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Poesía y sacerdocio: la obra de Monseñor Freddy Bretón

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Poesía y sacerdocio:                      la obra de Monseñor Freddy Bretón
Monseñor Freddy Bretón (FUENTE EXTERNA)

Juan de Yépez Alvarez y Teresa de Ahumada no solo estuvieron unidos por la acción providencial que los llevó a encontrarse en Medina y fundar la orden del Carmelo, sino que la poesía que ambos ejercieron con especial sentido místico los enlazó como si a través de ella ambos buscaran un camino de perfección, un acto devocional como, en efecto, quiso el primero que fuese.

Teresa estaba ya en los aprestos para fundar su congregación cuando se apareció por sus predios Juan de Yépez, quien se encontraba en un momento de vacilación luego de su recién ordenamiento sacerdotal. Teresa lo instruye en el propósito que la anima y para fines de 1568, en el punto cumbre de la reforma teresiana, ambos habían concertado la fundación de los carmelitas. Teresa, la de Avila, pasaría a conocerse como Teresa de Jesús, y él adoptaría el nombre de Juan de la Cruz.

Ambos estuvieron unidos además por la incomprensión de quienes, desde las jerarquías, no entendieron los valores de la poesía y su trascendencia, y en ambos casos, sufrieron amarguras múltiples. Y no he dicho mal al afirmar que los dos entendieron en su momento que la poesía era un arma de devoción y de fidelidad a Dios. Teresa decide ser escritora porque entendía que sus atributos para tal oficio provenían del Altísimo, cosa que no entendían así sus confesores y consejeros, que la habían amonestado porque creían firmemente que su vocación literaria provenía de las oscuridades del averno. “Cosa de Dios, no es”, dijo uno de sus confesores. Y ella, encerrada en la celda del monasterio de Avila, daba rienda suelta a la inspiración para que las mercedes poéticas dieran luz a sus superiores de sus vivencias místicas. Juan sufrió nueve meses de prisión y, como ha dicho uno de sus biógrafos, “encerrado a solas con Dios y con su conciencia... lejos de desmoronarse en desilusiones o antipatías, salió de aquella misteriosa gestación vocacional floreciendo en versos y en santidad”.

“Por caridad, búsqueme usted un poco de papel y tinta, porque quiero hacer algunas cosas de devoción para entretenerme”, le dijo el fraile Juan a uno de sus guardianes. Y a una monja del monasterio le explicó que con la poesía que en ocasiones solía recitar o convertir en canciones, se entretenía y las guardaba en la memoria para escribirlas.

Santa Teresa de Jesús dejó en su Libro de la vida, una obra maestra de la literatura mística. Y en sus versos, el devocionario mayor de su fe iluminada: “Alma, buscarte has en Mí, y a Mí buscarme has en ti”. La brevísima obra poética de San Juan de la Cruz bastó para que se convirtiese en una de las referencias universales de la poesía mística, reconocida hasta por escritores e intelectuales no creyentes como una poesía mayor.

Santa Teresa de Jesús y San Juan de la Cruz son los referentes fundamentales de la poesía nacida y encaminada dentro de los cauces eclesiales, que durante siglos ha tenido cultores fieles. Para hablar de la poesía escrita por servidores del Señor, obligatoriamente hay que referirse a las canciones fundadoras de San Juan de la Cruz y al gozo espiritual que manifiesta en sus escritos poéticos la santa de Avila: “Vivo sin vivir en mí/ y tan alta vida espero/ que muero porque no muero”.

Sacerdotes, santos, profetas y reyes han ejercido el oficio poético a través de los siglos. El Salterio –que en la tradición judía es el Libro de las alabanzas y en el Nuevo Testamento se le denomina Libro de los Salmos- es un gran canto lírico-religioso, atribuído a David, sin dudas un cantor poético ejemplar. Otro texto poético en la Biblia es el Libro de Job. Y lo es también el libro de los Proverbios de Salomón, que a modo de máximas expone líricamente los enlaces de la sabiduría divina con la conducta humana. El Sermón de la Montaña es un gran poema, de un lirismo profundo, con su carga profética y la exposición de su doctrina moral que, por siglos, ha impresionado incluso a los agnósticos. Escribía el inolvidable monseñor Arnaiz: “No hay alma popular sin versos, ni pueblo sin poesía. Por eso todas las religiones han tenido siempre sus poetas. El cristianismo los tuvo desde sus inicios en la expresión lírica y en la expresión épica o hímnica”. Y recuerda Arnaiz las grandes firmas de la poesía española que eran sacerdotes, aspecto que muchos tal vez no tengan en cuenta. Por ejemplo: Berceo, el Arcipreste de Hita, Fray Luis de León, Lope de Vega, Calderón de la Barca, Tirso de Molina y sor Juana Inés de la Cruz.

En la poesía dominicana hay ejemplos constantes y valiosos de religiosos consagrados que han rasgado la lira para producir versos que expresan no solo estados de ánimo religioso, sino percances, dolores, fuegos y latidos de la vida humana. Echo manos de los nombres de dos de los sacerdotes más reconocidos en este menester de clerecía: Tulio Cordero y Fausto Leonardo Henríquez, ambos de la Congregación de los Padres Paúles. Y en la iglesia anglicana o episcopal he de mencionar a Daniel Baruc Espinal, quien reside en México, y Joel Almonó, quien ejerce su ministerio en New Jersey, Estados Unidos.

La poesía pues, no es ajena como oficio literario al ejercicio sacerdotal. Existe una tradición que la explica y la consagra. Freddy Bretón Martínez, mocano de Canca la Reina, presbítero desde hace 39 años, obispo desde hace 18, y con el báculo pastoral de Arzobispo Metropolitano de Santiago de los Caballeros desde abril del pasado año, ejerce como poeta desde hace 31 años cuando apareció su primer poemario que tituló “Libro de las huellas”. Desde entonces, ha dado curso a su vocación poética, la cual ha puesto al servicio de la causa espiritual que sostiene su andadura. La suya, a mi modesto entender, no es propiamente una poesía mística, término que erróneamente solemos utilizar para aplicarla a toda poética de corte religioso. La poesía de monseñor Bretón es una poesía esencialmente espiritual y devocional, interiorista en cuanto se moldea en los laberintos internos del ser; filosófica en tanto permea una realidad ontológica con ribetes de trascendencia; y humana, porque su decir poético se afirma en la realidad de la existencia, en los meandros oscuros y luminosos a la vez de la vida humana.

De todos los sacerdotes-poetas cuya obra conozco, la poesía de monseñor Bretón es la que mejor manifiesta estas cualidades y la que define con mayor firmeza la orientación y exaltación de la espiritualidad, desde la carga humana implícita en la existencia mortal. En un poema hermoso, donde muestra su sensibilidad poética de fino aliento, titulado “Itinerario”, Bretón escribe: “Vengo de la explosión de la palabra”. La palabra eclosiona en sus sentimientos para expresar los orígenes de sus caminos, las aguas de sus tormentos, sus reconditeces humanas, los azares, las faenas y los destellos de que se compone la vida de todos.

Bretón es un poeta que se sorprende con la naturaleza y con las cosas sencillas que iluminan el universo. Es un poeta que cuestiona para encontrar la verdad, que exalta las bondades humanas y que se solaza en las certezas para alcanzar los fulgores de las incertidumbres que abruman y desafían la conciencia. Encontramos su visión lírica en un poema melancólico titulado “Naidí”; nos adentramos en su sensibilidad abierta en un poema que titula “Niña, carita de pena”; y descansamos tomados de su aliento espiritual en un poema que ha llamado simplemente “Quena”: “Que tendrá la quena/ que a lo lejos suena/ (¿o quizás es que sueña?)/ Por entre las breñas/ repta su gemido/ sin hallar el nido/ como ave perdida/ doliente, aturdida”.

Sus libros constituyen un amplio memorial de gratitud a personas sencillas, a amigos y familiares, pero sobre todo a sus colegas de vocación y ejercicio. Y son poemas que señalizan fervores, que establecen preocupación por la infancia, que alguna vez interrogan situaciones humanas, que en otras fijan orientaciones para la vida. Un poema de mi gusto titulado “Manías” delata su atención por los detalles nimios con los que un buen poeta edifica versos de alentadora firmeza: “Habría que saber/ lo mucho que detesto las persianas./ No me atrae para nada un mundo a rayas/ un trozo de realidad abarrotada/ o de figuras semovientes segmentadas./ Basta para rayas una cebra/ o una hoja de papel cuadriculado”.

Devocional, dije al principio. Poeta que en la devoción formula sus contrastes y armoniza su espiritualidad. Bretón es sacerdote y la palabra del aposento alto lo convoca a expresar ese mundo interior donde nace la reflexión profunda y el discernimiento de la Verdad. Todos sus libros manifiestan ese devocionario espiritual que lo sitúa en una tradición que viene de siglos y que se afianza en la labor, poco conocida, de los sacerdotes, santos y profetas que hicieron de la poesía un medio de expresión para la filosofía y la praxis cristiana. Yo he de hacer mías las palabras que para exaltar la obra de nuestro arzobispo, y a modo de súplica, escribiera alguna vez monseñor Francisco J. Arnaiz: como el de Fontiveros que monseñor Freddy Bretón nos regale de tiempo en tiempo en vez de enjutas disquisiciones teológicas cánticos espirituales.

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Texto leído en el coloquio junto a Gisela Hernández sobre la obra poética de Mons. Freddy Bretón celebrado en el Ateneo Amantes de la Luz la noche del pasado jueves 14, en Santiago de los Caballeros.

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www. jrlantigua.com

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