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¿Qué están dando esta semana? Estampas y vivencias de la ‘cine-vita’ en Santo Domingo (1 de 2)

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¿Qué están dando  esta semana?             Estampas y vivencias de la ‘cine-vita’               en Santo Domingo (1 de 2)
El Max era el segundo cine-teatro más grande de la ciudad. (FUENTE EXTERNA)

Comentaba el extinto presidente John F. Kennedy que cada generación interpreta los tiempos que vive como los más cruciales y significativos. Tal vez sea este el motivo por el que muchas de las experiencias generacionales de la segunda mitad del siglo XX en nuestro país tengan una recordación tan grata y trascendente para estos adultos –cada vez en más, mayores, que a despecho del futuro que nos llama y aguarda, siguen reverberando en el diapasón de nuestros corazones.

Muchas torrenciales, hermosas, cautivantes, lastimeras, sobrecogedoras vivencias hemos experimentado los que habitamos el pasado medio siglo en nuestra porción de isla, aportando a nuestra psicología de conjunto, la idiosincrasia que de manera particular y única, nos identifica como dominicanos.

Entre los frescos chorros de vida recibidos, ocupa un importante lugar nostálgico, casi onírico, la cultura de las películas de todo género, proyectadas en tantos cines capitaleños y de todo el país, a las que de manera general, masiva e indiscriminada, asistía el gran público de niños, jóvenes y grandes.

En aquella ciudad nuestra, de apenas 200,000 habitantes, más de 47 salas de cine de todas las clases, modalidades, tamaños, categorías y precios intentaban llenar la demanda, ofreciendo atractivas películas de Hollywood, Francia, Inglaterra, Italia, e interesantes filmes de México, Argentina, Cuba y España.

Iniciando con los de la entonces llamada “parte alta” de nuestra querida ciudad, duradera recordación tienen cines como el Pidoca, luego llamado Ketty, al aire libre, ubicado en la calle Marcos Ruiz –la 20, a esquina Moca, con asientos de largos bancos de hierro y pantalla de concreto pintada en blanco, todo para resistir la intemperie. Todavía muchos recuerdan las famosas empanadillas vendidas en su acera, a 3 centavos. Siguiendo con los al aire libre se contaba el cine Satélite, también en la Marcos Ruiz, aunque a esquina Seybo. Allí se proyectaban películas como las Aventuras del Zorro, Tarzán, vaqueradas y series. Antes de iniciar la película, como preludio, pasaban canciones de moda de artistas norteamericanos como Elvis Presley, los Everly Brothers, Connie Francis, Jackie Wilson, Ricardito (Little Richard) y otros artistas del Rock and Roll. ¿El precio de entrada? La escandalosa suma de ¡diez centavos! Varias veces al mes ofrecían ‘dobletes’, es decir, dos películas por veinte centavos y cuando ofrecían el banquete de tripletazos, la oferta era de RD$0.25. Para este último había que avituallarse con suficiente refresco y dulces antes de entrar. En los dobletes hacían intermedios previamente anunciados en cartelera del cine, para presentar en ocasiones a bailarinas y cantantes, y así atraer más público a la función. Fue en el cine Pidoca-Ketty, donde se presentó en uno de estos intermedios a Paquitín Soto (“Esta novia mía, será mi tormento”).

Los cines de la parte alta tenían un público muy heterogéneo: padres de familia, algunas damas, acompañadas de padres, amigos o novios y muchos tigres vivarachos, en general, algo pendencieros y buscabullas, que aprovechaban cualquier coyuntura, para relajos, comentarios y rechifles, incluso mientras se pasaba la película.

Otros cines al aire libre lo fueron: el Gigante, luego rebautizado Montecarlo, frente a La Normal, o entonces Liceo Presidente Trujillo, en la Av. Duarte, y el cine Luna, en la calle Paraguay, a no mucha distancia de la Av. Máximo Gómez y que en la marquesina, a manera de identificación, tenía una gran luna de hojalata, en cuarto creciente, pintada de azul. Los cinéfilos de entonces están de acuerdo que éste era el cine al aire libre de mejor presentación y ornato de la ciudad.

Una dificultad que trastornaba el disfrute de las funciones al aire libre era la lluvia. El público sentado en los asientos descubiertos corría, hacia la parte techada en la entrada, aglomerándose tantas personas de pie, que ni los sentados en los pocos bancos bajo techo, ni muchos de los que apretujadamente quedaban parados, podían ver bien la película, pues la administración o el camarógrafo (Nunca fueron llamados proyeccionistas), seguían la conseja artística de Hollywood y Broadway de que, “el espectáculo debe continuar”.

No deseamos dejar fuera otros cines aire-libre de importancia, por lo populares que eran, como el Trianón, en la Av. Braulio Álvarez, frente al parque del mismo nombre, hoy próximo a la Av. 27 de Febrero y el Atenas, en la calle Ravelo, justo a media cuadra entre la Av. Duarte y José Martí, frente al hoy parque Enriquillo. El Trianón, tenía mucho público que asistía pagando entrada, pero, estando ubicado al lado del edificio de Repuestos Mota, de tres pisos, desde su azotea, un amplio grupo de muchachos, y no tan jóvenes, se acomodaba llevando sillas y bancos para disfrutar gratis de las tandas.

Práctica de la que había que cuidarse en plena oscuridad de la función era la de recibir, desde los asientos de atrás, impactos de bolsitas de agua. No pocas camorras resultaban de estas provocaciones, sobre todo si el contenido de las bolsitas no era precisamente agua pura y cristalina.

En casi todos los cines de sectores populosos no faltaba la figura del vendedor de ‘friquitaquis’, consistentes estos, en un pan de agua con mortadela, a 4 y 5 centavos. Este tentempié era hábilmente presentado a manera de emparedado en que se mostraba en ambos extremos del pan un segmento redondo de la mortadela sobresaliendo de éste que, al abrirlo, revelaba que la tal mortadela tan sólo entraba unos milímetros dentro del pan. Como consolación, dentro de la parte vacía del medio del pan, el “fritiquero” echaba una salsa que tan solo con humedecerlo, le daba muy buen sabor; al parecer, una receta secreta. Era todo un espectáculo adicional observar a uno de estos vendedores, cuando se trasladaba con el enorme canasto de friquis, en la cabeza, amortiguado el contacto con un paño enrollado entre él y la canasta. Con equilibrio increíble bailaba y podía contornearse en asombroso desafío a la gravedad sin que se moviera su canasto encima. También los chicos maniseros hacían sus divertidas ventas de cucuruchos, en latas con fuego a carbón debajo y larga asa de alambre que girándola en amplios círculos, describían centellas que de noche lucían mesméricas.

Otra de las prácticas de los que no tenían suficiente dinero para entrar al cine era la de “meterse de chivo”, que conllevaba temeridad y riesgo. Algunos más vivos preferían entrabar amistad con el portero y hacerle favores y mandados para lograr así que se le admitiera, casi siempre con la película comenzada.

El Atenas, inolvidable por su marquesina en la que se destacaba una gran palma medio acostada, de colores rojo y verde y que al encenderse en las noches lucía radiante y atractiva, además de películas de acción y románticas, ofrecía los miércoles funciones de lucha libre profesional, que casi siempre eran a casa llena. Allí figuraron en cartelera luchadores como “El Cacique”, El Bucanero”, “El Silencioso”, el misterioso “Dr. Black”, “El Duque”, un luchador presumiblemente de origen oriental conocido como “Fulin Chang”, el japonés Akio Yoshihara y otros extranjeros, como el apuesto “Relámpago“ (no Hernández), Eddy Salas, de México y Fernando Ose, de España. Fueron los tiempos que precedieron a las luego populares y emblemáticas presentaciones de las “cuadras” de Jack Veneno, el “Campeón de la Bolita del Mundo” (no la de La Feria) y su archirrival Relámpago Hernández en el estadio Eugenio María de Hostos.

El Coliseo Brugal tampoco se quedaba atrás en sus carteleras de películas y de lucha libre. Ubicado donde luego estuviera la tienda La Gran Vía, en la Av. José Trujillo Valdez, luego Duarte, tenía una larga cortina marrón, inmediatamente después de la entrada, que permanecía abierta, mientras mostraban los avances de próximas películas, los “trailers”, para que el público que pasara desde las aceras inmediata y la del frente se sintiera atraído. Tenía este Coliseo al aire libre un timbre que hacían sonar para avisar que la función iba a comenzar y entonces se cerraba la larga cortina. Hasta los vivarachos y buscabullas llamaban al Coliseo, “el cine de los tigres de Villa Francisca”

Muy cerca del Coliseo y próximo al parque –antes Julia, hoy Enriquillo, se encontraba el cine-teatro Julia, grande, techado y de interior atractivo, que curiosamente no debía su nombre a la madre de Rafael Trujillo –Julia Molina- sino a una hija del propietario, en cuyo honor así lo bautizó. Se caracterizaba el Julia por ofrecer un espectáculo combo de película y show artístico. Allí se presentó en muchas ocasiones a Don Paco Escribano, el conjunto Los Compadres y hasta al Indio Araucano. Muchos artistas populares locales se esforzaban por ser incluidos en las presentaciones del Julia, con butacas de asiento de madera tratada, fijas y respaldo con descansa brazos metálicos. Estaba dotado de un buen escenario con cortinas que corrían y descorrían con electricidad.

Otro cine muy acudido era el Cupido, en la Braulio Álvarez, que ofrecía la ventaja de tener “aire acondi-soplado”. Este cine ofrecía con frecuencia estrenos de películas con música popular norteamericana.

Una de las maneras con que los cines de sectores populosos promovían sus películas era a través de guagüitas anunciadoras que con sus altoparlantes avisaban los estrenos en los barrios circundantes. Desde las casas, los residentes podían escuchar el nombre de la película a proyectar, los protagonistas, los horarios y tandas, sus precios y la exhortación a verla con atrayentes calificativos que prometían un buen disfrute de ella.

Las salas de proyección tenían una fuerte y bien asegurada puerta tras la que el proyeccionista se sentía seguro, especialmente cuando las cintas se partían con frecuencia, o por defecto del proyector, que a veces, descarrilaba el rollo. Los asistentes entonces se enojaban y gritaban improperios y amenazas al manejador del proyector y en no pocas circunstancias, a la voz de ¡golpes al camarógrafo! subían hasta el cuarto de proyección, para intentar cumplir su amenaza, sin poder abrir la puerta.

Por otra parte, no todas las películas resultaban buenas. En proporción casi 50/50 pasaban malísimos filmes que eran –y son todavía- llamados clavos. Las caras de disgusto eran frecuentes al final de la película, acompañadas de no gratas bendiciones y sanantonios.

El cine más grande de la capital, lo fue el Super Teatro San Carlos, en la calle Abreu. Con 800 butacas Pullman flexibles, de madera tratada y enchapada –a prueba de vándalos, distribuidas en sus dos pisos. También acondi-soplado y con atractiva decoración de apliqués de luces, escenario y pinturas muy peculiares y atractivas en variaciones de verde y negro, mostrando africanos tocando tambores largos y ensimismados en una celebración. Todas las grandes películas Hollywoodenses y hasta las controversiales, eran exhibidas allí, atrayendo público de muchos sectores de la ciudad, incluyendo vecindarios alejados. Allí se estrenaron filmes como “La Noche de la Iguana”, “Esplendor en la Hierba”, “El Tercer Sexo”, “Pueblo sin Compasión”, “Tuya en Septiembre”, “Ben Hur”, “Sansón y Dalila”, “Lolita”, “South Pacific”, “Verano de Amor”, “Ulises” y la que se convirtió en una icónica compañera de la Semana Santa: “Los Diez Mandamientos”, que se exhibió en la Semana Mayor cada año desde su estreno, hasta el final del super cine, al ser destruido su techo por el Ciclón David, en 1979.

Fue en el teatro cine San Carlos donde se presentó en vivo el Rey del Rock’n’Roll, Bill Haley y sus Cometas, conocido mundialmente por su más exitosa canción “Rock Around The Clock” –Al Compás del Reloj, en 1960, a casa llena, provocando bailes en los pasillos de parte del público, entusiasmados por el ritmo. En esa función actuó como telonero el recordado conjunto “Los Teenagers” con cantantes y músicos netamente dominicanos.

Un buen amigo de la infancia, Tavito, acostumbraba a acomodarse lo mejor posible para disfrutar las películas, quitándose los zapatos y subiendo los pies en el asiento adelante. En una oportunidad, y viendo una emocionante película de vaqueros, terminada la película y aprestándose para retirarse, al entrar los pies en sus calzados los sintió diferentes; al examinarlos, cuando las luces de final de función se encendieron, se dio cuenta que, subrepticiamente alguien había sustraído sus casi nuevos zapatos y sustituidos por dos canoas, en realidad, dos viejas alpargatas. Cabizbajo y con un poco de vergüenza regresó a su casa, por lo menos con la condescendencia del ladrón cambista, que le dejó sus maltratados mocasines.

Por asuntos de economía y poder costear el alquiler de las películas de las casas distribuidoras, estas se exhibían simultáneamente en dos, y hasta en tres cines: no sólo la misma película, sino también con los mismos rollos. El milagro de la ubicuidad, es decir, el poder proyectar la misma cinta en cines alejados unos de otros simultáneamente, se debía a los rolleros, que, al principio en bicicleta, y con el correr de los años en motocicleta, iban llevando los rollos de cinta, en cartuchos de latón hexagonales, de un cine a otro, por supuesto, lo más rápido posible. Los horarios de los cines con la misma película variaban de 30 a 45 minutos, para permitir el transporte de los siete, a veces doce, cartuchos uno a uno, a cada cine. La tarea no era fácil y cuando a un proyeccionista se le enredaba un rollo, o la entrega al siguiente cine se demoraba, se producía en la sala una viva protesta y cólera de los asistentes que a veces, por diez y hasta 15 minutos debían esperar a la continuación de la película.

Aquí cerraremos las reminiscencias de los cines más populares de los barrios y sectores de la ciudad, no sin dejar de mencionar un acogedor y discreto cine familiar: el teatro Paramount, ubicado en la calle Eugenio Perdomo, con no más de 220 butacas distribuidas en dos plantas. Era una experiencia muy agradable disfrutar con la familia los estrenos, en mi caso particular, tan cerca de mi hogar. El Paramount también era teatro y teniendo proscenio, fue lugar de muchas presentaciones de artistas y espectáculos, incluyendo el de ilusionistas e hipnotistas.

En una próxima entrega continuaremos el paseo por el nostálgico mundo de nuestros cines. Recorreremos los cinemas situados en el sur de nuestra ciudad y sectores residenciales aledaños.

Nota: Gracias al viaje nostálgico que realizamos junto al amigo Yamil Cáceres, fue posible la reconstrucción de detalles importantes de este artículo.

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