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Remedio social contra el olvido

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Remedio social contra el olvido

Agazapados detrás de una suerte de molicie anímica en la que el acomodo rige hemos obviado con demasiada frecuencia la fuerza de los hechos cuando se les desentierran y presentan con toda su carga de verdad, de objetividad trabajada y propósito de satisfacer la meta de una sociedad mejor servida por sus líderes. Ha faltado esfuerzo colectivo para esclarecer tramos importantes de nuestra historia cercana, no para diseminar odios o encumbrar héroes sino como lección de vida y aprendizaje que dificulte la repetición de yerros. Nunca los tiempos serán lejanos si su impronta aún golpea la vista; si valen como acusación permanente o recordatorio doloroso de episodios sin saldo establecido de daños, víctimas e injusticia.

En El 18 Brumario de Luis Bonaparte, Carlos Marx advertía que la historia se repite dos veces, primero como farsa y luego como tragedia. Lo había antecedido Cicerón con su celebrada sentencia de que los pueblos que olvidan su pasado están forzados a repetirlo. Ambos postulados contienen una admonición severa. Podría advertirse en el filósofo y político alemán un aire de inevitabilidad, un camino de una sola vía. Prefiero intuir en ambos juicios un emplazamiento a las fuerzas sociales a construir su propio destino, a empoderarse.

Abundan los ejemplos de países que han encarado valerosamente sus desatinos. Sin estrépitos y en prueba estupenda de cohesión social, han exorcizado los demonios del pretérito y distribuido responsabilidades. Fue la tarea de las comisiones de la verdad en la América Meridional castigada por años de dictadores inclementes y excesos represivos. La catarsis colectiva desata las energías reprimidas, restaña heridas y devuelve la paz perdida. Sirve de bálsamo reparador al tiempo que recompone el relato nacional en un acto de madurez que fortalece las instituciones y revitaliza la comunicación imprescindible en la democracia entre gobernantes y gobernados.

Decía cosas dos sábados atrás sobre la tragedia futbolística de Hillsborough, el 15 de abril de 1989, con 96 muertos y centenares de heridos. Veintisiete años después, este 26 de abril, un jurado británico determinó fallas sistemáticas en la actuación policial, encubiertas todo ese lapso. Hay protagonistas tras la verdad escarbada luego de años de mentiras y decepciones: los familiares de las víctimas y una organización llamada Inquest. También se cuecen habas en la cuna de los derechos humanos, pero los accidentes en que directa o indirectamente haya intervención oficial no son tales a menos que la certificación implique imposibilidad de evitarlos, según jurisprudencia de la Cámara de Lores en función de tribunal supremo.

Las declaraciones del abogado de las 96 familias suenan a pistoletazo para arrancar en la reconsideración de la pasividad ante tragedias que hieren el cuerpo social: “No fue un accidente. No fue un fenómeno natural, sino el producto de una falla humana catastrófica, de no aprender de advertencias pasadas y amagos de ocurrencias; un fallo del Club, de los ingenieros, de las autoridades de las licencias en probar la seguridad del estadio, sus operaciones; y un fallo del servicio de ambulancia en reaccionar con eficiencia en la emergencia; pero sobre todo, fue un fallo catastrófico de la Policía de South Yorkshire, responsable de la seguridad aquel día, el 15 de abril del 1989”. Relevante, insisto, la persistencia de un grupo de ciudadanos, su afán por desentrañar la verdad y que esta desate resultados con fuerza volcánica. No se tomó Zamora en una hora, y cuesta nadar a contracorriente en sociedades donde instituciones como la Policía gozan de respeto. Lamentablemente, mucho esfuerzo se consume aquí en cuestiones baladíes, casi siempre motorizado por razones inmediatas de dudosa ganancia política. Así, las coaliciones son imposibles y a la tragedia sucede el encogimiento de hombros y la despedida indolente con un hasta la próxima.

Cuantos ataques han surgido en la algarabía mediática internacional sobre el tema haitiano, parten del capítulo luctuoso de los asesinatos en masa de 1937. Se inflan las cifras de muertos y se extraen derivaciones que de tan subjetivas escapan a la consideración académica. Nunca hemos acometido la tarea debida que permita reconducir el tema al apartado correspondiente de dos pueblos sometidos a gobiernos que se entendían en el idioma común de la fuerza, las trapacerías, los tejemanejes y tretas propios de las dictaduras. Antes que un episodio de sordidez colectiva, la matanza mostró el lado sensible del dominicano, su solidaridad con el desgraciado. Sobran los ejemplos, y uno de ellos nos enorgullece a todos: José Francisco Peña Gómez, el Moisés rescatado de las aguas de la violencia insensata. Quisiera creer en la posibilidad de constituir una comisión binacional de la verdad y rescatar con seriedad los pormenores reales de un incidente que no mancha con tintes racistas a toda la sociedad dominicana. Por el contrario.

Igual acontece con la dictadura trujillista, poco a poco desplazada al terreno de lo anecdótico sin que prospere un intento sólido para que la sociedad clausure esas tres décadas de oprobio y las verdaderas víctimas reciban la justicia del reconocimiento público. No es tarde ni el tema merece aparcarse por la advertencia simplona de que hendiría el país en bandos antagónicos. No todos somos culpables, ni la persecución o la distribución alegre del inri tendrían que ser la brújula que oriente a los autores de un informe que demuela de una vez y por todas los tantos mitos y ocultamientos. Diluir culpas equivale a un paso firme hacia el olvido. Permanecen aún demasiados rastros de la dictadura; tantos, que el ciudadano consciente no puede ignorar la enorme potencia regresiva que implican. Corremos el peligro de que rasgos de la cultura trujillista perduren, empujados por aquellos que atisban bondades en el autoritarismo y no ocultan la nostalgia por los tiempos en que se imponía la voluntad omnímoda del tirano. La verdad sobre la satrapía se erigiría en el mejor disuasivo, pero también en la enseñanza indispensable para que las nuevas y futuras generaciones se aperciban de la historia y sus protagonistas, héroes y villanos.

La desmemoria es mala consejera. Admirable el esfuerzo de los judíos por convertir el holocausto en verdad viva, asimilable por cualquier ciudadano. De la tragedia han extraído el valor para construir un estado y enfrentar adversidades ante las que pueblos menos sufridos hubiesen sucumbido, aunque, ciertamente, ha sido el sustrato para excesos, tal el caso de Palestina. En el artículo 227 del Tratado de Versalles, se acusaba al káiser alemán de ofensas contra la moralidad internacional y la santidad de los acuerdos. Los políticos, sin embargo, pasaron por alto la recomendación de que se llevara a juicio a los belicistas germanos, convencidos de que así abrían las puertas a mejores relaciones con el enemigo derrotado. Vano empeño, como la política de apaciguamiento del premier británico Arthur Neville Chamberlain frente a Hitler. De haberse sometido el expediente a un tribunal internacional, quizás se hubiesen evitado la carnicería de veinte años más tarde y el horror de los hornos de cremación. Se aprendió la lección y antes de finalizada la Segunda Guerra Mundial, ya los aliados buscaban las fórmulas legales para lo que ocurrió en el invierno de 1945 y se extendió hasta septiembre del siguiente año: los juicios de Nuremberg.

John y Ann Tusa, en su monumental obra The Nuremberg Trial, (El juicio de Nuremberg) cuya lectura me fascinó desde el principio hasta el final, abonan el porqué de no olvidar en este párrafo clave: “El juicio de los líderes nazi en Nuremberg no se efectuó solamente para establecer su culpabilidad y decidir si castigarlos por haber cometido crímenes. Fue parte de la búsqueda de una mejor vía para controlar los poderosos impulsos humanos, la agresión y la venganza. Fue un intento de reemplazar la violencia con reglas aceptables y efectivas para la conducta humana”. Precisamente, la comisión de la verdad sobre los crímenes, la ferocidad e inconductas del trujillismo, serviría para fortalecer el espíritu democrático y desbrozar el camino hacia una práctica ciudadana más cónsona con la libertad, alejada del autoritarismo rampante.

Alemania supo reponerse de la vesania nazi sin eludir la carga pecaminosa. Hoy, al igual que un Japón rescatado del militarismo, participa en el concierto de naciones civilizadas sin resentimientos ni culpa reprimida. En ambos, los juicios más que el castigo despabilaron una sociedad obnubilada o que fingía desconocimiento, si aceptamos la tesis de Daniel Jonah Goldhagen en Hitler’s willing executioners: ordinary Germans and the Holocaust (Los verdugos voluntarios de Hitler: los alemanes ordinarios y el Holocausto). Ejemplifican como pocos otros países los valores democráticos, la sensibilidad ciudadana y el compromiso solidario con aquellos pueblos menos desarrollados. Japón se ha excusado ya varias veces por los crímenes execrables de sus tropas en Corea y China, donde el dolor de la ocupación militar extranjera no se ha abatido por completo.

Hay acontecimientos que imprimen huellas dolorosas por la desolación y el sentimiento de pérdida irreparable que acarrean. Inscribo en el listado los asesinatos execrables de Gregorio García Castro y Orlando Martínez. Gracias al ex juez Juan Miguel Castillo Pantaleón, la sociedad dominicana fue parcialmente reparada en lo tocante al columnista del periódico El Nacional. Los responsables materiales fueron juzgados y condenados y pudo conocerse quién o quiénes dispusieron la violencia contra el abanderado de la libertad de prensa. La herida García Castro sigue aún abierta, no obstante la insistencia de Enrique Castro, su hijo, y comunicadores que han hecho suya la causa de la verdad sobre un crimen cuyo recuerdo aún duele y dolerá. No se eliminó de manera artera a un ser humano, tan solo. Se in?igió un golpe despiadado a la democracia en ciernes, intento vil de acallar la disidencia e imponer el concierto del coro oficial. Dos carreras profesionales brillantes cercenadas, y una sociedad, representada por esos periodistas, aturdida por el desconcierto.

Hay un reto vigente para los gremios periodísticos, la Sociedad Dominicana de Diarios y todo colectivo que se repute a favor de los derechos humanos. Para que conozcamos la verdad y esta nos haga libres.

(adecarod@aol.com)