiego; el bullicio mediático de las heroicidades de nuevo cuño; las inquietantes turbaciones del alma frente a tantas situaciones anómalas en la sociedad que no estamos en capacidad de remediar; la posverdad (post-truth), la palabra del año 2016 según el Diccionario Oxford, que nos demuestra que en estos tiempos que corren más que la razón o la realidad objetiva, lo que se impone es la emoción, los prejuicios personales y la superstición.

Y entre todas las toxicidades, pocos reparan en la peor: la que vive en las personas que rodean nuestros ámbitos laborales, profesionales, vocacionales y hasta familiares. Son las que echan veneno en nuestras vidas muchas veces sin nosotros darnos cuenta o aún reconociéndolas las dejamos que sigan operando a nuestro alrededor como si acaso fuesen males menores con los que hay que sobrevivir. Empero, si deseamos obtener una mejor calidad de vida, urge desdeñar las amistades tóxicas, sacarlas de nuestro círculo afectivo, impedirles el paso, cerrarles la brecha, dejarlas que se consuman en su propia salsa.

¿Deseas conocer las características y los nombres de las personas tóxicas? Anota. Los meteculpas. Los que buscan potencializar la culpa para impedir que tú cumplas los objetivos de vida que te has planteado. Nos reprochan, nos hacen responsables de culpas ajenas, le otorgan jerarquía y autoridad a la culpa para que esta se instale en nuestras vidas y consuma nuestras esencias propias. Los que se incomodan cuando brillas, los que no aceptan tus logros, los que desean poseer a cualquier costo lo que tienes, los que siempre te perseguirán a causa de tus éxitos, los que buscarán descalificarte con la calumnia porque no tienen otra arma para vencerte. La envidia, en fin. La ira de los pusilánimes, la llamó alguien. Esa que convive con la crítica, con el chisme, con la murmuración. Decía Shakespeare que “la envidia es de una esencia tan etérea que no es más que la sombra de una sombra”.

¿Te digo más? Los que descalifican, directa o indirectamente. Te invalidan. Te manipulan. Te intoxican con sus máscaras, con sus amarguras, con su falta de sentido de la convivencia. Los que te hieren hasta el avasallamiento. Los que desean transmitirte la depresión que les acompaña permanentemente y que ya tal vez se haya convertido en ellos en una enfermedad psicosomática, porque se trata de un mal contagioso. “Las palabras son como las abejas: tienen miel y aguijón”, leí en alguna parte. Y por eso existen los agresores verbales, seres complicados que se sienten a gusto complicándonos la vida: mordaces, ofensivos, intimidantes, sarcásticos, iracundos, perversos. Tienen hasta tonos de voz y gestualidades específicas. Los que alquilan identidades. No saben hacia dónde se dirigen. Los que boicotean su propio futuro y quieren hacer añicos el tuyo. El psicópata. Un camaleón en la sociedad actual, le llama Vicente Garrido en un formidable libro. Es aquel que tiene por finalidad arruinarte la existencia con mentiras, engaños, falsías, traiciones. Muestran una realidad que no tienen y que ellos mismos se inventan. Pero, si los vemos a diario: egocéntricos, manipuladores, crueles, agresivos, antisociales, impulsivos, irresponsables, superficiales. Y casi a su lado, los mediocres. Esos son muchos. Han fracasado y desean que te unas al grupo. Que te integres a su monotonía, a su rutina, a su tedio. Anhelan que tú no tengas desafíos ni éxitos. Hace rato que ellos renunciaron a ser felices. Abandonaron. Y su tragedia –¡cuidado!– es contagiosa. Un poco más allá, el chisme. Alguna vez, alguien dijo que era un pasatiempo nacional. Y otro más asegura que es el deporte oral más antiguo que se conoce (“Te lo digo porque lo sé de muy buena fuente”). El chisme destruye vidas, te afecta laboralmente, existen ejemplos de pleitos familiares, de rivalidades que llevan a la muerte. El Libro de los Proverbios le da la importancia que merece: “Si a las armas las carga el diablo, las municiones las esconde en la boca”. Y esta otra: “Las palabras del chismoso son como bocados suaves que penetran hasta las entrañas”. El chisme seduce, hipnotiza, fascina, atrae, encandila y destruye. Algunos no solo repiten el chisme, sino que lo mejoran.

¿Conoces al neurótico? Los que se jactan de sí mismos. Los que cuando tú, con alegría, le comunicas uno de tus éxitos, ellos inmediatamente te mencionan cinco de los suyos. Necesitan ser reconocidos, tener poder, ser únicos; te invaden, te controlan, te asfixian. Emparejándose con este, figura el manipulador. No tiene otro objetivo que no sea el destruirte y para ello aplica sus técnicas: acoso moral, maltrato verbal, exterminio emocional, bombardeo psicológico. Tienen su identikit: se sienten grandes, son improductivos, holgazanes consumados, controladores de vidas ajenas (las suyas son portentos de sabiduría y honradez).

Y así va la toxicidad humana haciéndonos difícil la vida. Podríamos hablar del orgulloso excesivo (que el orgullo sano, que no hiera, es saludable), del autoritario, del quejoso (ay, nada más verlo sabemos que es una queja ambulante), del que mete ruido a tu silencio para que vivas con inquietud dañina, para que tu espíritu navegue en el estrépito de las sombras, para que se te marchite el buen vivir al que tienes derecho.

Hay que aprender a huir de las actitudes y los pensamientos tóxicos. Casi siempre, es imposible modificar la toxicidad en quienes la sufren. Lo mejor es pues evitarlos. Minimizar el contacto con ellos. Resguardarse de sus victimizaciones. Cuidar nuestra estima y nuestras emociones. Ser libres de especulaciones. Abandonar los lados oscuros del corazón de los que te rodean. Quizás sea una buena manera de comenzar el año. Libres de la gente tóxica. Yo hace años que ejerzo en esta corriente.

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